Pablo José Montoya Campuzano nació en Barrancabermeja, Colombia, en 1963. Es Doctor y Magíster en Estudios Hispánicos y Latinoamericanos (Universidad Nueva Sorbona-París 3); Licenciado en Filosofía y letras (Universidad Santo Tomás de Aquino, Bogotá); estudios de música en la Escuela Superior de música de Tunja. Profesor de la Universidad de Antioquia y docente invitado en las universidades Nueva Sorbona-París 3, Mar del Plata y Eafit.
Acaba de ganar la XIX Edición del Premio Rómulo Gallegos (2015) con Tríptico de la Infamia (Random House Mondadori, 2014).
Pergolesi
El monasterio de Pozzuoli es la última estancia. Queda poco tiempo y son largos los corredores por donde el frío es un transeúnte de todos los días. Pero éste es menos agobiante que en Nápoles. Y el recogimiento se vuelve tan íntimo que Pergolesi se siente en casa. El mar, a veces, puede oírse desde el jardín y la huerta. Su tono es el de un hombre cansado pero imperecedero. En ciertas horas de la tarde, cuando el cielo se viste de matices solferinos, parece endeble la convicción de que en estas tierras esté situado el averno de los hombres antiguos. Uno de los franciscanos ha dicho que esa creencia se debía a la proximidad de los volcanes y a las sacudidas frecuentes de la tierra. Pero para Pergolesi no es este un lugar y un tiempo para pensar en umbrales del infierno. Hay instantes en que sus ojos se hunden en una nube irisada y se convence de que no existe, más allá de la muerte, ningún paraje nefasto. Lo que hay después tal vez sea el contorno de un suave retiro. Pergolesi se mira el cuerpo enjuto. Estira las manos. Las mira y se asombra de ellas. Luego las toca como buscando un distante clavicémbalo. Tampoco cree que muy pronto su vida se habrá acabado. Acaso él posea una sustancia que sea inmortal. Es en las noches, sin embargo, cuando el sufrimiento crece. El dolor define los insomnios. Un fuego insoslayable lo consume. Suda copiosamente. Desde algún sitio llega un murmullo subterráneo. ¿Será un emisario del infierno?, se pregunta Pergolesi. Y ese alguien, en la vaguedad de la celda, parece otorgarle una calma para alcanzar el reposo. El emisario adquiere de pronto los rasgos de una mujer. Sobre su faz, apenas perceptible, lleva un manto azul. Aunque en la imagen no hay ojos ni boca ni cabellera. Es un manto que se prolonga a lo largo del monasterio hasta llegar a los volcanes ignotos. Mientras tanto, Pergolesi se sumerge en el sueño. Y es como si fuera un sonido extraviado en la noche. Un ser intocado como la música más pura. Tal vez como el agua, desdeñosa del tiempo, que fluye en el jardín. ¿Cuándo he nacido?, pregunta. ¿Cuándo voy a morir?, insiste. Y esa voz femenina dice que no hay principio ni fin. Sólo un movimiento, a veces contrito, a veces gozoso, que nombra el vacío. Pergolesi abre más los ojos. A su lado hay una jofaina donde la sangre de sus esputos también se disemina. Los rezos del monasterio lo van conduciendo a la otra orilla. Allí donde el mar es una palabra lentamente pronunciada.
(Programa de mano. Bogotá: Universidad Javeriana, 2014)
W. A. Mozart
Una clandestina biografía del genio de Salzburgo, conocida en alguna de mis incursiones bibliotecarias, decía que el músico, apenas salido de la especial audición del Miserere de Allegri, en la capilla Sixtina, se había topado con un grupo de teatreros ambulantes denominado “La Papaya Rajada”, y que el frenesí de esa compañía, ataviada estrambóticamente y proveniente de lejanas tierras, fue tal que el muchacho de largos cabellos no pudo negarse a la invitación que los disfrazados hacían a una fiesta de dimensiones inimaginables. La música sacra todavía sonaba en la cabeza del adolescente, pero su plan variaba: no iría de inmediato a terminar de copiar los angelicales cantos de los coros a nueve voces, para así practicar un buen ejercicio de memoria musical, porque la presencia de enloquecidos ritmos y de sincopadas y sugestivas melodías desprendidas de la comparsa callejera lo habían embargado de un obsesivo entusiasmo.
El grupo de la fruta partida, cuenta el libro, llegó a su continente de origen con la experiencia de la Europa ilustrada y un grueso cuaderno pautado que el jovencito, pintado de pies a cabeza, les obsequió después de haberlo escrito de un tirón, mientras la fiesta culminaba en un tabuco inundado de fragores percusivos. Sin embargo, la singular composición fue sólo vista por los histriones, ya que el cuaderno se perdió durante el atropellado viaje de regreso que la compañía hizo de Cartagena de Indias al pueblo de San Pelayo, donde estaban establecidos. En la dedicatoria de esa obra desconocida, según el autor de la anécdota, el artista daba fe de que era la mejor y más original de cuantas había compuesto en sus catorce años de vida.
(Revista A la topa tolondra # 7. Tunja, 1990)
El perseguido
Pensé en cámaras polvorientas. Lo imaginé como un ligar invadido por la trampa. Jamás pensé que algo, al inicio limitable, llegara a ser una ciudad dentro de la ciudad que habitamos.
El origen, tal vez, fue una rencilla de niños por un juego de piedras lanzadas con armas rudimentarias. Es posible que el uno, creyéndose herido por el otro, haya puesto la queja, y la madre del aporreado fuera a insultar a la del pretendido culpable. Que uno de los padres, al saber de su honor manchado en las palabras ajenas, respondiera con golpes, o con un cuchillo o un revólver, al padre del otro. Que uno de los hijos tramara la venganza de su progenitor asesinado. Que las mujeres, vestidas de viudez, se enfrascaran en reyertas de frases cortadas por la ira. Y que en el entierro del hijo vengativo, se provocara una estampida por disparos provenientes de varios flancos, causando las muertes de una niña, una vieja y un adolescente. Y que los tíos de la niña, los nietos de la mujer, los hermanos del muchacho, se trabaran en una sucesión de amenazas realizadas contra los sospechosos de verdad y de mentiras. Y que los queridos de estos últimos, indignados por el error, arrojaran su resentimiento sobre los culpables... pero también, sin quererlo, en ciertos de nosotros que paseábamos el aburrimiento de las tardes en el preciso momento del agravio.
Continuas oleadas de muerte invaden la ciudad. Y un espacio al principio considerado por mí como un punto indeterminado sigue creciendo. Pero hay un instante en que la discordia cesa su desplazamiento frenético. El breve dormir de quienes esperamos la consumación de una sentencia por algo que no cometimos, o que hicimos y aún no lo sabemos.
(Habitantes. Medellín: Colección de autores antioqueños, 2003)
Mensajero en Ecbatania
Las ciudades de Ecbatania fueron construidas tomando como centro el palacio real. En la primera las murallas son concéntricas y, parecidas a una onda que se expande hacia el firmamento, aumentan en altura buscando la periferia. En la segunda, semejan una escala cuyo último escalón alberga al soberano. Desde arriba él puede vigilarlo todo. Sabe cuándo se aproxima el mercader, la peste, el enemigo, no hay nada que lo engañe, y los guardias de las almenas inferiores repiten un mensaje que asciende sin mayores novedades hasta la escolta defensora del trono. En la primera Ecbatania, empero, los ojos del poderoso han de subir y estrellarse contra la muralla más extrema. La incertidumbre allí es perpetua y la traición desciende de las almenas exteriores. Cuando hay peligro en la cercanía, se comunica la presencia del aliado y las plagas las confunden con arco iris o lloviznas en el horizonte. Ambas ciudades son habitadas por los mismos hombres. En una el rey será atacado de improviso, hecho prisionero, masacrado. En la otra, verá la progresiva invasión de su ciudad, el exterminio de sus tropas, el fuego asolador, y acabar con su propia vida será la única escapatoria.
(Viajeros. Medellín: Universidad de Antioquia, 1999)
Magallanes
La tierra por fin será redondeada. Lo difícil ha quedado atrás. El hambre, la sed del Pacífico, la incertidumbre en el paso donde no existe nadie. Pero la tripulación vacila combatir ahora. Les repito que en esta insignificante isla mil paganos no pueden contra una sola de nuestras armaduras. Ni siquiera el rey Manuel pudo detenerme. Ni la derrota y el olvido padecidos entre los infieles de Malaca. Ni la traición de los amotinados en la bahía de San Julián. Ni siquiera mi sórdida tendencia a desaparecer, para que hoy la rebeldía de un monarca indio venga a impedir mi propósito. Los convenzo y somos cuarenta los que bajamos en esta playa surcada de corales. Se inicia, entonces, una batalla que no tiene nada de siniestra. Una hora acaso y la insurgencia será borrada. Los indios gritan. Son bestias que corretean, acosadas. Nuestras armas empiezan a imponerse. Uno tras otro van cayendo. De pronto, siento que de cada uno que matamos surgen cinco, diez, cien, mil flechas, piedras, fango endurecido. El cansancio se cierne sobre mí como un golpe seco. Otro ramalazo de dolor se establece en una de mis piernas. La rabia me crece. Arremeto en vano. Ordeno una retirada, muchos la hacen en desorden. Pigafetta está a mi lado, y el agua es como una mancha de aceite que en vez de unirnos nos separa. Una lanza fustiga mi rostro. Hundo mi espada en el infame y algo me paraliza el brazo. Por un momento, detenida, veo una marea de miradas salvajes lanzarse sobre mí. El mar, insoportablemente azul, se me clava en todo el cuerpo. La luz del día se despedaza entre mis manos. Me tasajean la otra pierna. Me desmorono. El mundo comienza a oscurecerse, y no lo creo.
(Viajeros. Medellín: Universidad de Antioquia, 1999)
Cristo en la tumba de Holbein El Joven
La noticia brotó, brusca, de la universidad. Junto a uno de los eucaliptos, que bordean su entrada, Tomás cayó ultimado por la policía. Un cerco de uniformados impidió, durante los minutos de la agonía, que el estudiante recibiera atención. Tarde fue cuando el automóvil llegó al hospital. El cuerpo fue trasladado a la morgue donde, eso explicaron, se le hizo una autopsia necesaria. La noticia, como agua desbordada, se regó por la pequeña ciudad de Tunja. Las emisoras repitieron el aviso. Las oficinas y comercios cerraron de inmediato. El tránsito de las calles se detuvo. La policía, expectante, se acuarteló. Una multitud de estudiantes fue reuniéndose en la plaza principal. Allí debía llegar, en horas de la noche, el ataúd. Nuestro plan era hacer un cortejo hasta la alcaldía en medio de consignas dolientes. Luego tomarnos la sala magna y velar a Tomás, con discursos y canciones, hasta el amanecer. En la mañana, la manifestación acompañaría el sepelio hasta el lejano cementerio, en las afueras de la ciudad. Una traba absurda, sin embargo, tenía el ataúd atascado en las instalaciones de la morgue. Yo fui escogido para llevar la carta con la orden oficial que exigía la salida del compañero. La sala estaba sola. Las consignas, que me habían seguido, continuaban afuera. Sobre una de las plataformas vi el cuerpo. Largo y extenuado como una espada sin brillo. Un calzón cubría el genital. Las costillas estaban envueltas en un cartílago amarillento. El formol era un látigo de oprobio disperso en la sala. Tomás, pensé, poseía la fealdad de la muerte. Su pelo, mojado en partes, era un pegote. Los ojos, dos fosas vacías que algún chulo había picoteado. Los labios entreabiertos dejaban ver puntas de dientes semejantes a un horizonte que ya nadie habría de ver. La muerte, me dije, era eso. Un mar, un valle, una selva, una boca desaparecidos para siempre de los ojos de los hombres. Busqué la herida. La encontré en el costado. Me asombré porque no estaba, como decía el rumor en la plaza, cerca del corazón. Era una llaga hecha por una sanguijuela y no la herida de una bala. Me acerqué. Tomás tenía las manos y los pies maniatados. En su cabeza, hacia las sienes, coágulos de sangre se amontonaban. Un calor arrasó mi rostro. Tomás había sido asesinado y su cuerpo maltratado con sevicia. Quise salir de la sala para que la gente supiera la verdad. Que la noticia ganara la plaza e hiciera explotar la rabia contenida de la multitud. Pero alguien me tocó el hombro. Indignado, tomé al hombre por las solapas de su delantal médico. Demoré segundos en entender su alegato. Logró soltarse y me ordenó seguirle. En otra de las salas estaba el ataúd con Tomás. Y el hombre de al lado, quién es, pregunté con vergüenza. El médico levantó los hombros. Y contestó: un desechable, quizás.
(Trazos. Universidad de Antioquia, 2007)
Felipe IV de Velásquez
El filósofo dice: “Adonde quiera que vuelvo la mirada, descubro indicios de mi vejez”. Yo debería decir: adonde dirijo mis ojos, descubro los de Velásquez. Imperturbables. Devoradores de todo lo visible. Arduos como el paso del tiempo. Llenos de consuelo como las cosas que intentan nombrar el tiempo. Estoy hablando de la música y las otras bellas artes. De la lluvia y el viento hecho con la fragancia de las olivas. De las palabras que edifican el amor en un momento y la amistad a lo largo de los años. Quisiera creer, como el filósofo, que hay un placer único en este agotamiento de las pasiones. Pensar que en la degradación de los rasgos, en la progresiva pérdida de todos los encantos, la felicidad se oculta. Hace poco, el sabor de las ostras me parecía una forma del poder de los sentidos. Hace poco, yo hallaba en el goce de la carne uno de los mejores rasgos del amor. Pero ya en mis labios la palabra voluptuosidad tiene la resonancia de nostalgia. Y existe un cansancio en la frente. Y la mano tiembla al deslizarse por los barandales opulentos. Y hay un estremecimiento en la voz que la hace seria y solemne, pero también sola y quebradiza. Además está el Imperio. Basta ver mi imagen en tu tela para darse cuenta de que él, como yo, somos prefiguraciones de la muerte. No otra cosa podríamos aventurar sobre España. Todo en ella es rebelión, inconformismo, deseo desordenado de cambiar sin saber muy bien si lo buscado es mejor que lo que ahora poseemos. Ver ese fin en mi rostro acaso sea menos ostensible que sentirlo en los campos de batalla. O en el alboroto de las rúas. O en el ir y venir de los galeones por nuestros mares. En ambas, sin embargo, se adivina la muerte de España. España se acaba, Velásquez. Su grandeza muere con lentitud. Se deshace ante tus ojos con melancolía. Y yo pienso en esas luces que de pronto llegan. Y tocan los objetos de una sala oscurecida. Simples objetos vueltos inolvidables en sus repentinas fulguraciones. Y luego sólo queda un silencio y sombras despedazadas. Qué sucederá, pregunto, con esas lánguidas huellas de la luz. No te quedes callado, pintor mío. Haz una pausa. Trata de responderme.
(Trazos. Universidad de Antioquia, 2007)