Por: Marcos Fabián Herrera Muñoz
Su vida es un largo periplo de consagración a algo escaso en palabras pero sustancial: El Minicuento. Es junto a Harold Kremer, quien con más hondura y empecinamiento ha diseccionado, investigado, compilado y escrito la historiografía de la minificción en Colombia. Es autor de deleitosos libros de minicuentos que contienen memorables joyeles de la tradición cuentística colombiana, al igual que de connotadas investigaciones sobre el ejercicio pedagógico en el país, y, coautor de las dos antologías del cuento corto colombiano, con numerosas ediciones cada una de ellas. Codirigió las revistas Ekuóreo y A la Topa Tolondra, que concitó a su alrededor a toda una horda de artesanos del cuento breve. Guillermo Bustamante Zamudio, es un lacaniano rastreador de los entresijos de la creación y un hombre de mucha gravedad filosófica. Se desempeña como docente titular de la Universidad Pedagógica Nacional, y ha coordinado la maestría en educación de la misma institución. Lo asaltamos en su estudio para usurparle un rato de sesudas y jocosas reflexiones.
- Por su brevedad, contundencia, concisión y pulcritud; ¿Es el minicuento la antítesis de la manida y en ocasiones agónica novela?
También hay minicuentos manidos y agónicos (“El dinosaurio”, por ejemplo, ya me suena así). La clave de la contundencia, la concisión y la pulcritud —para usar tus palabras— no es la brevedad. Hay extensas novelas que son contundentes, concisas y pulcras. ‘Conciso’ se puede entender no como ‘breve’, sino como ‘escueto’, ‘preciso’. En ocasiones es necesario emplear más palabras de las que caben en un minicuento para plantear algo de manera concisa. Y a veces, como dijo Cortázar, decir más es empezar a decir menos. El problema es cuándo nos ocurre eso que señala Borges: el lector ya cerró el libro, y el autor sigue hablando. (No sigo, por obvias razones).
- ¿Hay mucho ripio en la cuentística colombiana, indistintamente si es minificción o el arquetípico cuento?
Hay mucho ripio discursivo en todas partes donde la palabra se usa. En la poesía, en el cuento, en la novela, en las noticias, en los saludos, en los debates del Congreso, en los manuales de instrucciones, en las clases, en las telenovelas, en las respuestas a entrevistas. No en vano, Papini propuso prohibir la poesía: indudablemente, sacrificaríamos algunos textos buenos, pero nos salvaríamos de toneladas de basura. Y, extrañamente, hay una falta de palabra por todos lados; una a-dicción en medio de aparatos inventados supuestamente para potenciarla. Creo que tenemos una relación bastante laxa, irresponsable, con la palabra, no obstante ser el lugar donde habitamos, la casa del ser. En Colombia se dice “yo asumo la responsabilidad” y eso sólo significa pronunciar una frase, pues el personaje sigue exactamente en la misma posición, haciendo lo que lo llevó a pronunciar ese estereotipo. No sé qué diría John Austin, si estuviera vivo. Los criterios con los que se pronuncia una frase no se aplican en la que sigue; es más, si uno lo señala, lo acusan de fijarse en cosas pasadas, que no merecen ya nuestra atención. Es el síndrome de la fecha de vencimiento; eso está bien para el yogur, pero no para las ideas. Hay una claudicación a una supuesta aceleración de la vida que no está realizada más que por quienes se aceleran dando fe a esa idea.
- ¿Encaja el minicuento con las dinámicas contemporáneas que privilegian el laconismo, la fugacidad y todas las expresiones discursivas de la sociedad de masas?
No encaja, sino que coincide. No encaja, porque se trata de otra cosa. Coincide porque, formalmente, tienen rasgos comunes. La fugacidad de moda es la falta de proyecto, ligada al hastío (libre y aburrido); es el desdén por el heterogéneo acervo cultural de la humanidad; es el reino de la demanda en detrimento del deseo (con derechos y sin ganas de hacer nada). Un buen hayku es un relámpago no que pasa, sino que encandila. Un buen minicuento es un evento que te pone a trabajar; no que te “llena”, sino que te roba algo; no que te dis-trae, sino que te a-trae, que se las trae. Mariana Frenk escribió un cuento muy breve, que se lee en unos segundos, pero que jamás se olvida:
Un caracol deseaba volverse águila. Salió de su concha, trató muchas veces de lanzarse al aire y cada vez fracasó. Entonces quiso volver a su concha. Pero ya no cabía, pues habían empezado a crecerle alas.Se trata, entonces, de buena literatura breve, donde el criterio que no puede faltar es el de que sea buena. Si algo es bueno y breve es porque no podía ser de otra forma. Si algo es bueno y se alarga más allá de lo necesario, comienza a no ser tan bueno. O sea: no se trata de un elogio a la brevedad per se. Quien degusta un buen minicuento no desprecia una buena novela. Pero quien busca el laconismo, más allá de la calidad, tal vez declara que el tiempo le ha sido sustraído y lee minicuentos con el mismo desdén que ojea la ajada revista en la sala de espera.
- ¿La minificción es el kinder y el escarceo del narrador?
Creo que no es fácil ubicar un género —pero, ¿qué significa esa palabra?— en relación con otro. En materia de literatura, si en algún caso se empieza por cuento y se termina por novela, no quiere decir que el cuento prepare para la novela... ni viceversa. En muchos casos, los autores practican ambos géneros, o sea que su trabajo no “progresa” hacia uno de los dos; hay incluso autores cuyas “novelas” en realidad están compuestas de una serie de relatos breves. He oído que los escritores hablan de diferencias radicales entre novela y cuento, tanto como que la pintura no prepara para la música, aunque no le estorbe. Escritores de talla mundial nunca hicieron novela o nunca hicieron cuento o nunca hicieron poesía. El cuento "El proceso", de Sławomir Mrožek, puede tomarse como una hermosa burla a este asunto.
- En su libro Oficios de Noé, logra una espléndida e inteligente desmitificación de la figura bíblica. ¿Se imagina a Noé en bluejean con tenis Converse y reproductor de Mp3?
Claro que me lo imagino así. Los grandes episodios de la cultura (y el del diluvio es uno de ellos) se afianzan en preguntas fundantes de lo humano; es decir, preguntas que nos tendrán trabajando siempre, preguntas que nunca se responderán satisfactoriamente. De manera que los rasgos anecdóticos de un trabajo cultural (alpargatas o tenis Converse) no constituyen el estatuto mismo de ese trabajo; más bien componen la capa dulce de la píldora que esconde su amargo poder activo. Ahora bien, ¿cuál es la pregunta que se plantea en el asunto del diluvio? No lo sé. El caso es que muchas culturas, a su manera —al calor de una chicha, de un sake o de un vino, como en “Los advertidos” de Carpentier— se plantean el mismo asunto. Y no porque la cosa haya ocurrido “realmente” —¿qué podría ser la “realidad” después de que quedamos enredados en los hilos del lenguaje?—, sino porque eso expresa algo que nos vemos precisados de tramitar. Es como la prohibición del incesto: existe en todas las culturas, pero no por ser hereditaria (¿para qué prohibir de forma explícita algo que rechazaríamos instintivamente?), sino por ser algo fundante de lo humano.
- ¿Goza el minicuento del rango propio de los otros géneros o es infravalorado como género underground?
Creo que, hasta hace poco, el minicuento era underground. Antes, cuando un escritor no se aguantaba las ganas de publicar un minicuento, lo metía, a la manera de viñetas, entre cuentos largos (a veces, en lugar de nombres, tenían un número). Era la época en que nuestros profesores de literatura en el pregrado nos decían, cuando les llevábamos un cuento corto: “ya tienes la idea, ahora escribe el cuento”. Hoy en día, el asunto está cambiando. En España, por ejemplo, el premio Salambó al mejor libro del 2007 fue un libro de minificción de José María Merino, por encima de novelas y libros de cuentos y poesía; hay editoriales que publican libros exclusivamente de minicuentos: por ejemplo, Páginas de espuma, en España, y Cuadernos negros, en Calarcá, Colombia. Hoy, cuando leo algunos cuentos largos, en algunos casos me gustaría poder decirle al autor que ya tiene la idea para comenzar a trabajar un minicuento.
- ¿Cómo explicar el desdén de las editoriales por el cuento?
¿Será una sobre-valoración de la cantidad, del tamaño? Recientemente oí a Roberto Rubiano hablar de ese tema y le entendí —digo así, por si dijo otra cosa— que existía el estereotipo de que la novela es la seria y el cuento es el aprestamiento, pero que eso tal vez estaba cambiando, sobre todo si se acicateaba desde la calidad del trabajo cuentístico. Creo más en la idea de ganarse un lugar, que en la de usar uno ya hecho. Es lo que caracteriza la vida de los grandes artistas plásticos, de los grandes músicos. ¿Por qué esperar a que las editoriales publiquen cuento para ponerme a escribir cuento? ¿Cuándo se van a interesar por el cuento si nosotros, para escribir, estamos esperando a que ellas estén interesadas? La escritura no adviene porque la sociedad me pide escribir, en la medida en que ofrece espacios editoriales; tal vez tenga lugar porque no puedo dejar de hacerlo. Sé que es paradójico, pues del lado de la oferta también hay una razón para que se instale un deseo. De todas maneras, las condiciones comerciales no se ajustan al devenir de las formas artísticas... no tendrían por qué, son comerciales. En estas consideraciones entra también el asunto de los apoyos oficiales y los concursos, pero eso es harina de otro cereal.