Cuartos infinitos
Cuando estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces, regresaba de cuarto en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real.
(Cien años de soledad)
José Arcadio viejo - Fabián Cerredo |
Contra la peste del olvido
Aureliano descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que estaba dispuesto a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
Contra la peste del olvido II
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel.
El cuento del gallo capón
Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.
Los fantasmas, acomodándose a las nuevas circunstancias, empiezan a aficionarse a la mecánica. En el domicilio del marqués de Ely, en Hove, cerca de Brighton, Londres, ha hecho su misteriosa aparición un fantasma que no es tan misterioso por ser fantasma como por ser un fantasma exclusivamente fotogénico. En su departamento particular, el joven marqués —25 años— tomó con luz artificial la fotografía de una amiga, convencido de que estaba solo con ella. Pero la fotografía reveló que el marqués se equivocaba: además de ellos, había un fantasma en la habitación. Un fantasma que nadie ha conocido personalmente sino en fotografía, y que por consiguiente nadie puede decir cómo es en realidad, pues no hay testimonio de que el conflictivo, original y modernizado espectro sea igual o por lo menos parecido a sus retratos.
Aureliano descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio lo puso en práctica en toda la casa y más tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que estaba dispuesto a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
(Cien años de soledad)
Contra la peste del olvido II
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel.
(Cien años de soledad)
El cuento del gallo capón
Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.
(Cien años de soledad)
Elegía para un bandolero
En la madrugada —quizá cuando ya la trompeta del arcángel había dado el toque de queda— alguien golpeó a las puertas del infierno. El portero de turno se apresuró a atender al trasnochado visitante y vio a un hombre joven, rubio, nervioso, con la dentadura montada en oro legítimo y los huesos montados en plomo de grueso calibre. Tal vez no dijo una palabra el recién llegado. Tal vez se quedó silencioso, jadeante, parado en el umbral eterno, aguardando la voz que le ordenase entrar. Debió pasar un siglo antes de que el portero, todavía con las imágenes del último sueño pegadas a los párpados y todavía sin reconocer al visitante, diera la orden de pasar adelante, de acuerdo con las más elementales normas de la cortesía infernal. Una vez adentro, el huésped desocupó sus bolsillos y colocó el contenido en la mesa de nogal que debe haber en la sala de recibo del infierno. Dos revólveres, ochenta cartuchos, setecientos pesos en efectivo y dos escapularios fue lo que alcanzó a distinguir el portero, medio asombrado, medio confundido y con el libro de actas abierto y listo para llenar los requisitos del registro. ¿El nombre del recién llegado? Marco Tulio Tafur Triana, alias “Lamparilla”. ¿Torero? No. Bandolero de profesión y criminal, por más señas. ¿Causa de la muerte? Muerte natural. ¿Natural? (el portero hizo un gesto que era a la vez de duda y de sospecha), ¿Por qué decía el visitante que había fallecido de muerte natural cuando tenía el cuerpo cosido de proyectiles? “Lamparilla”, eterno ya, transfigurado por el escabroso viaje metafísico, hizo la aclaración: “Para un hombre como yo, ocho proyectiles después de una reyerta es muerte natural, la más natural de todas las muertes. Una pulmonía o un ataque de apendicitis habría sido un epílogo artificial, completamente falso para un bandolero con dignidad”. Eso fue todo, antes de que el portero infernal, trasnochado y confundido, dijera al visitante, ocho siglos después de haber tocado a la puerta: “El caso sería sencillísimo, si no fuera por los escapularios”.
(Diario El Heraldo, enero de 1950)
Un cuento de misterio
Cuando la marquesa empezaba a dar alpiste al canario número trece, sonó la campanilla. “Voy inmediatamente”, pensó en correcto alemán, y descendió las escaleras. Cuando abrió la puerta, vio a un caballero desconocido, serio, que se limpiaba las uñas con una navaja. “¿Qué viene usted a hacer a esta hora?”, preguntó la marquesa en alemán. “Vengo a asesinarla”, respondió el caballero, en perfecto ruso. “Debí imaginarlo”, dijo la marquesa. “Siempre que le doy alpiste al canario número trece, viene alguien a asesinarme”. Todo lo anterior lo dijo en inglés, porque la marquesa no sólo era políglota, sino que sabía que lo eran también todos los hombres que iban a asesinarla cada vez que le daba de comer al canario número trece. Como es natural, el caballero entendió. “Entonces, ¿está usted lista?”, preguntó el caballero, sin moverse de la puerta, sin dejar de limpiarse las uñas con la navaja. “Todavía no –respondió la marquesa–. Permítame que me lave las manos, que todavía las tengo llenas de alpiste”. Hizo pasar al caballero, lo sentó en el diván con toda la refinada cortesía de una marquesa políglota, y se dirigió al baño mientras decía: “La última vez que me asesinaron, olvidé lavarme las manos, y eso es una indecencia”. Ya desde el baño, gritó en griego: “Imagínese usted, ¿qué dirían mis parientes si me encontrasen con las manos así?”. Pero el caballero no oyó, extasiado como estaba en el canto de los treinta y dos canarios de la marquesa.
La dama regresó, secándose las manos en la falda. “¿Quién me manda a asesinar?”, preguntó con curiosidad, interrumpiendo al caballero, que se había puesto a silbar. “La manda a asesinar su esposo, señora”. La marquesa no pudo contener su emoción: “¡Ya me lo imaginaba! ¡Boris es tan gentil!”. Se sentó en el diván donde estaba el caballero y agregó: “Para las bodas de plata, me hizo asesinar, nada menos que por un príncipe árabe, quien habiendo asesinado a sus ochocientas esposas, había batido el récord mundial”.
El caballero dejó de arreglarse las uñas y dijo dignamente: “Los tiempos cambian, señora. Antes podía darse uno el lujo de que lo asesinara un príncipe árabe. ¡Pero ahora la vida está tan cara…!”.
La marquesa empezó, entonces, a hablar de otras cosas. El caballero la interrumpió: “Perdone, señora. Estamos perdiendo tiempo y esta mañana tengo mucho qué hacer. En este solo sector tengo que asesinar como a siete condesas, ocho duquesas y una cenicienta”.
“¡Ay, qué romántico!”, exclamó la marquesa, visiblemente emocionada. “No le haré perder tiempo”. Y luego, apretando las manos contra el pecho, preguntó: “¿Trajo usted la penicilina?”. El caballero pareció ahora indignado: “Penicilina, ¿para qué”. La marquesa se puso de pie, golpeó el piso con el tacón y exclamó: “¡Sin penicilina, no me dejo asesinar!”. El hombre estaba intrigado: “Pero, ¿qué va a hacer usted con penicilina?”. La marquesa respondió: “No voy a correr el riesgo de una infección por negligencia suya”.
El caballero, que era un hombre inteligente, logró convencer a la marquesa de que un asesinato de celebración no tenía peligro alguno de complicación. “Está bien –dijo la marquesa–. Y, ¿qué va a dejar usted como huella para la policía?”. Y el caballero respondió: “Las huellas digitales. ¿No es suficiente?”.
“Tiene usted razón”, dijo la marquesa. Y exclamó emocionada: “¡Cómo progresa la ciencia!”. Acto seguido, se tumbó sobre el diván, como correspondía a una dama.
(Diario El Heraldo, abril de 1950)
La fotogenia del fantasma
Los fantasmas, acomodándose a las nuevas circunstancias, empiezan a aficionarse a la mecánica. En el domicilio del marqués de Ely, en Hove, cerca de Brighton, Londres, ha hecho su misteriosa aparición un fantasma que no es tan misterioso por ser fantasma como por ser un fantasma exclusivamente fotogénico. En su departamento particular, el joven marqués —25 años— tomó con luz artificial la fotografía de una amiga, convencido de que estaba solo con ella. Pero la fotografía reveló que el marqués se equivocaba: además de ellos, había un fantasma en la habitación. Un fantasma que nadie ha conocido personalmente sino en fotografía, y que por consiguiente nadie puede decir cómo es en realidad, pues no hay testimonio de que el conflictivo, original y modernizado espectro sea igual o por lo menos parecido a sus retratos.
(El espectador, junio de 1955)