Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

domingo, 8 de julio de 2012

56. Aquiles y la tortuga II




Fábula eleática
   Henry Ficher

   ―¡Te alcancé! ―dijo Aquiles, sus veloces pies levantando una polvareda en el horizonte. 
   ―Eso fue lo que dijiste hace un instante ―dijo la tortuga, manteniendo, con parsimonia, la distancia.


Aquiles y la vida
   Joseluís Rodríguez

   Aquiles —el de los pies ligeros— contempló lleno de ira el cadáver de Patroclo y corrió hacia las murallas de Troya para vengar su muerte. Pero una tortuga se puso delante de él, de manera que el sitio a la bien edificada ciudad de la Tróade tuvo que prolongarse durante diez años, al término de los cuales Aquiles finalmente resolvió la paradoja de Zenón, pues dio alcance a la tortuga y pudo matar a Héctor. Sin embargo, el protagonismo que ganó el conflicto opacó ese hecho y después se dijo que las paradojas del eleático seguían vigentes.


Aquiles y la tortuga
   Enrique Anderson Imbert

   Zenón: —Homero contó muy bien cómo Héctor huyó al ver que Aquiles se le acercaba: tres veces dio vuelta a las murallas de Troya, y Aquiles siempre persiguiéndolo. Lo que no contó es que Aquiles, sintiendo que no podía estrechar la distancia, pensó: “¡Si Héctor fuera una tortuga!”. Bien: en mi argumento contra el movimiento yo le he otorgado ese deseo. Sólo que a Aquiles no le sirve de nada: cada vez que llega al punto en que estaba la tortuga, ésta ya se ha adelantado y así infinitamente.
   Meliso: —Tu argumento es válido sólo a condición de que lo despojemos de sus disfraces. A unos meros puntos en el espacio los disfrazaste de Tiempo. Les diste un pasado —la fama de los pies ligeros de Aquiles y de las patas lentas de la tortuga—, un presente —la voluntad que ambos tienen de correr— y un futuro —la meta que los espera al final de la carrera—. Aquiles y la tortuga, psicológicamente, duran. No duran, matemáticamente, los infinitos puntos en que se puede dividir una línea. Tu argumento, para ser lógico, debería desprenderse de las imágenes temporales con que lo disfrazaste. Sólo que entonces tu argumento no duraría. Quiero decir, por ser demasiado obvio nadie se acordaría de él.
(El gato de Cheshire. Buenos Aires: Losada, 1965)


Historia de una paradoja
   Diego Muñoz Valenzuela

   Aquiles y la tortuga beben compartiendo mesa en un tugurio de mala muerte, cuya única fama proviene de la chicha que fabrica el dueño, un patibulario inmigrante griego llamado Zenón. El astuto Aquiles induce a la tortuga a participar en una carrera arreglada. “Todos apostarán por mí y no por un roñoso quelonio centenario; en ello reside nuestra ventaja. Ganarás el certamen y seremos ricos”, proclama con voz aguardentosa. La ebria tortuga asiente calculando las ganancias, se sobresalta y verbaliza su duda con tartamudeos irreproductibles. ¿Quién realizará la convocatoria, quién va a incentivar y recoger las apuestas, quién repartirá el botín después del sorpresivo triunfo, quién? Ambos atletas caen en profunda depresión hasta que el tabernero ofrece sus servicios a cambio de la mitad de las ganancias. Ante el explosivo reclamo de Aquiles y la mirada torva de la tortuga, Zenón consuma el plan: el fraude no funciona sin una explicación sólida que evite el linchamiento de los corredores. “Es una cuestión de verosimilitud”, asevera con aire doctoral y aplastante soberbia, “no se preocupen, por una buena participación se me ocurrirá algo”.
(De monstruos y bellezas. Santiago de Chile: Mosquito, 2007)


In memoriam Jorge el solitario

El pozo de los deseos
   Paul Brito

   A medida que el espacio entre Aquiles y la tortuga se reduce, la carrera va cayendo en detalles mezquinos. La vida de Aquiles se gasta en cuestiones ínfimas y despreciables. Comienza a regatearle placeres a la vida, ya no los goces espirituales que aspiraba de joven, y que debían completar y darle sentido último a su existencia, sino anhelos mínimos al alcance de la mano, a mitad de camino.

(El ideal de Aquiles. Bogotá: Hadriaticus, 2010)


Lo que la tortuga le dijo a Aquiles
   Lewis Carroll

   Aquiles dio alcance a la Tortuga y tomó asiento en su caparazón.
   Ha llegado el final de nuestra carrera —dijo la Tortuga—, y ello a pesar de que se componía de una serie infinita de distancias. Tenía entendido que algún sabihondo había probado que eso era imposible.
   —Es posible —dijo Aquiles—. ¡Es un hecho! Solvitur ambulando.  
   —¿Quiere que le cuente una carrera que todo el mundo cree poder terminar en dos o tres pasos y que, en realidad, consta de un número infinito de distancias? ¡Tome nota!
   El guerrero sacó de su casco (pocos disponían de bolsillos en aquellos tiempos) una libreta y un lápiz. La Tortuga le dictó: “A. Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí; B. Los dos lados de este triángulo son iguales a un tercero; Z. Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí”.
   —¿Está de acuerdo en que todo el que acepte A y B como verdaderas, debe aceptar Z como verdadera? —indagó la Tortuga.
   —¡Sin duda!
   —O sea que hay una proposición hipotética que dice: “si A y B son verdaderas, Z debe ser verdadera”. Alguien podría aceptar las dos premisas, pero no la conclusión…
   —Ciertamente —dijo Aquiles—, pero más valdría que se dedicara al fútbol.
   —Llamemos C a esa proposición hipotética. Agréguela, por favor, antes de Z.
   —En lugar de Z, deberíamos llamarla D —propuso Aquiles—: viene inmediatamente después de las otras tres. Si acepta usted A y B y C, debe usted aceptar Z.
   —¿Y por qué debo aceptarla? —preguntó la Tortuga.
   —Se sigue lógicamente de ellas: si A y B y C son verdaderas, Z debe ser verdadera.
   —O sea que hay otra proposición hipotética que dice: “si A y B y C son verdaderas, Z debe ser verdadera”.
   —Parece…
   —Llamémosla D. Anótela, por favor, antes de Z.
   —¡Por fin hemos llegado a la meta de esta carrera ideal: ahora que acepta usted A y B y C y D, por supuesto que acepta Z.
   —¿La acepto? —dijo la Tortuga con ingenuidad—. Acepto A y B y C y D; sin embargo, supongamos que me niego a aceptar Z.
   —En ese caso, la lógica la cogería a usted por el cuello y le diría que no tiene otro recurso: si ha aceptado A y B y C y D, debe usted aceptar Z. No hay alternativa.
   —Todo lo que la lógica tenga a bien decirme, merece ser anotado —dijo la Tortuga—. Así que apúntelo en su libreta, por favor. Lo llamaremos E…
   Meses después, Aquiles estaba todavía sentado en el caparazón de la muy paciente Tortuga, escribiendo en su libreta de notas, que ya parecía estar llena.
(El juego de la lógica. Barcelona: Tusquets)