Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 24 de mayo de 2015

132. Anécdotas III (Jardín zen II)



   Keichu, el gran maestro zen de la era Meiji, estaba al frente de Tofuku, un gran templo de Kyoto. Un día, el gobernador de la ciudad le llamó. Su ayudante le presentó una tarjeta que decía: “Kitagaki, gobernador de Kyoto”.
   —No tengo nada que ver con esa persona —dijo Keichu a su ayudante—. Dile que se vaya.
El ayudante devolvió la tarjeta, al tiempo que ofrecía excusas.
   —Ha sido un error mío —dijo el gobernador, y con un lápiz tachó las palabras “gobernador de Kyoto”—. Toma, dásela de nuevo a tu maestro.
   —Ah, ¿se trata de Kitagaki? —exclamó el maestro cuando vio la tarjeta—. Quiero ver a ese hombre.




   Tetsugen, devoto del zen en Japón, decidió publicar los sutras, que en aquel tiempo sólo estaban disponibles en chino. Los libros se imprimirían en bloques de madera, con una tirada de siete mil ejemplares, lo cual era una empresa tremenda.
   Empezó a viajar y a recoger donaciones. Algunos le daban cien piezas de oro, pero en general sólo recibía monedas de poco valor. Él mostraba idéntica gratitud hacia cada donante. Al cabo de diez años, dispuso de suficiente dinero para emprender su tarea.
   Pero sucedió que el río Uji se desbordó y a la inundación siguió una hambruna. Tetsugen tomó los fondos que había recogido para los libros y los invirtió en librar a otros del hambre. Entonces, inició de nuevo la colecta.
   Varios años después, una epidemia se extendió por el país. Tetsugen volvió a donar lo que había recogido para ayudar a su gente.
   Por tercera vez emprendió su obra y, al cabo de veinte años, logró satisfacer su deseo. Los bloques de madera que produjeron la primera edición de sutras pueden verse hoy en el monasterio Obaku de Kyoto.
   Los japoneses cuentan a sus hijos que Tetsugen hizo tres series de sutras y que las dos primeras series invisibles sobrepasan a la última.




   Al maestro Joshu, que inició el estudio del zen cuando tenía sesenta años, cierta vez, un alumno le preguntó:
   —Maestro, ¿qué debo hacer si no tengo nada en la mente?
   —Arrojarlo —replicó Joshu.
   —Pero, si no tengo nada, ¿cómo puedo arrojarlo? —insistió el que le interrogaba.
   —Bueno —dijo Joshu—, entonces llévalo a cabo.




   Una tarde, cuando Shichiri Kojun estaba recitando sutras, entró un ladrón armado con una espada, exigiéndole la bolsa o la vida.
   —No te molestes —le dijo Shichiri—. El dinero está en ese cajón.
   Dicho esto, reanudó su recitación, pero poco después se interrumpió y dijo:
   —No te lo lleves todo. Necesito una parte para pagar mañana los impuestos.
   El intruso recogió la mayor parte del dinero y se dispuso a marcharse.
   —Da las gracias a una persona cuando te hace un regalo —añadió Shichiri.
   El hombre le dio las gracias y desapareció.
   Al cabo de unos días, detuvieron al individuo y confesó, entre otros, el robo a Shichiri. Cuando llamaron a éste para que declarase como testigo, respondió:
   —Este hombre no es un ladrón, al menos por lo que a mí respecta. Le di el dinero y él me lo agradeció.
   Cuando terminó de cumplir su condena, el hombre fue al encuentro de Shichiri y se convirtió en discípulo suyo.




   Zenkai viajó a Edo y allí se convirtió en servidor de un alto funcionario, de cuya esposa se enamoró. Al ser descubierto, mató al funcionario en defensa propia y huyó con la mujer. Los dos se dedicaron al robo, pero la mujer era tan codiciosa que Zenkai estaba cada vez más disgustado. Finalmente, la abandonó; emprendió un largo viaje hasta la provincia de Buzen, donde se convirtió en mendigo errante.
   A fin de expiar su pasado, decidió llevar a cabo una buena acción. Sabía de un camino peligroso en lo alto de un despeñadero que había causado muerte y lesiones a muchas personas, y resolvió abrir un túnel a través de la montaña.
   Durante el día, Zenkai pedía comida, y por la noche se dedicaba a excavar el túnel. 
   Antes de que la obra estuviera lista, el hijo del funcionario de Edo descubrió a Zenkai y se presentó para vengarse.
   —Te daré mi vida de buen grado —le dijo Zenkai—, pero déjame terminar mi obra. Cuando esté completa, podrás matarme.
   Así pues, el joven aguardó. Transcurrieron varios meses y Zenkai seguía excavando. El joven se cansó de no hacer nada y fue a ayudarle. Tras prestarle ayuda durante más de un año, llegó a admirar su fuerte voluntad y su carácter.
   Por fin, el túnel estuvo terminado: medía 635 metros de largo, 6 de alto y 9,5 de ancho. La gente pudo usarlo y viajar con seguridad.
   —Ahora, córtame la cabeza —dijo Zenkai—. He terminado mi obra.
   —¿Cómo podría cortar la cabeza a mi maestro? —preguntó el joven a Zenkai, con lágrimas en los ojos.




   Un gran guerrero japonés llamado Nobunaga decidió atacar al enemigo, aunque sólo contaba con la décima parte del número de hombres que tenía el otro bando. Sabía que iba a vencer, pero sus soldados lo dudaban.
   Por el camino, se detuvo en un santuario sintoísta y dijo a sus hombres:
   —Después de visitar el santuario, arrojaré una moneda. Si sale cara, ganaremos y si sale cruz, perderemos. El destino nos tiene en sus manos.
   Nobunaga entró al santuario y ofreció una plegaria silenciosa. Entonces, se reunió con sus hombres y arrojó una moneda. Salió cara. Los soldados estaban tan deseosos de luchar que ganaron rápidamente el combate.
   —Nadie puede cambiar la mano del destino —le dijo su ayudante, después de la batalla.
   Desde luego que no —dijo Nobunaga, enseñándole una moneda que en realidad eran dos pegadas y mostraba cara por ambos lados.




   Los discípulos de la escuela Tendai solían estudiar meditación antes de que el zen llegara a Japón. Cuatro de ellos, que eran amigos íntimos, se prometieron entre sí que observarían siete días de silencio.
   El primer día, todos guardaron silencio. Su meditación había empezado con buenos augurios; pero cuando anocheció y las lámparas de aceite iluminaban poco, uno de los discípulos se dirigió a un criado sin poder evitarlo:
   —Arregla esas lámparas.
   El segundo discípulo se sorprendió al oír hablar al primero.
   —No teníamos que decir una sola palabra —observó.
   —Qué estúpidos sois los dos. ¿Por qué habláis? —preguntó el tercero.
   —Yo soy el único que no ha hablado —concluyó el cuarto discípulo.


* Todos los textos fueron tomados de 101 cuentos zen - Al cuidado de Nyogen Senzaki y Paul RepsCírculo de Lectores