Tomás Borrás - caricatura de Tovar |
Confidencia del sablista
Cierta noche, lúgubre para mí porque precisaba una cantidad mínima y en mi casa me esperaban para tomar algo caliente, acudí a un amigo ricachón, de esos de doble papada de caricatura:
—Dame cinco duros; estamos en las últimas; mis niños no se han desayunado y son las siete de la tarde; no sabes el frío que pasan con esta niebla y a cuatro bajo cero…
No me dejó seguir:
—Vamos, hombre; no me vengas con lástimas; inventáis cosas que le meten a uno el corazón en un puño cuando queréis sacar dinero para juergas.
Me despidió, temeroso del que nada poseía. Y yo comprendí el juego. Sin tardanza, me fui al despacho de otro amigote:
—Oye, por favor, dame veinte duros. Tengo, abajo, en un taxi, una chica, ¿comprendes?
Sonrió feliz, chispeándose:
—Claro, comprendo, perdis.
—Me ha cogido la aventura en la calle, sin dinero, ¿y cómo va uno a…?
—Naturalmente. Toma. ¡Menuda suerte la tuya! Ya me contarás, ya me contarás, ¿eh?
Uno aprende de la vida; la vida enseña mucho. ¡Les gusta ser alcahuetes y les repugna ser administradores de Dios!
Venganza
Los peces se aguamovían en manadas de acá para allá con una mirada a un lado y otra mirada al otro lado, timoneándose con la cola bífida, lanzando borbotones de las branquias. De pronto la superficie fue perforada y, ante sus ondulaciones revueltas, curvo, el garfio enconado, pendiente de la cuerdecilla, apareció el anzuelo. El Pez Vigilante emitió un redondel de aire por la boca, el globito circuló por la linfa verdosa, los demás peces pasaron el aviso:
—¡Pescador!
Inmediatamente llegó el Servicio de Socorro. Alrededor del anzuelo con su carnaza exquisita formaron cuadro para impedir que los alevines se acercasen. El Pez Magno dictó una serie de burbujas. En su sistema morse, ordenaba:
—¡Que se presenten los dispuestos al sacrificio!
Acudían los pececillos juramentados para morir por la especie. Dentro de la caverna-taller, los operarios trabajaban en la fabricación de diminutos alfileres. El depósito contenía innúmero de ellos.
A los inmolados, hábiles cirujanos les introdujeron los alfileres en recónditos sitios, según el esquema. El cuerpo de los peces no tiene espina alguna en su ser libre y natural. Mas, para vengarse de los pescadores, antes de morder el engaño o dejarse arrastrar por la red, entre ellos se colocan las espinas artificiales, se acribillan de espinas disimuladas, inesperado horrible hallazgo de la boca y, sobre todo, de la angosta garganta humana. Después, el Pueblo de los Peces acompaña a los dispuestos al lugar del suplicio, ellos muerden o se enredan, y se dejan izar.
—Algún hombre ha de sucumbir cuando se clave el mensaje de la espina.
(Pase usted, fantasía, 1956)
¿De quién?
Al entrar en la callejuela, la luz del farol quedó atrás y mi sombra se alargó, con esos repentes que tienen, hacia adelante. Yo me quedé perplejo. ¿Mi sombra? No me había sucedido nunca que mi sombra no existiese y, en cambio, otra sombra, la de alguien, estuviese pegada a mí, que me acompañara como lo que es una sombra, la mitad impalpable de mi cuerpo. Ella, aún sin ojos, me miraba —fue mi sensación— con súplica. Era una sombra de mujer. Otra sensación: tiraba de mí.
Aquella sombra, saliendo de mis pies como todas, hizo lo que todas: estirarse o encogerse, pasar de izquierda a derecha, detrás o delante, o el revés, según la luz tomaba mi figura para proyectarla desde un lugar u otro. Nada de particular, lo de siempre. Más no sé por qué persevera en mi la idea de que la sombra de mujer me mira. ¿Para qué? Sentí la causa: tenía prisa. ¡Qué torpe! Me miraba, pidiéndome que buscase al cuerpo al que pertenecía.
En una noche que ya dejaba de ser nocturna, en inminencia del amanecer, la pobre sombra partida se unió a mí para inspirarme con la extrañeza del caso el auxilio que necesitaba. “Está bien —dije en alta voz—, veremos”. Fui con ella —sí, tiraba de mis pasos, precediéndome—a las últimas rondas de la glorieta, donde está el kiosco de la música; allí, parejas rezagadas disfrutando la lunaria que hace cándidas las imaginaciones. La sombra, afanosísima, buscaba entre los árboles, entre las sillas de diálogos mudos su sólida, su corpórea mitad, o, replegándose a mí, se refugiaba entre mis pies. La desazón de no poder ayudarla era, en mi mente, lúgubre…
Al acercarse aquel hombre joven tambaleando, como ebrio, destacado, los ojos henchidos de remordimiento, quizás de locura, mano crispada de asesino, reto en él rictus amargo, la sombra cortó se de mí y huyó rapidísima, víbora de sombra, colándose invisible en la oscuridad maciza del boscaje.
Mientras, el joven, al desgarrar el cuello de la camisa, anheloso de aire bueno, se me plantó, puños hacia mí, como si yo le hubiese acusado de algo: “¡Sí! ¡Yo la he matado!”. No le dije nada. El alba se asomó; el joven, con desprecio, se fue en zig-zag de indeciso, entre feroz y ya arrepentido.
(Circo secreto, 1959)
Delegar
El asunto era peliagudo y peligrave. Si el Parlamento llegara a entenderlo, el gobierno se iba abajo. ¿Cómo evitar que los diputados conocieran el fondo del asunto? El ministro de Habilidad Pública fue designado por el presidente para desenredar el enredo. En la sesión, esperada por los padres de la patria y por la opinión general (así se denominaba a los editoriales de los diarios), propuso nombrar una Comisión, en la que solicita sólo un puesto, a fin de ayudar a la formación del expediente y proporcionar el acceso a los datos.
Aceptada la propuesta, se eligieron sesenta y tres miembros, uno por cada partido, más el representante del Gabinete. La perspectiva de trabajar agotadoramente en el caso, y dedicarle horas y más horas abandonando lo propio, hizo que —como de costumbre— se nombrara una Subcomisión: diez expertos podían examinar los datos y presentar un informe razonado.
La Subcomisión se reunió en otro despacho de la Cámara, donde el ministro de Habilidades Públicas sugirió elegir tres ponentes para acopiar datos y expedientes, analizarlos a contrarreloj y presentar sus conclusiones a la Subcomisión. Se eligieron dos padres de la patria y el ministro, imprescindible para abrir las puertas de los archivos y exigir a los negociados cuanto pareciera útil. A los ponentes, el ministro de Habilidades los sugirió que él podría formar una carpeta con lo más sustancial y ellos ampliaran los puntos que creyeran necesarios, sin perjuicio de rechazar cuanto les parezca incompatible con su criterio.
Efectivamente, fraguó el expediente con una sentencia absolutoria. Los demás descansaban en otros la responsabilidad. El expediente individual pasó a los ponentes, de ahí a la Subcomisión, luego a la Comisión y, finalmente, a la sesión solemne. Algunos no acudieron a las convocatorias, otros estaban de viaje, los había cómplices, los había tontos, también ambiciosos enamorados de una sinecura, indiferentes que faltaron disculpándose; en las juntas, nadie conocía a fondo el asunto, la opinión pública se apasionaba por otra cosa, el tema olía a rancio…
(Rueda de colores, 1962)
Una solución
Por no faltar a la orden del Profeta, me casé con cuatro mujeres. Pero, hubo miradas de reojo, tablillas entre dos, entre tres y de una con la cara pegada a la almohada, diálogos en voz puesta a cocer en olla sin humo por el rencor, riñas y agarradas de trenzas y estropicios de trajes para que la perjudicada se presentase fea ante mí, y arañazos, lágrimas, desmayos y palo al aire contra el trasero de la perseguida.
Las repudié y las eché de casa.
Volví y me casé con cuatro mujeres, pero esta vez las fui almacenando después de cada boda, sin levantar su velo. Luego de entrar la cuarta, las reuní y les hablé: “Enteraos, huríes del paraíso de la tierra, que el Profeta —sean dichas después de su nombre las alabanzas— ha instruido al creyente para que tome cuatro veces esposa y, con ellas, forme un hogar de bendición. Mas hay que explicar lo que sucede con las cuatro. La primera es el aburrimiento del segundo mes y el tedio del tercero, por lo que el marido, al cuarto mes, la separa de sí y la aloja en la habitación más apartada. La segunda es la rencilla con la primera, la chispa de los celos, el vinagre en el plato de cuscús. La tercera esposa es la madeja enredada sin que se pueda hallar el hilo, la devanadera de los tres escándalos, la jefa de tres colas que fustigan los oídos como látigos, la avivadora de la lumbre de cólera con su soplillo. La cuarta es la que cumple el mandamiento de la obediencia en agrado y silencio, la compañera en la soledad y la meditación, la consejera en serenidad, la amorosa sabia en dulzura, la que entra y resplandece, sale y el día se oscurece, habla y canta el pájaro, calla y canta en su recuerdo el silencio, la digna, las caderas cadenciosas y olor fragante. Porque al advertir que las anteriores no sirven para esposas, ella hace lo contrario y reina”.
Eso les dije. Y, además: “Pues no conozco ni sé cómo sois, entre vosotras busco esa cuarta esposa, y con escrupulosidad mediré lo que cada una haga en días sin nubes y en noche bendita; y de cada una anotaré sus ventajas e inconvenientes, beneficios, agravios y desórdenes. Y la mejor será la mejor porque así lo haya dispuesto Quien traza los caminos como los borra. Y la paz”.
Las cuatro vigilaron las faltas de las cuatro, las cuatro se precipitaron al halago del esposo, las cuatro fueron censoras y educadoras y rivales para el bien, y superadoras de las mismas cuatro.
(Historias de coral y de jade, 1966)
La esquina
La noche, su encubridora, la mujer estaba en la esquina, rostro de colorete barato, falsas alhajas de vidrio, su mejor traje puesto, triste traje remendado que en la oscuridad parecía elegante y rico. El hombre enfrente, en la otra esquina, apoyado con negligencia en el ángulo.
—Pasa, rico, que soy muy reguapa, ven, toca —la mujer le ofrecía su cuerpo al transeúnte.
Fumaba la mujer, nítida la brasa en cada chupada, paseábase cuidadosa de no rozar el traje de su miseria oculta, único traje para ofrecer imaginarias delicias. El hombre explicó a la noche — nadie pasaba— pregonando sus gritos:
—Pasen, vengan, tengo ideas, sirvo para defender sus intereses, necesito vivir, me alquilo, aprovéchense.
—Anda, ven conmigo —la pobre venusina al presuroso, agarrándolo del brazo—. No me rechaces que te pierdes un buen ratito, que soy cariñosa.
Iba hacia el otro lado el señorón orondo de las carrillada satisfecha.
El hombre se le acercó:
—Tengo bastante cultura, sé dónde están los conceptos en la enciclopedia, soy joven, soy valiente, sirvo. Alquíleme. Le obedeceré sus maniobras. No pido mucho. Venga, anímese. Intelectual de primera. Obras, artículos, campañas, polémicas de encargo.
—Una hembra de primera te llevarías, tonto, no digas que no. Tiéntate la cartera, la casa está cerquita.
—Poco sueldo, dispuesto a todo, rapidez, discreción, fidelidad, cinco hijos, familia numerosa, mil competidores, apuro, buen estilo, buena pluma, usted que posee tanto utilice a los que servimos sin rechistar. Estamos entregados.
La noche, el punto enrojecido del cigarrillo, el farol pálido en la esquina. El hombre acosaba al señorón de mofletes rojirrobustos.
—Galán, no me desprecies, huele, en tu vida vas a encontrar otra más limpia.
—En su vida hallará muchos como yo, todos dispuestos a vivir y a roernos por dentro, por fuera resignados. Yo soy pura inteligencia. Vea qué espaldas tengo, me inclino y sirvo de pedestal. Por unas migajas de su banquete, puede tener este cerebro, ¿quiere ver mi literatura, llamémosla así?
Noche, automóviles raudos, pasos con eco en las losas de la acera, frío, el hombre sin abrigo regresado, desairado, a su esquina, la hembra ojo avizor en la suya. El peso del pesar, el desaliento, el vacío.
(Agua salada en agua dulce, 1969)
Best Seller
Loluchi, bien apretada contra el fulanito de turno, enlazados brazo y brazo, apresante el del conquistador; Loluchi la hechicera muñequita, bombón, diablillo y encantín —según el vocabulario del lugar— se detenían ante el kiosco bien iluminado, con su periodiquismo casi a cero, aunque con sus libros —¡atención!—, en fila ante las miradas.
—Oye, fíjate, riquín; monono, feote, pucho —vocabulario del lugar—, ¿por qué no me compras un librito? No sé dormirme si no leo. Además, tengo tanta afición… ¡como estoy sola!
—¿Pero es que vas a dormir? —y le ofrece el raptor una mirada de corderillo picaresco.
—¡Hombre, para cuando te vayas! ¡Como estoy tan sola! ¡Y le tengo tanta afición a leer! Es que me pirro y, si no leo, me aburro. Mira, aquél. ¡Qué título tan interesante! “Celosa y sanguinaria”. Dame ese gusto, pocholote.
Pocholo en aumentativo piensa: “¡Qué culta es esta Loluchi!”. Se desabrocha el gabán. Funciona la cartera.
—¿Cuánto?
—Quinientas. Son dos tomos. Y nada más.
Sólo, sí, que al atardecer siguiente, cuando la pipilita ingresa a cumplir su obligación en el “Night”, oficina donde profesó, cede a las manos del kiosquero el envuelto paquetito. Y el vendedor le entrega trescientas pesetas. Y ella se mete en el “Night” a justificar sus ocho horas de jornada. Chica formal y seria.
Contabilidad de hormiga: trescientas pesetas multiplicadas por trescientos cincuenta días son una cantidad algo así como respetable. Un buen plus. Entonces: ¿qué libro se ha vendido —¡un solo volumen!— trescientos cincuenta veces cada año?
(Agua salada en agua dulce, 1969)