Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

domingo, 19 de marzo de 2023

336. Ellas escriben minicuentos XI

Mujer con sombrero - Marc Chagall






Celebramos el Mes internacional de la mujer con nuestra tradicional muestra de las minificciones que ellas escriben.







Cuento apocalíptico
   Adriana Alarco (Perú)

   El ordenador no se cierra. El botón suprimir no obedece. Pruebo autorrecuperación y aparezco reflejada en la pantalla. He entrado en el programa. Aprieto eliminar. ¡Mi imagen está desapareciendo del ordenador! Ya no soy, ya no existo, estoy desvaneciéndome. No tengo cuerpo ni original ni copia ni plantilla personal ni...


En la oficina de objetos perdidos
   Paz Monserrat Revillo (España)

   Lleva dos días en la oficina de objetos perdidos del Metro. A su lado, un paraguas, un reloj, un móvil y un sombrero mexicano. Mueve sus extremidades nervudas tras el cristal. Sus ojos traslúcidos y tersos aún brillan con la esperanza de que alguna de las muchas criaturas pálidas como larvas que pueblan por las noches la Barcelona subterránea le perdone la terrible imprudencia de haberse demorado hasta la madrugada, y acuda urgentemente a rescatarlo.
(Mar de pirañas. Nuevas voces del microrrelato español. Fernando Valls, editor)


Quietud 

    El triciclo estaba estacionado en el balcón de la casa de los abuelos. Dormía tranquilo durante un día, dos, diez, esperando que la nena viniera a visitarlos y como siempre lo buscara y lo llevara a pasear, aunque más no fuera de un extremo a otro del balcón.
    Nadie sabía cuándo terminaría el encierro y se abrirían las puertas de la calle, de las plazas, de las escuelas.
    Había que quedarse en casa hasta que avisaran que el enemigo invisible se había ido asustado por las risas de los chicos y los aplausos de todas las noches.
    La calesita de la plaza también dormía, y las hamacas, los toboganes y los ábacos enormes.
    No se escuchaban las voces alegres de los chicos, no la cruzaba ninguna persona en diagonal para llegar más rápido. La plaza tenía la reja cerrada con un candado junto a un cartel que decía “Este espacio permanecerá cerrado”. Menos mal que las palomas y los otros pájaros podían volar y entrar como siempre. Sin embargo, algo los asombraba, extrañaban a los chicos que los corrían por el césped una y otra vez.
    Los árboles también estaban quietos, como embalsamados. Todo se había quedado en suspenso. Había que saber esperar pero qué difícil resultaba todo si los triciclos, las calesitas y la gente estaban tan quietos que se podía oír el silencio.


Una nevera portátil
   Almudena Grandes (España)

   Salieron a la calle a las diez y treinta y dos minutos de una mañana de junio soleada, calurosa.
   Como todos los sábados, se separaron sin despedirse ante el portal de su casa. Él fue al garaje, a recoger el coche, y ella se quedó esperando con la maleta, la nevera portátil, un cesto de paja lleno de envases con comida preparada, la jaula del canario y el perro de su marido.
   A las diez y treinta y siete miró el reloj. Su marido se estaría ajustando ya el cinturón. Aún no había tenido hijos. Él era partidario de disfrutar de la vida todavía unos años más.
   A las diez y cuarenta y dos, el coche no había salido del garaje, pero el perro se había meado en medio de la acera. Ella lo miró con repugnancia. No le gustaban los perros y no entendía por qué se retrasaba tanto su marido.
   A las diez y cuarenta y nueve empezó a sudar. Ya faltaría poco para poder freír huevos en el tejado de pizarra de la casita que tenían en la sierra. Y la caravana de ida. Y la de vuelta. Y los mosquitos. Y su suegra. Y la paella de su suegra. A ella le gustaba más la playa, pero sus preferencias no la eximían de pagar a fin de mes la mitad de cada cuota de la hipoteca. Él no daba señales de vida todavía.
   A las diez y cincuenta y tres, las salmonelas, cualquier cosa que fueran, estarían ya empezando a bailar flamenco en la mayonesa de la ensaladilla rusa. Ella decidió que no la probaría. En cuanto a su marido, parecía que se lo hubiera tragado la tierra.
   A las once en punto no había aparecido aún. A lo mejor, el coche tenía una avería. Aunque también lo habían pagado a medias, a ella le dio risa sólo de pensarlo.
   A las once y seis minutos se le ocurrió que quizás él no volviera nunca. Entonces, apiló todo su equipaje contra el portal, dejó al perro atado a un poste y se fue a El Corte Inglés. Hacía mucho tiempo que no estaba tan contenta.
(Mar de pirañas. Nuevas voces del microrrelato español. Fernando Valls, editor)


La lengua de Basilisa
   Amalia Lu Posso Figueroa (Colombia)

   No había bochinche en Quibdó que no fuera iniciado por la lengua de Basilisa. Y cuando no había nada que contar, inventaba cualquier historia, sobre cualquier persona; y cuando de vuelta alguien le contaba, sin saber, lo que ella había dicho de fulano con mengana, o de mengano con fulana, decía, muerta de risa: asunto allá, ¿vieron que lo que yo dije era puritica verdad?
(58 escritores colombianos, 2007)


El recuerdo no fue suficiente
   Carmen Amelia Pinto (Colombia)

   Llegué al pueblo la primera tarde de mayo. Pregunté por él en las primeras casas que hallé a mi paso y me dijeron que vivía lejos, solo y resignado, y que hacía más de cinco años que no venía al pueblo.  Volví a montar mi caballo y me encaminé hacia allá. Debía ir, porque a eso había venido.
   La noche comenzó a llegar y las tinieblas ponían barreras en mi camino, que mi caballo, valiente y acostumbrado, derribaba con facilidad.
   Llegué en la madrugada. Divisé su casa con las primeras luces del día: pequeña, metida entre grandes árboles, silenciosa y semidestruida. Bajé de mi caballo y toqué a la puerta. Nada. No respondieron. Entonces lo llamé por su nombre muchas veces, pero sólo recibía respuesta del eco de mis palabras.
Decidí romper la puerta para ver lo que pasaba adentro. Así lo hice, y el desconcierto y el terror se apoderaron de mi alma, porque de él sólo quedaba un esqueleto.
   Cubrí sus huesos con una sábana y me marché de allí satisfecho, porque el disparo que había hecho en la oscuridad hacía cinco años, había dado en el blanco.
(Segunda antología del cuento corto colombiano, 2007)


   Cristina Zabalaga (Bolivia)

   A 350 kilómetros a vuelo de pájaro en un ángulo de 195 grados está el sonido que despierta un sueño; el olor ácido de un recuerdo anaranjado; un anciano que acaba de entrar en un laberinto y un niño que busca la salida; una mujer que ríe en un callejón sin salida; el color azul de un paisaje infinito; un panorama visto desde lo alto de una escalera; un mapa desplegable e interminable que abre un visitante; y un diagrama de cómo llegar más rápido al final de este viaje.