Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 3 de abril de 2022

311. Sławomir Mrožek IV



El cigarrillo 

   Me encontraba como corresponsal de prensa en uno de esos países que interesan a la opinión mundial. Es decir, se me había ofrecido la oportunidad de asistir a una ejecución. Fue una como tantas y no puedo afirmar que la más interesante. Un vulgar trozo de paredón en una vulgar localidad, desconocida tanto para el condenado como para los soldados del pelotón de ejecución, a una hora cualquiera de un día cualquiera, bajo vagas condiciones meteorológicas. El condenado era un hombre joven y todos los presentes, es decir, el condenado, los soldados y yo, nos veíamos por primera vez en la vida, siendo mínima la posibilidad de que nos volviéramos a encontrar.
   El condenado, ya en el paredón, exigió un cigarrillo. Los soldados accedieron y nos sentamos todos juntos en un montón de escombros que había cerca.
   —¿Usted es corresponsal de guerra? —preguntó.
   —Cosas de la vida —contesté.
   —Entonces le diré algo.
      Las manos le temblaban y su rostro tenía un color verdoso.
   —Ellos piensan que éste es mi último cigarrillo, pero es el primero.
   A pesar de que su cara estaba cada vez más verde, su voz sonaba triunfal.
   —¿Quiere decir que usted no fue… no es fumador?
   —En la vida. Acabo de empezar.
   Y vomitó.
   Más tarde caminábamos por la senda que llevaba a la carretera.
   —Qué desperdicio de cigarrillo —dijo el sargento.
   —¿Por qué? Todo el mundo se marea con el primer cigarrillo —protesté.
   —¡Qué ‘primero’! ¿Ha visto usted sus dedos? Amarillos de nicotina. Sentía que echaría la pota del miedo y le soltó ese cuento.
   —Pero ¿para qué?
   —Para que usted no pensara mal de él.
   Y al rato añadió:
   —Uno no debería morir cuando tiene tanto miedo.

Slawomir Mrožek
Una nueva vida

   Decidí comenzar una nueva vida. Categórica e inapelablemente. Sólo quedaba una cuestión por decidir: ¿a partir de cuándo?
   La respuesta no dejaba lugar a dudas: «a partir de mañana».
   Al despertarme al día siguiente constaté que una vez más era «hoy», igual que «ayer». Puesto que había de comenzar una nueva vida a partir de mañana, no podía comenzarla hoy.
   «No importa —pensé—. Mañana será también mañana». Y pasé tranquilamente el día a la antigua. No sólo sin remordimientos de conciencia, sino lleno de buenos sentimientos y reconfortante esperanza.
   Pero, por desgracia, el día siguiente era de nuevo hoy, igual que ayer y anteayer.
   «No es culpa mía —pensé— que algún demonio no pare de cambiar el mañana por el hoy. Mi decisión sea irreprochable e irrevocable. Intentémoslo una vez más, acaso el demonio se canse y mañana sea por fin mañana».
   Desgraciadamente no fue así. Seguía siendo hoy y nada más que hoy. Acabé por perder la esperanza. «Todo parece indicar que nunca llegará ese mañana —pensé—. ¿Y si comienzo la nueva vida no a partir de mañana sino a partir de hoy?».
   Sin embargo, en seguida advertí lo absurdo de semejante planteamiento. Porque si hoy se repite invariablemente desde hace tanto tiempo, tiene que ser ya muy viejo, y por tanto cualquier vida hoy también tiene que ser vieja. Una nueva vida es una nueva vida y sólo es posible si comienza de nuevo, o sea a partir de mañana, si es que ha de ser de veras nueva.
   Y me fui a dormir con la firme decisión de que a partir de mañana comenzaría una nueva vida. Porque, a pesar de todo, siempre tiene que haber un mañana.


El progreso y la tradición

   Cada año, el día de la fiesta nacional, en nuestra ciudad se organizaba un desfile. El gobernador salía al balcón y la población desfilaba abajo. Y no había problemas.
   Pero este año llegó la democracia y, con ella, empezaron los problemas.
   De hecho, a partir de ahora es la población la que debería estar en el balcón y el gobernador el que debería desfilar abajo. Pero no podía, porque había dejado de ser gobernador y formaba parte de la población. Así que surgió el problema de quién había de desfilar frente a la población.
   De acuerdo con los principios de la democracia, la población debería desfilar frente a sí misma. Pero ¿cómo hacerlo? Sólo mediante una representación. De modo que se acordó que desfilarían los diputados del Parlamento, es decir los representantes de la población democráticamente elegidos.
   Pero el balcón resultó ser demasiado pequeño para poder contener a la población. Así que se decidió colocar a los representantes en el balcón y a la población abajo. Al fin y al cabo, si los representantes representan a la población, da igual que la población desfile frente a los representantes o que los representantes lo hagan frente a la población.
   Llegó el día de la fiesta. Los representantes de la población se pusieron en el balcón. Aquellos que no habían logrado abrirse paso a empujones hasta situarse en la primera fila se amontonaban en la puerta, y unos cuantos, de brazos excepcionalmente fuertes, colgaban de los lados. Empezó el desfile.
   Y todo habría ido bien si no se hubiese hundido el balcón. Ya que estaba podrido. Antes aguantaba, porque sólo subía a él el gobernador; pero, cuando llegó la democracia, se hundió.
   No se puede negar que los cambios han llegado. Pero también continúa la tradición. Pues igual que no había dinero antes, tampoco lo hay ahora. Lo que pasa es que antes bastaba con apuntalar el balcón con cualquier cosa y ahora hay que construir uno nuevo.


El ordenador de la salud

   De acuerdo con el consejo del médico, me compré un ordenador portátil de diagnóstico. Bastaba con conectarse a él y apretar unos botones para que del ordenador saliera un papelito con la valoración actual de mi estado de salud y de mi potencial existencial.
   Me llevé el ordenador a casa, lo conecté y apreté los botones. Del ordenador salió un papelito: «¿Qué hace ese payaso todavía ahí?».
   Adiviné que se trataba de mí, y no me gustó la forma en que se me dirigía. Llevé el ordenador a la tienda.
   —¿No tiene otro mejor educado que éste? —pregunté al vendedor.
   —No se sorprenda, es un instrumento muy sensible. No es de extrañar que en casos desesperados reaccione sobrecargando la red.
   —Es igual, no me gusta que me ofendan. ¿No puede ajustado un poco?
   Pero lo único que conseguí fue que el ordenador se volviese irónico. El siguiente papelito con el diagnóstico decía: «¿Aún estás vivo?».
   —Pedí que lo ajustaran —volví a reclamar en la tienda.
   —Ya no se puede más —declaró el vendedor—. Apreté el tornillo hasta el tope.
   —¿Y si se le da con un martillo...?
   —Lo intentaré.
   —¿A mí me quieres dar con un martillo, cadáver? —me espetó el ordenador.
   Tiré el ordenador y me compré un espejo. Barato y fácil de manejar, siempre dirá si estoy sonrosado o pálido. Y, sobre todo, no insulta.


El caballo

   —Me quedo con éste —dijo el comprador en inglés, señalando al semental.
   —Dice que se queda con éste —traduje al director de la caballeriza, de acuerdo con mi papel de intérprete.
   —Imposible, ya está vendido.
   —Mentira, no estoy vendido —dijo el caballo en nuestra lengua.
   —¿Qué ha dicho? —preguntó el comprador.
   —No importa —dijo el director—. A veces desvaría.
   —O éste o ninguno —se obstinó el americano—. Es un hermoso caballo y además sabe hablar.
   El director de la caballeriza me llevó aparte.
   —Éste en concreto no lo puedo vender, porque no es un caballo.
   —¿Y qué es entonces?
   —Dos agentes del servicio secreto de los tiempos de antes de la Revolución, disfrazados de caballo. Cada vez que nuestro Generalísimo quería dar un paseo a caballo, los montaba a ellos, es decir a él. Protección personal.
   —¿Y qué es lo que hacen aquí todavía?
   —Se esconden. Verá: ahora, después de la Revolución, los agentes de los servicios secretos no tienen la vida fácil.
   Mientras tanto el caballo-no-caballo se había acercado a nosotros.
   —No sea gilipollas —le dijo al director—. Para nosotros es la única oportunidad de llegar a América.
   —¿Este caballo habla también en rumano? —preguntó el americano, acercándose a nuestro grupo.
   —No, sólo en polaco. ¿Por qué lo pregunta? 
   —Soy representante de una organización que ayuda económicamente a los países de la Europa del Este. Este caballo lo enviaremos a Rumanía como semental para mejorar la raza.
   —Entonces muchas gracias —dijo el caballo y se alejó.
   —¿Qué ha dicho? —me preguntó el americano.
   —Que vuelve en seguida —mentí. Al fin y al cabo, son asuntos nuestros.


Una transacción

   Estando de viaje por el país, me detuve en una ciudad guarnición para comer. De pronto, entró en el restaurante un teniente del Ejército Imperial y se me acercó. 
   —¿Quiere comprar un tanque? —preguntó.
   —¿Dónde está? 
   —Ahí fuera. 
   —¿Puedo verlo? 
   —Konieshno ["Desde luego", en ruso]. 
   Salimos del restaurante. El tanque estaba en la calle. 
   —¿Cuánto pide por él? 
   Mencionó una cantidad ridícula. 
   —Le doy el doble, pero a condición de que me lo lleve a Moscú. Dentro de poco estaré allí haciendo turismo y lo recogeré. 
   —¿Y no puede hacerlo ahora? 
   —No, estoy de viaje y voy en coche. En Moscú será otra cosa. 
   Se entristeció. 
   —Moscú queda lejos… Y hay que pasar la frontera…
   —Pero le pago el doble, la mitad ahora y el resto en Moscú. 
   Suspiró. 
   —No estaría mal tomar algo antes de ponerme en camino…
   Le invité a una cerveza, después de lo cual subió al tanque y se alejó hacia el este, en dirección a su patria. 
   Está claro que no pienso ir a Moscú. De hecho, no necesito un tanque para nada.


Revolución

   En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
   Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
   Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.
   Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.
   Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
   La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.
   Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
   Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
   Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.
   Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
   Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
   Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
   De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.
   Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
   Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.