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domingo, 12 de agosto de 2018

216. Enseñaron nuestros maestros...: Cuentos de rabinos I





El césar y el sabio judío

   Dijo el césar a R. Yehosúa b. Hananyah:
   —Deseo ver a tu Dios.
   —Es imposible.
   R. Yehosúa puso al césar de cara al sol durante el mes de Tamuz [verano], y le dijo:
   —Míralo.
   —No puedo mirarlo.
   —Pues si al sol, que es uno de los sirvientes del Santo, bendito sea, dices: «No puedo mirarlo», con mayor razón no podrás contemplar la Gloria divina.




Castigo de Dios

   Dijo la hija del césar a R. Yehosúa b. Hananyah:
   —Ya que tu rey es un constructor, pues está escrito: «Construyes en las aguas tus altos aposentos» (Sal 104,3), pídele que me haga una tienda.
   Pidió el sabio que ella se volviera leprosa y la llevó al mercado de Roma, pues a todo el que era alcanzado por la lepra lo llevaban al mercado, lo ponían en una tienda y lo dejaban escondido.
Un día pasaba por ahí R. Yehosúa, y ella le dijo:
   —Pide a tu Dios que me quite lo que me ha dado.
   —Nuestro Dios da, pero nunca quita —repuso él.


El rico, el pobre y la sabiduría

   Una matrona preguntó a R. Yehosúa b. Hananyah:
   —¿Qué quiere decir el versículo «dará sabiduría a los sabios» (Dn 2,21)? ¿No debería ser «Él añadirá»? Yo creo que no hay que leer al pie de la letra, sino «él dará sabiduría, aunque no a los sabios».
   —Si vinieran a tu casa dos hombres para que les prestaras, uno de ellos rico y el otro pobre, ¿a cuál de los dos prestarías?
   —Al rico —respondió la matrona.
   —¿Por qué?
   —Porque si el rico perdiera mi dinero, siempre tendría de dónde pagarme; pero, si lo perdiera el pobre, ¿de dónde me iba a pagar?
   —¡Oigan tus oídos lo que dice tu boca! Del mismo modo, si el Santo, bendito sea, diera la Torah a los ignorantes, éstos se sentarían a meditar sobre ella en los circos y en los baños. Pero los sabios se sientan y meditan sobre ella en las sinagogas.


El piadoso y el general

   Cierta vez, un piadoso se encontraba rezando en un camino. Pasó un gobernador y le saludó, pero el piadoso no le respondió. El gobernador le esperó hasta que teminó su oración y, entonces, le dijo:
   —Esté escrito en vuestra Torah: «Sólo que guárdate y ten mucho cuidado de ti» (Dt 4,9). Si yo te cortara la cabeza, ¿quién reclamaría tu sangre?
   —Si estando ante un rey de carne y hueso, te saluda un amigo, ¿le responderías?
   —¡No!
   —Si respondieras, ¿qué te harían?
   —Me cortarían la cabeza —dijo el gobernador.
   —Pues si tú hicieras eso ante un rey de carne y hueso, que hoy está aquí y mañana en la tumba, yo, que estoy ante un Rey, que es Rey de Reyes, cuyo nombre es Vida y Eternidad por los siglos de los siglos, con mucho mayor motivo obraré así.


El césar y el Dios

   Dijo el césar a Rabbán Gamaliel:
   —Vuestro Dios es un ladrón, porque está escrito: «Yahveh ’Elohim infundió un sopor sobre el hombre, que se durmió; entonces, le tomó una de sus costillas» (Gn 2,21).
   Pero fue la hija del césar la que se adelantó a responder:
   —Padre, padre: dame un capitán.
   —¿Para qué? —preguntó el césar.
   —Nos han robado una jarra de arcilla y nos han dejado en su lugar otra de oro.
   —¡Ojalá, hija mía, vinieran a nuestra casa, todos los días, ladrones de esos!
   —¿Y no es bueno para Adán —dijo ella— que le quitaran una costilla y le devolvieran una criatura completa? Pues, a cambio de la costilla que le quitó, le dio una mujer y una sierva. ¿Cómo puede a un ladrón ocurrírsele devolver eso?
   —Tendría que haberle quitado —insistió el césar— la costilla, estando Adán despierto; ¿por qué se la quitó valiéndose del sueño?
   —Porque, si lo hubiera hecho así, ella le habría resultado repugnante. ¿O es que no ves que si dejas un trozo de carne bajo tu axila no puedes comerla? Y como eso al alma del hombre le resulta repugnante, el Santo, bendito sea, se la quitó en sueños.


Los hijos de R. Yismael 

   La hija y el hijo de R. Yismael fueron hechos esclavos por dos hombres. Uno de ellos dijo al otro:
   —Tengo un esclavo de una belleza sin par en todo el mundo. 
   —Pues yo —respondió el otro— tengo una esclava de belleza sin igual en todo el mundo; ea, casémoslos y repartámonos sus hijos. 
   Introdujeron al muchacho junto a su hermana; él no la reconoció ni tampoco ella le reconoció a él. Él se sentó en un rincón de la habitación y ella en el otro. Él se decía: «¿Cómo vaya casarme con una esclava siendo yo hijo de sacerdote?». Y ella se decía: «¿Cómo voy a casarme con un esclavo, siendo yo hija de sacerdote?». Y los dos pasaron toda la noche llorando. Cuanto más fuerte era el llanto de él, más aumentaba el de ella. Hasta que por fin él le preguntó:
   —Muchacha, ¿por quién lloras? 
   —Desciendo —contestó ella— de gente grande y poderosa, y no nos está permitido casamos con esclavos, ni mezclamos con ellos. ¡Ay, si me viera mi padre dónde estoy esta noche!
   —¿Quién es tu padre? —preguntó el muchacho. 
   —Es uno de los grandes de Israel y de Jerusalén —respondió ella.
   —También yo —añadió él— soy de Jerusalén. Dime quién es tu padre. 
   Ella respondió: 
   —Yismael, el sacerdote. 
   —¡Hermana mía! —exclamó él—. Tú eres mi hermana, hija de mi padre y de mi madre.
   Se arrojaron a los brazos y, tanto lloraron, que murieron de pena. 


Un rey pagano honra a Ezequías 

   Merodak Baladan adoraba al sol: acostumbraba a comer a la hora sexta [mediodía] y dormía hasta la hora novena. Cuando el sol invirtió su curso en tiempos de Ezequías, él se durmió. Al levantarse y ver que era por la mañana del día siguiente, quiso matar a sus esclavos: 
   —Me habéis dejado dormir todo el día y toda la noche. 
   —Es un solo día, pero se ha invertido el recorrido del sol —le contestaron. 
   —¿Y quién lo ha invertido? 
   —El Dios de Ezequías. 
   —¿Es que hay un dios mayor que mi dios? 
   Al momento, envió cartas y un presente a Ezequías. ¿Qué escribió en ellas? «Paz a Ezequías, paz a su Dios y paz a Jerusalén». 
   Tan pronto como salieron los mensajeros, se puso a reflexionar sobre ello, y dijo: «No he obrado bien: antepuse el saludo a Ezequías, al saludo a su Dios». Inmediatamente se levantó de su trono, dio tres zancadas, hizo volver a los mensajeros y escribió nuevas cartas, en lugar de las anteriores. ¿Qué escribió en ellas? «Paz al Dios de Ezequías, paz a Ezequías y paz a la ciudad de Jerusalén». 
   El Santo, bendito sea, le dijo:
   —Te has levantado de tu trono y has dado tres zancadas para honrarme. Por eso, Yo haré surgir de ti tres reyes, dominadores del mundo, que gobernarán desde el uno al otro confín del mundo».
   Éstos fueron Nabucodonosor, Evil Merodak y Baltasar. Cuando surgieron y blasfemaron, el Santo, bendito sea, exterminó el último brote del mundo.