Alessandro Baricco
Siempre me ha sorprendido el asunto ese de los cuadros. Están colgados durante años, después, sin que pase nada, pero nada de nada, zas, al suelo, se caen. Están ahí, colgados del clavo, nadie les dice nada, pero ellos, en cierto momento, zas, se caen al suelo, como piedras. En el silencio más absoluto, con todo inmóvil a su alrededor, ni tan siquiera una mosca que se mueva, y ellos: zas. No hay una causa. ¿Por qué precisamente en ese instante? No se sabe. Zas. ¿Qué le ocurre a un clavo para que decida que ya no puede más? ¿Tiene él también un alma, el pobrecillo? ¿Toma decisiones? Habló largamente sobre el tema con el cuadro, estaban indecisos sobre cómo actuar, hablaban de ello todas las noches, desde hacía años. Después decidieron una fecha, una hora, un minuto, un instante, ya está, zas. O los dos lo sabían ya desde un buen principio, ya estaba todo preparado: mira, yo me largo dentro de siete años, por mí está bien, de acuerdo, pues entonces quedamos para el trece de mayo, vale, hacia las seis, pongamos las seis menos cuarto, de acuerdo, pues buenas noches, hasta entonces. Siete años después, un trece de mayo, a las seis menos cuarto: zas.
(Novecento. Barcelona: Anagrama)
La silla del Imperio
Enrique Jardiel Poncela
En el año 329, se traslada a Constantinopla la silla del Imperio. También se trasladaron otros muebles, pero la silla pesaba tanto y se cayó al suelo tantas veces, que fue el mueble al que se concedió más importancia.
Objeto imposible |
Henry Ficher
¿Es del todo inocente la soga que rompe, con tajante
restallido, el cuello de los condenados?
Isar Hasim Otazo
Algo en la naturaleza dúctil y alargada profiere una especie de voluntad maligna. Por eso los espaguetis se ensañan unos con otros en el plato y las cuerdas se enmarañan solas en sus rincones, como si quisieran estrangularse en sus propios nudos.
Más complejo es el caso de los cables. Su cubierta aislante los hace poderosos y cada vez que diferentes tipos deben compartir el mismo espacio se arma una silenciosa y tenaz batalla: el cable de electricidad, cuando siente la cercanía de un cable de red, lo ataca sin piedad, mientras que su contrincante trata de defenderse con la misma táctica ofidia de enredarse alrededor de su enemigo hasta sofocarlo.
Este conflicto, como todos, cobra víctimas inocentes: los cables del teclado y el ratón. Por ser más delgados, tratan de no tomar parte en la contienda, pero no lo pueden evitar y terminan embobinados alrededor de todos.
El resultado, por supuesto, es un embrollo atroz que los técnicos encuentran cada vez que deben meterse bajo una mesa para arreglar una computadora. Se los oye maldecir entre dientes, porque los cables no toleran que los desenreden y resisten con todas sus fuerzas.
(Historias plausibles)
Teoría de las puertas
Luis Vidales
Soy alguien dado a investigaciones científicas. Últimamente he descubierto una teoría de equilibrios.
Ante todos los sabios del mundo yo siento mi teoría de equilibrio.
Cuando una puerta se abre, la puerta equidistante, al otro lado del mundo, se cierra irremisiblemente.
Por esto —y todos lo hemos visto— de golpe, las puertas se cierran solas.
El día en que todas las puertas se abrieran a una vez, el mundo quedaría lleno de huecos y el viento se entraría en ellos y se llevaría la Tierra por los espacios ilímites…
(Suenan timbres)
Unos zapatos
Gabriel Jiménez Emán
Es la historia de un par de zapatos de cuero marrón oscuro y lustroso número 40. Mario se va a dormir frecuentemente a las 11:30 y los deja bajo la cama.
El zapato derecho espera que Mario se duerma y luego trata de despertar al zapato izquierdo, que siempre permanece inmóvil. Después camina solo por toda la habitación y, si la puerta está abierta, sale a caminar entre los árboles, a tomar el aire o a ver las estrellas. Muy pronto se aburre de andar solo y piensa en el zapato izquierdo, el perfecto compañero para sus andanzas nocturnas.
Pasan los días y el zapato derecho sigue insistiendo en despertar al zapato izquierdo y, un día, por fin, lo logra. Se explica por eso que Mario se despertara una mañana y no encontrara sus zapatos nunca más.
(Los dientes de Raquel)
Jet precolombino |
Eduardo Galeano
Un vaso lleno de caña sobre el aparador. ¿A quién espera?, ¿la boca de quién? Una vieja lo vuelve a llenar cada vez que la caña se evapora.
(Días y noches de amor y de guerra)
Los hrönir de Tlön
Jorge Luis Borges
Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las regiones más antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera lo encuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a su expectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco más largos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Parece mentira que su metódica producción cuente apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Los primeros intentos fueron estériles. El modus operandi, sin embargo, merece recordación. El director de una de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo lecho de un río había ciertos sepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran un hallazgo importante. Durante los meses que precedieron a la excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primer intento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y el pico no logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste se mantuvo secreto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto (cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron —o produjeron— una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso y mutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así se descubrió la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca... Las investigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos individuales y casi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado —los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön— exageran las aberraciones del inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los de undécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön de duodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza. La gran máscara de oro que he mencionado es un ilustre ejemplo.
Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.