Editor invitado: Eduardo Serrano Orejuela
Fragilidad de los vampiros
María Rosa Lojo
Algunas veces cazamos vampiros. No son repulsivos ni malvados como cuentan las leyendas y predicen las moralejas. Tampoco asumen formas humanas ni muerden el cuello de las mujeres hermosas para darles un placer que humilla a todos los varones mortales. No parecen fuertes y no besan con labios ni atacan con colmillos. Al contrario, son delicados como telas de araña y pequeños como luciérnagas.
Para atraparlos hay que esperar desnudos en la oscuridad y adelantar al vacío una red pálida y furiosa. El blanco de la piel o de los ojos o de los dientes, las reverberaciones lunares de la red, los marean. El olor del cuerpo sin ropas los conduce, la fantasía del cazador los abraza con ardiente silencio. Es fácil entonces asirlos entre las yemas de los dedos para devorarlos o encerrarlos en frascos transparentes. Algunos los esconden entre los vellos del pubis, otros los disuelven en jugo de adormideras para que el significado de sus sueños exceda la miseria de los días que mueren.
Otros se vuelven vampiros también ellos: criaturas de belleza incomprensible, víctimas de los nuevos cazadores que aguardan, los cuerpos irradiantes como lámparas.
(Por favor, sea breve 2. Antología de microrrelatos. Clara Obligado [ed.])
El vampiro
Aníbal Lenis
Madre gritaba a desgañitarse; padre vino a mediar, yo salí de la casa. Los vientos traían la tarde y el aire fresco; caminé sin descanso, sin tino. En la arboleda, los pájaros y las chicharras me donaron la calma. No alcancé a ver lo que proyectaba una sombra que se dirigía hacia mí y que me hizo rodar por el pasto. Tendida en el suelo, de cara al firmamento, le vi borrosamente de pie al frente mío. Con las manos abrió su inmensa capa negra y se abalanzó de inmediato sobre mí; me cubrió toda, cual una sombra hecha materia, haciéndome sentir como una pollita cubierta por las enormes alas de su protectora. Así recibí la oscuridad de su deseo desbordante, hasta que otra sombra más universal nos tapó a los dos. Tres días con sus noches estuvo aferrado a mi cuerpo, clavándome esos colmillos fluidos que con potencia devoradora me sustraían la sangre y la vida. Cuando volví a la conciencia, lívida, sin alientos, con palidez de amortajada, le busqué con ansias: se me hacía imperativo conocer al verdugo que tanto tiempo me había acariciado. Alcé entonces mi cabeza, miré en rededor, y no estaba; sólo encontré sobre mi vientre desnudo, adormilado y vencido por la violencia del sol, y con las alas abiertas abrazándome, un negro murciélago con su hocico de ratoncillo jadeante.
(Ekuóreo 7, 1980)
La última cena
Eduardo Serrano O.
Cuando el conde escuchó a Jesús decir "Bebed, esta es mi sangre", la boca se le hizo agua.
Meditación del vampiro
Hipólito G. Navarro
En el campo amanece siempre mucho más temprano.
Eso lo saben bien los mirlos.
Pero tiene que pasar un buen rato desde que surge la primera luz hasta que aparece definitivamente el sol. M anda siempre el astro en avanzadilla una difusa claridad para que vaya explorando el terreno palmo a palmo, para que le informe antes de posibles sobresaltos o altercados. Luego, cuando ya tiene constancia de que todo está en orden, tal como quedó en la tarde previa, se atreve por fin a salir. Su buen trabajo le cuesta después recoger toda la claridad que derramó primero. Por eso se ve obligado a subir tan alto o antes de caer, para que le dé tiempo a absorber toda esa luz y no dejar ninguna descarriada cuando se vuelva a hundir por el oeste.
Luego en el campo, paradójicamente, se hace de noche también muy pronto.
Los mirlos apagan sus picos naranjas y se confunden con el paisaje.
Y agradecido yo, me descuelgo y salgo.
(Ciempiés. Los microrrelatos de Quimera. Neus Rotger y Fernando Valls [eds.])
Drácula y los niños
Juan José Millás
Estaba firmando ejemplares de mi última novela en unos grandes almacenes, cuando llegó una señora con un niño en la mano derecha y mi libro en la izquierda. Me pidió que se lo dedicara mientras el niño lloraba a voz en grito.
—¿Qué le pasa? —pregunté.
—Nada, que quería que le comprara un libro de Drácula y le he dicho que es pequeño para leer esas cosas.
El niño cesó de llorar unos segundos para gritar al universo que no era pequeño y que le gustaba Drácula. Tendría 6 o 7 años, calculo yo, y al abrir la boca dejaba ver unos colmillos inquietantes, aunque todavía eran los de leche. Yo estaba un poco confuso. Pensé que a un niño que defendía su derecho a leer con tal ímpetu no se le podía negar un libro, aunque fuera de Drácula. De modo que insinúe tímidamente a la madre que se lo comprara.
—Su hijo tiene una vocación lectora impresionante. Conviene cultivarla.
—Mi hijo lo que tiene es un ramalazo psicópata que, como no se lo quitemos a tiempo, puede ser un desastre.
Me irritó que confundiera a Drácula con un psicópata y me dije que hasta ahí habíamos llegado.
—Pues si usted no le compra el libro de Drácula al niño, yo no le firmó mi novela —afirmé.
—¿Cómo que no me firma su novela? Ahora mismo voy a buscar al encargado.
Al poco volvió la señora con el encargado que me rogó que firmara el libro, pues para eso estaba allí, para firmar libros, dijo. El niño había dejado de llorar y nos miraba a su madre y a mí sin saber por quién tomar partido. La gente, al oler la sangre, se había arremolinado junto a la mesa. No quería escándalos, de modo que cogí la novela y puse: “A la idiota de asunción (así se llamaba), con el afecto de Drácula”. La mujer leyó la dedicatoria, arrancó la página, la tiró al suelo y se fue. Cuando salían, el pequeño volvió la cabeza y me guiñó un ojo de un modo extremadamente raro. Llevo varios días soñando con él. Quizás llevaba razón su madre.
(Más por menos. Antología de microrrelatos hispánicos actuales. Ángeles Encinar y Carmen Valcárcel [eds.])
Drácula
Diego Muñoz Valenzuela
El conde Drácula no soporta más el dolor de muelas y decide ir a tratarse con un especialista. Consulta la guía telefónica y disca un número tras otro, hasta ubicar un odontólogo noctámbulo. Establece una cita para la noche siguiente. Asiste. Porta gafas oscuras para ocultar sus ojos hipnóticos, inyectados de sangre. El dentista también usa lentes oscuros. Lo examina, mueve la cabeza negativamente. Anuncia que el tratamiento va a ser doloroso, que es conveniente emplear anestesia. El vampiro acepta, se deja inyectar, siente un sopor agradable, va hundiéndose en el sueño y escucha el lejano zumbido de un taladro.
Despierta. Ve su imagen en un espejo de agua, sonríe, pero su risa se transforma en una mueca grotesca, porque en el lugar donde debieran estar sus colmillos hay dos espacios sangrientos. A su lado, el odontólogo —que es el doctor Van Helsing— lo observa divertido mientras juguetea con los larguísimos colmillos, arrojándolos una y otra vez al aire, como si fuese un malabarista.
(Ángeles y verdugos. Santiago de Chile: Mosquito, 2002)