Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 21 de diciembre de 2014

121. Ajedrez III


La partida
   Juan Pedro Aparicio

   ¿Y no seremos nosotros las piezas de un tablero en una partida jugada por los dioses? “Ahora te como a Anselmo López”. Y yo, a Román Fernández. “Yo, a Julio Álvarez Cifuentes”. Así hasta completar los cientos de miles de muertos que hay cada día en el mundo, Al tiempo que van entrando en juego nuevas fichas, a las que nosotros tomamos por hijos o por nietos.
(Ciempiés. Los microrrelatos de Quimera. Neus Rotger y Fernando Valls [eds.])



El jugador de ajedrez
   Sergio Gaut Vel Hartman

   Cualquiera sabe que la de ajedrecista no es una profesión extravagante y mucho menos peligrosa. Quinientos millones de personas en el planeta Tierra están asociadas a un club de ajedrez y mil quinientos millones saben, por lo menos, las reglas básicas del juego. Pero la excepción que confirma la regla es Nemesio Fattaba, jugador oficial de la bombonería El Caballo Goloso, ya que la especialidad de la casa es un set de piezas que contiene dieciséis trebejos de chocolate oscuro y otros tantos de chocolate blanco. Nemesio juega in situ con los compradores y, si bien intenta que las partidas terminen pronto, nunca come menos de seis piezas por partida, a razón de veintinueve partidas por día. Pesa ciento setenta y ocho kilos y todo el mundo sabe de qué se va a morir.
(Brevedades. Antología argentina de cuentos re-breves. Martín Gardella [ed.])


271
   Édgar Allan García

   El día en que descubrió el engaño, no supo qué hacer. Estuvo pensando durante horas, como ajedrecista antes de una jugada clave. Por fin movió una pieza y con ella se enfrentó al rey. Él presentó pruebas a su favor y terminó acusándola de paranoica. Ella recurrió al llanto. Jugada dudosa. Dijo que se iba a matar. Jaque. Él se quedó aunque no quería. Jaque mate.
(333 Micro bios. Quito: Servicios Editoriales Alicia Rosell, 2011)


Desborde
   Rogelio Dalmaroni

   Durante siglos los peones al llegar al casillero 8 se coronaban reina.
   En abril de 1789, durante un torneo en las afueras de París, en un clima de revuelta popular, dijeron basta. Decidieron seguir siendo peones.
   El tablero fue tomado y los reyes hechos rehenes.
   El comité internacional suspendió el torneo y amenazó con eliminar a los peones del juego.
   Fue la chispa que encendió los tableros.
   En los torneos alrededor del mundo los peones exigieron la reforma y los jugadores se solidarizan con ellos.
   El comité prohibió el ajedrez.
   La rebelión se extendió como reguero de pólvora a toda Europa.
   Surgió entonces, con fuerza inusitada, un nuevo reclamo: la abolición de las coronas.
   El 14 de julio de ese año se produjo la toma de la Bastilla en París.


El rey recordaba
   Héctor Ugalde

   El rey recordaba los tiempos en que era tan sólo un pequeño peón.
   Pero eso no podía ser, ya que un peón podía coronarse en caballo, o alfil, en torre, o hasta en reina, pero en rey, no.



Gambito
   Guillermo Bustamante Z.

   El ajedrez apareció con las piezas dispuestas en el umbral del santuario. Untu —enésima generación del Gran Chamán, creador de todas las sustancias— lo tomó cuidadosamente y se encerró en el templo. Miró dentro de sí durante varios días, en perfecto ayuno. Luego, tomó los frutos del río durante una semana; más tarde, sólo los frutos de la chagra; y, finalmente, los de la selva. Salió y se dejó llenar de luz, completamente desnudo, al sol. Así, en cinco lunas, ya había descifrado el sentido del ajedrez: se trataba de un mecanismo de adivinación combinada que le permitió gobernar con sabiduría la tribu y sanar los cuerpos asediados por espíritus díscolos.
   Un día, el Gran Chamán habló en la mente de Untu: debía compartir la sabiduría que habitaba en aquel mecanismo. Entonces, Untu lo dejó —a su vez— en la puerta de un templo de la Otra Gente, la de las ciudades.
   Pero no fueron dignos del don del Gran Chamán y, al cabo de un tiempo, creyeron que se trataba de un juego.


Continuidad del tablero
   Antonio Suárez Molina
   Para Julio Cortázar

  Como en muchas leyendas, poemas e historias anteriores, dos reyes se sentaron en ésta a jugar al ajedrez, ajenos a las cruentas guerras que se libraban en sus confines. Cada uno de los monarcas era dueño de un reino. El ganador se quedaría con los dos, y el otro partiría al destierro.
   El espacio era un jardín, circundado de álamos y encinas. Desde las lejanas montañas llegaba, muy tenue, un aullido de lobos. El tablero del juego era de mármol, y las piezas figuraban siluetas guerreras. El lugar y la época son inciertos.
   “¿Y si llegamos a tablas?”, preguntó el rey azul, más sensato que su rival.
   “Tendríamos que seguir”, dijo el monarca rojo, hombre enérgico y audaz, “hasta que alguien incline su rey. Tal es lo convenido”.
   La primera partida, una Ruy López con la variante del cambio, terminó empatada luego de 44 movimientos. La segunda, una defensa Grünfeld harto compleja, arrojó, después de 87 movidas, el mismo resultado.
   Y así siguieron. Los contrincantes, tan distintos de estilo —el uno, creativo, arriesgado; el otro, posicional, sólido—, tenían un nivel de juego, por cierto alto, muy equivalente. Los dos habían aprendido desde niños, con sus tutores, esa otra forma de la guerra. Y habían consultado luego con provecho las partidas y reflexiones de Don Alfonso el Sabio, Da Vinci, Andersson e, incluso, las de aquella dama de la corte napoleónica a la que se le permitía, cuando era su turno de responder con las piezas negras, hacerlo con las blancas, para no empañar de azabache sus manos marfileñas. Y ambos eran tozudos, tercos como dos mulas nacidas en establos reales.
   Se sucedieron muchas, innumerables partidas, sin que ninguna permitiera un ganador. El sol se ponía, la luna asomaba, volvía a triunfar la mañana. Concentrados en el tablero, los rivales no se miraban, no veían en el rostro del otro, espejo de sí mismos, los estragos del tiempo. Eran ya otros los lobos del bosque. Los rosales del jardín, atentos a un incesante fluir, prodigaban nuevas flores, nuevas bellotas las encinas. El galope de un caballo interrumpió por un momento la concentración de los jugadores.
   El jinete se apeó, se acercó a la mesa de juego, y habló con cierta prepotencia: “Ya no existen los dos reinos”, dijo. “Se fusionaron en una república, que ahora vive en paz, por decisión del pueblo y de las Cortes”.
   Dicho su mensaje, el hombre partió a toda prisa, sin advertir que la distracción causada por su arribo había impedido una jugada decisiva, que el monarca rojo no vio. Después del alfil por peón torre, un espléndido sacrificio, habría seguido para el rival una larga e irremediable agonía. De cualquier modo, antes que los contendores se dignaran comentar las nuevas recibidas, la partida continuó.
   Pactado el empate, el ex rey azul, siempre el más cauto, preguntó:
   “Y ahora, ¿qué?”.
   “Alguien tiene que ganar, insisto en ello”, respondió el rojo, siempre el más audaz. “Y no es raro que una república, ejemplos sobran, vuelva a ser un reino. Es cuestión de paciencia y, así lo decía nuestro padre, de alguna sangre. Continuemos, che”.
   Era su turno de empezar, y planteó una apertura que, según muchos entendidos, conduce a tablas.
Campos de Marte Buenos Aires, Editorial La Balsa, 1965