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domingo, 5 de enero de 2014

95. Micros radiales de Inés Quintero





No es cuento, es Historia, tal es el nombre de un programa radial que se transmitió en Venezuela, entre mayo de 2007 y diciembre de 2008. El propósito era comunicar, a través de la radio, los resultados de la investigación histórica a un público amplio y diverso, procurando hacerlo de manera cordial y sencilla, a fin atraer y mantener la atención. Para ello, se comprimía, en un máximo de 1250 caracteres, un relato histórico que pudiese ser trasmitido en minuto y medio, incluyendo presentación, musicalización y efectos de sonido, sin desatender el rigor historiográfico.







El falso esclavo

   José María Guevara tenía 17 años, era pardo y de oficio zapatero. En 1818 fue detenido y sometido a prisión en la cárcel de Caracas.
   Resultó que José María, siendo un hombre libre, se hacía pasar por esclavo de Hilario Nieves, el dueño de una pulpería en la esquina del Mamey.
   El pulpero declaró que, a solicitud de José María, había redactado un papel que decía que él era su esclavo, aunque en realidad era un pardo libre.
   Petronila Guevara, la mamá de José María, manifestó a las autoridades que, por sus achaques, no podía trabajar y que su hijo era quien se ocupaba de ella, motivo por el cual le pidieron a José Hilario que hiciera ese falso papel, para que José María siguiera trabajando y pudiese mantenerla en medio de la guerra. No pensaron que en ello habría perjuicio alguno.
   El problema, precisamente, era que justo porque había una guerra, un hombre como José María era necesario para el ejército. Así que la decisión de las autoridades fue enviarlo al frente de batalla a defender la causa del Rey.


Un requerimiento

   En los inicios de la Conquista, se redactó en España un documento que debía ser leído a todos los pobladores del continente americano. Este texto se conoce con el nombre de requerimiento de Palacios Rubio.
   El gobernador de Tierra Firme lo recibió en 1526 con la orden de obligar con él a los indígenas a que admitiesen su conversión a la religión católica y aceptaran su condición de súbditos de la Corona española.
   El requerimiento empezaba explicando el hecho de la creación y como, a partir de allí, todos los habitantes de la Tierra, incluidos los indígenas, eran hijos de Dios y estaban obligados a obedecer los mandatos de la Iglesia y del Rey.
   Si no se sometían, el gobernador tenía permiso a hacerles la guerra, a tomar a sus mujeres y a sus hijos y volverlos sus esclavos, para apropiarse de todos sus bienes y a practicarles los males y daños que merecían como vasallos que no querían recibir a su Señor. El requerimiento de Palacios Rubio terminaba así: “Las muertes y daños que resulten de todo ello serán vuestra culpa y no de Su majestad, ni mía, ni de estos caballeros que conmigo vinieron”.
   Este documento era leído en español, idioma totalmente desconocido para los indígenas.


Perlas letales

   Entre las primeras riquezas que encontraron los europeos cuando llegaron a las costas de Venezuela estaban las perlas.
   Cristóbal Colón se refirió, sorprendido, a la cantidad de perlas con las que se adornaban las mujeres indígenas. En otros viajes, se ratificó la existencia de riquísimos yacimientos en Cubagua. Pero, para obtenerlas, había que sacarlas del mar. Para esta tarea, se valieron de los indígenas.
   La descripción que hace el fraile Bartolomé de las Casas es bastante elocuente: “Las perlas están en un pescado llamado ostra que se mantiene en el mar a cuatro o cinco brazas. Para pescarlas, es menester que se meta el indio bajo el agua y se mantenga sin respiración el tiempo necesario para buscar, encontrar, coger las perlas y darlas al dueño. Éste debe dejar al indio descansar y darle alimento para que se recupere de la opresión en el pecho por la falta de respiración y para que resista cuando descienda a buscar más perlas. Algunos mueren en el mar porque un pez llamado tiburón y otro nombrado marrajo se los tragan vivos y enteros”.
   En muy poco tiempo desaparecieron para siempre, junto con los ostrales de Cubagua, muchos de sus habitantes varones.


Retirada con gloria

   Cuando a Coro llegó la noticia de que en Caracas se había constituido una Junta Suprema, el Cabildo y el Comandante de armas de los corianos decidieron desconocer al gobierno de lo que hoy es la capital de Venezuela.
   Así que, en abril de 1810, la Junta en Caracas designó General del Ejército del Poniente al marqués del Toro, para que fuera a someter a los corianos. En mayo, el General y marqués del Toro, al mando de su ejército, abandonó la capital. En junio, instaló su cuartel General en Carora. Desde allí, envió numerosas comunicaciones intimidatorias a los corianos, a fin de conminarlos a deponer su actitud; de lo contrario, la ciudad sería atacada y tomada por la fuerza. Los corianos se mantuvieron inconmovibles: bajo ningún concepto reconocerían la autoridad de la Junta de Caracas.
   Después de varios meses de negociaciones infructuosas, en noviembre el marqués inició el ataque.    El 8 de diciembre informa su fracaso a la junta: el Ejército del Poniente no había sometido a los corianos. Sin embargo, la derrota tenía su lado positivo: el marqués, en su parte de guerra, se ufanaba de haber logrado la proeza de una retirada tan ordenada que quedaría inmortalizada en la gloria de la Nación.


El lento perdón

   Francisco Rodríguez del Toro, primero fue leal súbdito del Rey, después estuvo comprometido en la Independencia y, a partir de 1812, desertó del ejército patriota y se refugió en Trinidad, donde permaneció casi diez años.
   Al establecerse allí, le escribió al Rey de España para explicarle que todo lo ocurrido en Venezuela había sido una terrible equivocación y para suplicarle que, como padre benigno, tuviera compasión de su descarrío, le restituyera sus bienes y lo autorizara a regresar a Venezuela. Cinco años esperó el marqués el perdón del Rey, en Trinidad, ajeno por completo o a los trastornos de Venezuela.
   En 1819, finalmente llegó el perdón del rey… pero era demasiado tarde. Muy poco tiempo después triunfó la revolución de independencia y el marqués regresó a Venezuela como si nada. No dijo ni una palabra de sus tratos con el Rey. Por el resto de su vida se dedicó a demostrar que había sido uno de los fundadores de la nacionalidad. Y lo consiguió: tanto en vida como después de muerto, se le rindió homenaje como uno de los próceres de la Independencia.


Agresión al idioma
    Humboldt y Bonplandt entraron a Venezuela por la costa de Cumaná. Tres meses después, cuando se preparaban para seguir viaje hacia Caracas, ocurrió un violento incidente.
   El alemán y el francés estaban a la orilla del golfo de Cariaco, cuando se presentó un zambo con el torso desnudo y armado con un grueso garrote de madera. Humboldt dio un salto y se puso fuera de su alcance. Pero Bonplandt no reaccionó a tiempo, recibió un garrotazo en la sien y cayó al suelo. El hombre huyó, pero muy rápidamente fue atrapado y sometido prisión.
   Ya en la cárcel, le preguntaron al zambo el motivo de la agresión. La respuesta era sencilla: durante mucho tiempo había trabajado para un corsario de la isla de Santo Domingo, quien lo sometía a terribles maltratos. Cuando oyó a Humboldt y a Bonplandt hablar en francés, el mismo idioma de su antiguo jefe, no pudo resistir el deseo de producirles algún daño.


Sin noción del tiempo

   Una de las cosas que más le molestó al científico y fotógrafo húngaro Pal Rosti cuando vino a Venezuela fue que nadie pudiese decirle con exactitud qué hora era.
   Conoció muchos señores acomodados que no tenían reloj. “Hay pueblos en los cuales no hay ni un solo reloj”, apuntaba Rosti en su diario. “La cocinera sirve la comida cuando se acuerda; el arriero aparece cuando le provoca; y en las citas, una media hora o la hora entera, no se toma en cuenta”.
   Una vez, al preguntar qué hora era, le dijeron que las siete, cuando en realidad eran las diez. “Las fases del día no están referidas a horas exactas: la madrugada es al amanecer, a eso de las cinco; la mañanita, temprano a la salida del sol, hasta las siete o las ocho; la mañana es antes del mediodía; la tardecita, de dos a cuatro; la tarde, más o menos la hora de la merienda; y la noche, cuando está oscuro”.
   En Hungría, cualquier campesino podía decir, con una puntualidad asombrosa, la hora del día, mientras que aquí no parecían conocer ni siquiera la división del sol.
   En la cabeza del científico húngaro no cabía que la vida pudiera transcurrir con tanta tranquilidad, sin prestar atención alguna a las agujas del reloj.