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domingo, 9 de octubre de 2011

35. Jaime Alberto Vélez II


El verdadero lobo

   Si el sentido común se complace en hablar de la astucia de un animal que aúlla a sus anchas y que no se esfuerza por ocultar su pelambre oscuro, ¿cuánto más no podría decir de este otro, que carece por completo de apariencia de lobo y que ni siquiera aúlla? Conviene aclarar, ante todo, que no se trata de un lobo encubierto o disfrazado. Tampoco de un licántropo. No. En estos casos la astucia se agotaría en la simulación. El verdadero lobo, sagaz y malvado, escapa a cualquier análisis y detección. Además, la probabilidad de que existiera realmente resulta tan remota, que nadie emprende en la actualidad la investigación para descubrirlo, y mucho menos, claro está, en ciudades donde la mayoría lo considera parte de la literatura, es decir, de la imaginación. Este lobo, en consecuencia, pasa hoy por completo inadvertido, y no sería improbable que, en un alarde de astucia, viviera bajo la apariencia inofensiva de un agente vendedor de seguros. Nadie, ni él mismo, lo descubriría.


El último aullido

   El lobo llega a un lugar donde nadie lo espera. Las últimas ovejas acaban de ser llevadas al sacrificio, el cazador termina de aceitar su arma y se dispone a guardarla en el desván, y el pastor, recostado a un árbol mientras lee, lo recibe con esa expresión lejana y perdida de quien mira sin ver. Al lobo, entonces, no le queda más remedio que desaparecer, sin testigos, agobiado por una irrealidad que desde hacía poco lo cercaba.
Esta noche lanzará un débil aullido imaginario, el último quizá, cuya autenticidad nadie comprobará. Los verdaderos lobos, al fin y al cabo, sólo existen hoy en la imaginación.


Pensamientos del pastor

   El pastor creía que, en caso de que él eligiera las ovejas, el rebaño perdería su razón de ser. Para él, un rebaño se formaba con las ovejas que llegaban allí de cualquier manera, sin ninguna razón especial que lo justificara. De este modo, cualquier oveja podría desaparecer, y el rebaño permanecería inmutable. El rebaño consistía precisamente en la radical contingencia de cada oveja como tal.
   El pastor estaba persuadido de que él, y sólo él, resultaba imprescindible para la existencia del rebaño.


Una consigna infamante

   Escribía el cordero una consigna infamante contra el lobo, en un muro del redil, cuando apareció el ofendido. El cordero huyó con presteza del lugar y, acezante, dijo a los suyos que su vida había corrido mortal peligro. Lleno de calma, el viejo carnero lo apaciguó y le dijo que ni siquiera en ese instante había empezado a correr peligro, pues el lobo aún trataba de juntar las primeras letras de la consigna.


Prodigio

   Fray Wolfango de Vercelli, a imitación de Francisco de Asís, iba de pueblo en pueblo por toda la comarca asegurando que el lobo a su lado constituía una prueba palmaria de que el bien podía vencer al mal. Las gentes, maravilladas, salían a la vera del camino a contemplar cómo Fray Wolfango, obediente, seguía al lobo.


El pastor mentiroso

   Un pastor mentiroso alertó dos veces a sus conocidos y allegados para que protegieran las ovejas de la voracidad del lobo, pero nadie se inmutó siquiera. Cuando el pastor mentiroso pidió ayuda por tercera vez, todos corrieron a socorrerle, pues hasta el más desaplicado sabía de memoria lo que había sucedido en la fábula.


La virtud de la oveja

   La oveja perdona al lobo todos sus excesos. Si dejara de perdonar alguna vez, desaparecería esa virtud cultivada con esmero durante tantas generaciones, y no remediaría tampoco, de este modo, la muerte de sus congéneres. Cuando transcurre mucho tiempo sin que irrumpa el lobo, la oveja se mueve nerviosa en el rebaño, pues la ausencia de su enemigo le niega la oportunidad de mostrarse virtuosa. Lo único que no le perdonaría la oveja al lobo sería su abandono.



* Todos los textos fueron tomados de Bajo la piel del lobo, Jaime Alberto Vélez, Editorial Ministerio de Cultura, 2002