Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento. Hecha en Colombia.
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domingo, 21 de diciembre de 2025

409. Navidad III

 
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Cuento escatológico de Navidad
   Juan Yanes (España)

   Toda la familia habíamos pasado ya a mejor vida y domiciliado nuestra residencia en las Calderas de Pepe Botero, o sea, en el infierno (a excepción de tres o cuatro meapilas que se empeñaron en ir al cielo). Manteníamos, sin embargo, la costumbre de reuníamos con los que quedaba vivos de la familia a cenar el día de Navidad. Lo de cenar es un decir, porque nosotros al ser una especie de espectros, o fantasmas, o espíritus, o almas en pena, no teníamos propiamente un sistema digestivo como Dios manda, así que daba igual que comiéramos o no. Con el paso de los años habíamos perdido, además, la dentadura, con lo cual en el hipotético caso de que tuviéramos un mondongo rudimentario, no podríamos masticar nada. Nuestros deudos se afanaban en preparar unas comilonas gigantescas como si fuéramos un batallón de muertos hambriento, que luego, supongo, llevarían a algún comedor de beneficencia o a alguna ONG. Mi interés por asistir a la cena era puramente intelectual, así que procuraba sentarme junta a una sobrina mía que quitaba el hipo y la dejaba que me preguntara todo lo que le diera la gana. Por ejemplo, en la última cena me espetó:
   —Tito, ¿en el infierno hacéis el amor?
   —Pero qué cosas preguntas, criatura. En todas partes se hace lo que se puede, pero nuestra condición de occisos, o sea, de fiambres nos impone ciertas de limitaciones de tipo mecánico, que no voy a detallar, de modo tal que hacer el amor no deja de ser una forma alegórica de hablar.
   —O sea, que no hacéis el amor.
   —Ni por el forro.


Pasión navideña 
   Álvaro Ruiz de Mendarozqueta (Argentina)

   Cuando el tío Juan usaba la barba bien larga, solía hacer de Jesús en los actos del colegio y en la iglesia.
   Cuando compró un chivo para asar en Nochebuena, lo llevó al pesebre viviente.
   Cuando engordó mucho, en parte producto de su adicción al pan dulce, empezó a vestirse como Papá Noel y a reír diciendo jo jo jo.
   Cuando la barba se le puso blanca, dejó de usar la postiza; menos calor decía él.
   Cuando le explotó el corazón, aquella noche de Navidad, estaba arriba de la tía Clotilde; ella llamó a los gritos porque no podía salir.



Llamado de sangre
   Alfonso Pedraza (México)

   Nochebuena daba paso a Navidad. La tenue luz de la aurora agredía la visión de un palidísimo Santa quien, al despertar débil y sin su bolso ni gorro, se creyó con tremenda resaca. A pesar del dolor de cabeza, su memoria colocaba frente a sí, la imagen de esa linda mujer esbelta, de rostro níveo, y una linda y rosada lengüita que movía entre dos caninos prominentes.
   —Las mujeres, ¡hay!, las mujeres —decía, tocándose el cuello dolorido.
   En su oído aún sentía su aliento y esa vocecilla que decía; “tu traje me abre el apetito y mi debilidad son los hombres rubicundos”.


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Interrogante
   José Manuel Ortiz Soto (México)

   Que el viejo Santa Claus apareciera muerto, no sorprendió a nadie: la lista de quejas en su contra era enorme. “Y eso sólo en este pueblo”, dijo el Jefe de Policía en declaración a la prensa. “La pregunta es ¿qué hacía en pleno verano un tipo como él, armado hasta los dientes y con un barco repleto de mercancía china?”.


El final de la infancia
   Ginés Cutillas (España)

   En el colegio lo tenían claro: los regalos de Navidad eran cosa de los padres. Pablito decía que no, que en su casa era Papá Noel quien traía los regalos en Nochebuena. Estaba tan seguro que los apostó todos con los amigos.
   Aquella noche, agazapado tras el árbol, esperó con la pistola de su padre entre las manos a que apareciera un año más el hombre de rojo. Sonreía mientras imaginaba la cara de sus compañeros al día siguiente delante de los calcetines vacíos.


Natividad
   Patricia Nasello (Argentina)

   En Belén de Judea nace un niño.
   Dioses paganos, héroes legendarios, sirenas, centauros, valquirias, hadas, unicornios, trolls y otras maravillas, tantas, han de morir por su causa. También morirá una cantidad incontable de seres humanos, no siempre inocentes.


El príncipe heredero
   David Vivancos Allepuz (España)

   Hunde las púas del tenedor en el roscón de Reyes, corta un pedazo y se lo lleva a la boca. La institutriz lo observa, satisfecha de los progresos del pequeño que ha sabido incluso defenderse con los cubiertos del pescado. De pronto, sus dientecitos tropiezan con algo. El niño se saca de la boca un rey de porcelana embadurnado de cabello de ángel y enseña la sorpresa oculta en el roscón a la familia. Los tíos de Grecia aplauden. La madre coge la figurita, la limpia con la servilleta y se la devuelve con una sonrisa. El padre, con solemnidad impostada y reverencia incluida, ciñe la corona de cartón en la cabeza del pequeño. Todos ríen la ocurrencia. También sus hermanas y los primos. En realidad, todos lo hacen menos el hermano mayor. A él el asunto no le ha hecho ni pizca de gracia.