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Diseño: Orlando López V. |
La cólera de un particular
Anónimo chino
El rey de T’sin mandó decir al príncipe de Ngan-ling: “A cambio de tu tierra quiero darte otra diez veces más grande. Te ruego que accedas a mi demanda”. El príncipe contestó: “El rey me hace un gran honor y una oferta ventajosa. Pero he recibido mi tierra de mis antepasados príncipes y desearía conservarla hasta el fin. No puedo consentir en ese cambio”. El rey se enojó mucho, y el príncipe le mandó a T’ang Tsu de embajador. El rey le dijo: “El príncipe no ha querido cambiar su tierra por otra diez veces más grande. Si tu amo conserva su pequeño feudo, cuando yo he destruido a grandes países, es porque hasta ahora lo he considerado un hombre venerable y no me he ocupado de él. Pero si ahora rechaza su propia conveniencia, realmente se burla de mí”.
T’ang Tsu respondió: “No es eso. El príncipe quiere conservar la heredad de sus abuelos. Así le ofrecieras un territorio veinte veces, y no diez veces más grande, igualmente se negaría”.
El rey se enfureció y dijo a T’ang Tsu: “¿Sabes lo que es la cólera de un rey?”. “No”, dijo T’ang Tsu. “Son millones de cadáveres y la sangre que corre como un río en mil leguas a la redonda”, dijo el rey. T’ang Tsu preguntó entonces: “¿Sabe Vuestra Majestad lo que es la cólera de un simple particular?”. Dijo el rey: “¿La cólera de un particular? Es perder las insignias de su dignidad y marchar descalzo golpeando el suelo con la cabeza”. “No”., dijo T’ang Tsu, “esa es la cólera de un hombre mediocre, no la de un hombre de valor. Cuando un hombre de valor se ve obligado a encolerizarse, como cadáveres aquí no hay más que dos, la sangre corre apenas a cinco pasos. Y, sin embargo, China entera se viste de luto. Hoy es ese día”.
Y se levantó, desenvainando la espada.
El rey se demudó, saludó humildemente y dijo: “Maestro, vuelve a sentarte. ¿Para qué llegar a esto? He comprendido”.
El agua del Paraíso
Abu-el-Atahiyya
Harith el beduino y su esposa Nafisa, yendo de lugar en lugar, levantaban su harapienta carpa donde quiera que encontrasen palmeras datileras, hierba para alimentar a su camello, o un pozo de agua salobre. Había sido ésta su forma de vida durante muchos años, y Harith rara vez variaba su diaria ronda: cazando ratas del desierto para aprovechar sus pieles, retorciendo sogas de fibras de palma, que vendía a las caravanas que pasaban.
Un día, sin embargo, apareció un nuevo manantial en las arenas, y Harith llevó un poco de esta agua a su boca. Le pareció estar probando la mismísima agua del Paraíso, pues era mucho menos sucia que la que acostumbraba a beber. A nosotros nos hubiera parecido repulsivamente salada. “Esto”, dijo, “debo llevárselo a alguien que lo apreciará”.
En consecuencia, partió hacia Bagdad, al palacio de Harún al-Raschid, viajando sin detenerse más que para mascar unos pocos dátiles. Harith llevó consigo dos cueros llenos de agua: uno para él, el otro para el Califa.
Días después llegó a Bagdad, y se dirigió directamente al palacio. Los guardias escucharon su historia y, sólo porque así estaba dispuesto, lo admitieron en la audiencia pública de Harún.
“Comendador de los Creyentes”, dijo Harith, “soy un pobre beduino y conozco todas las aguas del desierto, aunque sepa poco de otras cosas. Acabo de descubrir este agua del Paraíso, y considerándola un regalo digno de ti, he venido enseguida a ofrendártela”.
Harún el Íntegro probó el agua, y como comprendía a su gente, ordenó a los guardias que se llevaran a Harith, y que lo encerrasen por un tiempo hasta que se conociese su decisión. Luego, llamando al capitán de la guardia, le dijo: “Lo que para nosotros nada es, para él lo es todo. Por lo tanto, lleváoslo del palacio por la noche. No dejéis que vea el poderoso río Tigris. Escoltadlo hasta su carpa, sin permitir que pruebe agua dulce. Dadle entonces mil piezas de oro y mi agradecimiento por su servicio. Decirle que es el guardián del Agua del Paraíso y que la administre gratuitamente, en mi nombre, a cualquier viajero”.
(Siglo IX. En: Cuentos de los derviches. Selección de Idries Shah)
El prudente chacal
Anónimo árabe
El león nada había cogido durante todo el día. De regreso a su guarida, vio de pronto en su camino una caverna. “Alguien de seguro está adentro”, pensó esperanzado, y entró. A poco, llegó el morador de esa caverna, que era un viejo chacal. En el suelo, vio dibujadas las pisadas de la fiera. “Un león vino a mi caverna, pero cómo puedo saber si aún está ahí o si ya se fue”. Tras breves reflexiones, dirigiendo la voz hacia la caverna, gritó:
—¡Oh, caverna! ¿Me oyes? ¡Ya estoy aquí!
Y se quedó callado, como si estuviese esperando una respuesta.
Momentos después volvió a llamar:
—¡Óyeme, caverna! ¡Qué sucede? ¿No te acuerdas de que me has invitado a comer, así como regrese de cacería? Si no me contestas, sigo mi camino.
El león oyó todo y pensó: “A esta estúpida caverna la ha enmudecido el miedo que le infunde mi presencia. No dejaré que me prive de mi comida. Yo contestaré en su lugar. Y, con todas sus fuerzas, lanzó gran rugido, tan fuerte que hizo estremecer la montaña. Al oírlo, el chacal salió a perderse.
(Fábula recogida por Antonio Chalita Sfair)
Ambigüedad
Cicerón (Roma)
Creso, el último rey de Lidia, se estaba preparando para invadir el territorio persa. Entonces, hizo una consulta al oráculo de Delfos, pues quería saber si el momento era propicio. El oráculo dijo: “Creso, si cruzas el río Halys (frontera entre Lidia y Persia), destruirás un gran imperio”. La respuesta se interpretó como favorable. Pero el “gran imperio” que se destruyó en aquel encuentro fue el suyo, y Lidia pasó a poder de los persas.
(Sobre la adivinación)
Al-Raschid, justiciero de amor
Anónimo árabe
Cuentan que una noche en que Harún Al-Raschid estaba acostado entre dos hermosas jóvenes que le gustaban por igual, y de las cuales una era de Medina y otra de Kufa, no quería expresar con terminación final su preferencia por una en detrimento de la otra. Debía, pues, alcanzar tal premio la que hiciera más méritos para ello. Así es que la esclava de Medina empezó a cogerle de las manos y se puso a acariciarle dulcemente, en tanto que la de Kufa, echada un poco más abajo, le frotaba los pies, aprovechándose de la ocasión para deslizar su mano hasta la mercancía de más arriba y sopesarla de cuando en cuando.
Bajo la influencia de este tanteo delicado, la mercancía empezó de pronto a aumentar de peso considerablemente. Entonces se apresuró a apoderarse de ella la esclava de Kufa, y atrayéndola toda hacia sí, la ocultó entre sus manos; pero la esclava de Medina, le dijo: “¡Ya veo que guardas el capital para ti sola y no piensas dejarme siquiera los intereses!” Y con un ademán rápido rechazó a su rival y se apoderó del capital a su vez, oprimiéndole cuidadosamente con las manos. Entonces la esclava defraudada, que estaba muy versada en el conocimiento de las tradiciones del Profeta, dijo a la esclava de Medina:
—Yo soy quien debo tener derecho al capital, en virtud de estas palabras del Profeta (¡con él la plegaria y la paz!): “Quien hace revivir una tierra muerta, se convierte en su único propietario”.
Pero la esclava de Medina, que no cedía la mercancía, no estaba menos versada en la Suma que su rival de Kufa, y le contestó al punto:
—El capital me pertenece en virtud de estas palabras del Profeta (¡con él la plegaria y la paz!) que nos fueron conservadas y transmitidas por Sofián: “¡La casa pertenece, no a quien la levanta, sino a quien le da alcance!”.
Cuando oyó estas citas el califa, le parecieron tan justas, que satisfizo por igual a ambas jóvenes aquella noche.
El cuento de los zorros
Niu Chiao (China)
Un día Wang vio dos zorros parados en las patas traseras y apoyados contra un árbol. Se reían como compartiendo una broma y uno de ellos tenía una hoja de papel en la mano.
Wang trató de espantarlos, pero no se movieron. Entonces disparó e hirió a uno en el ojo y se llevó el papel. En la posada, mientras contaba su aventura a los otros huéspedes, entró un señor que tenía un ojo lastimado; escuchó con interés y le pidió a Wang que le enseñara el papel. Cuando ya iba a mostrárselo, el dueño de la posada notó que el señor del ojo lastimado tenía cola. “¡Es un zorro!”, exclamó; e, inmediatamente, el señor se convirtió en un zorro y huyó.
Los zorros intentaron varias veces recuperar el papel, que estaba cubierto de signos incomprensibles; pero siempre fracasaron. Cuando Wang decidió regresar a su casa, en el camino se encontró con su familia que se dirigía a la capital. Le dijeron que él les había ordenado ese viaje, y su madre le enseñó la carta en que Wang le pedía que vendiera todas sus propiedades y se reuniera con él en la capital. Wang examinó la carta y vio que era una hoja en blanco. Aunque ya no tenían techo que los cobijara, Wang ordenó a su familia: “Regresemos”.
Un día apareció un hermano menor que todos creían muerto. Preguntó por las desgracias de la familia y Wang le contó toda la historia. Cuando Wang llegó a su aventura con los zorros, el hermano dijo: “¡Ah!, esa es la causa de todo el mal”. Wang le mostró el documento que había quitado a los zorros. Arrancándoselo, su hermano lo guardó con apuro. “Al fin he recobrado lo que buscaba”, exclamó y, convirtiéndose en zorro, se fue.
Los brahmanes y el león
Vishnú Sharma (India)
En cierto pueblo había cuatro brahmanes que eran amigos. Tres habían alcanzado el confín de cuanto los hombres pueden saber, pero les faltaba cordura. El otro desdeñaba el saber; sólo tenía cordura. Un día se reunieron. ¿De qué sirven las prendas, dijeron, si no viajamos, si no logramos el favor de los reyes, si no ganamos dinero? Ante todo, viajemos. Pero cuando habían recorrido un trecho, dijo el mayor: “Uno de nosotros, el cuarto, es un simple, que no tiene más que cordura. Sin el saber, con mera cordura, nadie obtiene el favor de los reyes. Por consiguiente, no compartiremos con él nuestras ganancias. Que se vuelva a su casa”.
El segundo dijo: “Mi inteligente amigo, careces de sabiduría. Vuelve a tu casa”.
El tercero dijo: “Ésta no es manera de proceder. Desde chicos hemos jugado juntos. Ven, mi noble amigo. Tú tendrás tu parte en nuestras ganancias”. Siguieron su camino y en un bosque hallaron los huesos de un león. Uno de ellos dijo: “Buena ocasión para ejercitar nuestros conocimientos. Aquí hay un animal muerto; resucitémoslo”. El primero dijo: “Sé componer el esqueleto”.
El segundo dijo: “Puedo suministrar la piel, la carne y la sangre”.
El tercero dijo: “Sé darle vida”.
El primero compuso el esqueleto, el segundo suministró la piel, la carne y la sangre. El tercero se disponía a infundir la vida, cuando el hombre cuerdo observó: “Es un león. Si lo resucitan, nos va a matar a todos”. El otro dijo: “Eres muy simple. No seré yo el que frustre la labor de la sabiduría”.
“En tal caso” —respondió el hombre cuerdo—, “aguarda que me suba a este árbol”.
Cuando lo hubo hecho, resucitaron al león; éste se levantó y mató a los tres. El hombre cuerdo esperó que se alejara el león, para bajar del árbol y volver a su casa.
(Panchatantra, siglo III a.C.)