Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 25 de mayo de 2025

394. Medio millón de visitas IV

Diseño: Orlando López V.


La mano
   Ramón Gómez de La Serna (España, 1888-1963)

   El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado. Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino. La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto. Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa como si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte. ¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano? Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia».
(Antología de cuentos e historias mínimas. Miguel Díez)


El expreso
   Pere Calders (España - 1919-2000)

   Nadie quería decirle a qué hora pasaría el tren. Le veían tan cargado de maletas que les daba pena explicarle que allí no había habido nunca ni vías ni estación.
(Antología de cuentos e historias mínimas. Miguel Díez)


La montaña
   Enrique Anderson Imbert (Argentina)

   El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie. —¡Papá, papá! —llamó a punto de llorar. Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía. —¡Papá, papá! El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.
(Antología de cuentos e historias mínimas. Miguel Díez)


Descubrimiento

   
   El capitán holandés Vosterloch descubre en la Tierra del Fuego unos indígenas de color azulenco que se comunican por medio de esponjas capaces de retener “el sonido y la voz articulada”.
   “De modo que cuando quieren transmitir algo o conferenciar desde lejos, hablan de cerca a una de esas esponjas, y luego las envían a sus amigos, los cuales, al recibirlas, las aprietan muy suavemente y hacen salir de ellas palabras como agua, y se enteran, por este admirable procedimiento, de todo lo que sus amigos desean”.
(Correo verdadero, 1632) Citado en Opio, de Jean Cocteau


Ejemplo del tercero privado, del cazador e de las aldeas
   Literatura medieval árabe

   E vino el tercero privado ante el rey, e fincó los hinojos ante él e dijo:
   —Señor, de las cosas, cuando el homne non para mientes en ellas, viene ende grande daño, e es atal como el enjemplo del cazador e de las aldeas.
   E dijo el rey:
   —¿Cómo fue eso?
   Dijo él:
   —Oí decir que un cazador, que andaba cazando por el monte, e falló en un árbol un emjambre, e tómola e metióla en un odre que tenía para traer su agua. E este cazador tenía un perro, e traíalo consigo; e trajo la miel a un mercader de una aldea que era cerca de aquel monte para la vender. E cuando el cazador abrió el odre para lo mostrar al tendero, e cayó de él una gota e posóse en él una abeja; e aquel tendero tenía un gato, e dio un salto en la abeja, e matóla; e el perro del cazador dió salto en el gato e matólo; e vino el dueño del gato e mató al perro; e estonces levántose el dueño del perro e mató al tendero porque le matara el perro; e estonces vinieron los de la aldea del tendero e mataron al cazador dueño del perro; e vinieron los de la aldea del cazador a los del tendero, e tomáronse unos con otros e matáronse todos, que non fincó y ninguno; e así se mataron unos con otros por una gota de miel.
   E señor, non te di este enjemplo sinon que non mates tu fijo fasta que sepas la verdat, porque non te arrepientas.


Glotonería mística
   Alexandra David Néel (Francia)

   A orillas de un río, un monje tibetano se encontró con un pescador que cocía, en una marmita, una sopa de pescados. El monje, sin decir palabra, se bebió la marmita de sopa hirviendo. El pescador le reprochó su glotonería. El monje entró en el agua y orinó: salieron los peces que había comido y se fueron nadando.
(Intriga y suspenso, 2013)


Los Tikuna pueblan la tierra
   Cultura Tikuna (Colombia)
   
   Yuche vivía desde siempre, solo en el mundo. En compañía de las perdices, los paujiles, los monos y los grillos había visto envejecer la tierra. A través de ellos se daba cuenta que el mundo vivía y que la vida era tiempo y el tiempo... muerte.
   No existía en la tierra sitio más bello que aquel donde Yuche vivía: era una pequeña choza en un claro de la selva y muy cerca de un arroyo enmarcado en playas de arena fina. Todo era tibio allí; ni el calor ni la lluvia entorpecían la placidez de aquel lugar.
   Dicen que nadie ha visto el sitio, pero todos los Tikunas esperan ir allí algún día.
   Una vez Yuche fue a bañarse al arroyo, como de costumbre. Llegó a la orilla y se fue introduciendo en el agua hasta que estuvo casi enteramente sumergido. Al lavarse la cara se inclinó hacia adelante mirándose en el espejo del agua y por primera vez notó que había envejecido.
   El verse viejo le entristeció profundamente.
   —Estoy ya viejo... y solo. ¡Oh! Si muero, la tierra quedará más sola todavía.
   Apesadumbrado, despaciosamente emprendió el regreso a su choza.
   El susurro de la selva y el canto de las aves lo embargaban ahora de infinita melancolía.
   Yendo en el camino sintió un dolor en la rodilla, como si lo hubiera picado algún insecto; no pudo darse cuenta, pero pensó que había podido ser una avispa. 
   —Es raro cómo me siento. Me acostaré tan pronto llegue.
   Siguió caminando con dificultad y al llegar a su choza se recostó, quedando dormido. Tuvo un largo sueño. Soñó que mientras más soñaba, más envejecía y más débil se ponía y que de su cuerpo agónico salían otros seres.
   Despertó muy tarde, al otro día. Quiso levantarse, pero el dolor se lo impidió. Entonces se miró la inflamada rodilla y notó que la piel se había vuelto transparente. Le pareció que algo en su interior se movía. Al acercar más los ojos vio con sorpresa que, allá en el fondo, dos minúsculos seres trabajaban; se puso a observarlos.
   Las figurillas eran un hombre y una mujer: el hombre templaba un arco y la mujer tejía un chinchorro.
   Intrigado, Yuche les preguntó:
   —¿Quiénes son ustedes? ¿Cómo llegaron ahí?
   Los seres levantaron la cabeza, lo miraron, pero no respondieron y siguieron trabajando.
   Al no obtener respuesta, hizo un máximo esfuerzo para ponerse de pie, pero cayó sobre la tierra. Al golpearse, la rodilla se reventó y de ella salieron los pequeños seres que empezaron a crecer rápidamente, mientras él moría.
   Cuando terminaron de crecer, Yuche murió.
   Los primeros Tikunas se quedaron por algún tiempo allí, donde tuvieron varios hijos; pero más tarde se marcharon porque querían conocer más tierras y se perdieron.
   Muchos Tikunas han buscado aquel lugar, pero ninguno lo ha encontrado.
(Recogido por Hugo Niño, Primitivos relatos contados otra vez, 1977)