Educación de príncipe
Los cronopios no tienen casi nunca hijos, pero si los tienen, pierden la cabeza y ocurren cosas extraordinarias. Por ejemplo, un cronopio tiene un hijo, y en seguida lo invade y maravilla y está seguro de que su hijo es el pararrayos de la hermosura y que por sus venas corre la química completa con aquí y allá islas llenas de bellas artes y poesía y urbanismo. Entonces este cronopio no puede ver a su hijo sin inclinarse profundamente ante él y decirle palabras de respetuoso homenaje.
El hijo, como es natural, lo odia minuciosamente. Cuando entra en la edad escolar, su padre lo inscribe en primero inferior y el niño está contento entre otros pequeños cronopios, famas y esperanzas. Pero se va desmejorando a medida que se acerca el mediodía, porque sabe que a la salida lo estará esperando su padre, quien al verlo levantará las manos y dirá diversas cosas, a saber:
—¡Buenas salenas cronopio cronopio, el más bueno y más crecido y más arrebolado, el más prolijo y más respetuoso y más aplicado de los hijos!
Con lo cual los famas y las esperanzas júnior se retuercen de risa en el cordón de la vereda, y el pequeño cronopio odia empecinadamente a su padre y acabará siempre por hacerle una mala jugada entre la primera comunión y el servicio militar. Pero los cronopios no sufren demasiado con eso, porque también ellos odiaban a sus padres, y hasta parecería que ese odio es otro nombre de la libertad o del vasto mundo.
(Historias de cronopios y de famas, 1962)
Eugenesia
Pasa que los cronopios no quieren tener hijos, porque lo primero que hace un cronopio recién nacido es insultar groseramente a su padre, en quien oscuramente ve la acumulación de desdichas que un día serán las suyas.
Dadas estas razones, los cronopios acuden a los famas para que fecunden a sus mujeres, cosa que los famas están siempre dispuestos a hacer por tratarse de seres libidinosos. Creen además que en esta forma irán minando la superioridad moral de los cronopios, pero se equivocan torpemente pues los cronopios educan a sus hijos a su manera, y en pocas semanas les quitan toda semejanza con los famas.
(Historias de cronopios y de famas, 1962)
Lazos de familia
Odian de tal manera a la tía Angustias que se aprovechan hasta de las vacaciones para hacérselo saber. Apenas la familia sale hacia diversos rumbos turísticos, diluvio de tarjetas postales en Agfacolor, en Kodachrome, hasta en blanco y negro si no hay otras a tiro, pero todas sin excepción recubiertas de insultos. De Rosario, de San Andrés de Giles, de Chivilcoy, de la esquina de Chacabuco y Moreno, los carteros cinco o seis veces por día a las puteadas, la tía Angustias feliz. Ella no sale nunca de su casa, le gusta quedarse en el patio, se pasa los días recibiendo las tarjetas postales y está encantada.
Modelos de tarjetas: «Salud, asquerosa, que te parta un rayo, Gustavo». «Te escupo en el tejido, Josefina». «Que el gato te seque a meadas los malvones, tu hermanita». Y así consecutivamente.
La tía Angustias se levanta temprano para atender a los carteros y darles propinas. Lee las tarjetas, admira las fotografías y vuelve a leer los saludos. De noche saca su álbum de recuerdos y va colocando con mucho cuidado la cosecha del día, de manera que se puedan ver las vistas pero también los saludos. «Pobres ángeles, cuántas postales me mandan», piensa la tía Angustias, «ésta con la vaquita, ésta con la iglesia, aquí el lago Traful, aquí el ramo de flores», mirándolas una a una enternecida y clavando alfileres en cada postal, cosa de que no vayan a salirse del álbum, aunque eso sí clavándolas siempre en las firmas, vaya a saber por qué.
(Último round, 1969)
Desayuno
Lo primero que hago al despertarme es correr al cuarto de mamá y darle los buenos días mientras la beso tiernamente en ambas mejillas.
—Buenos días, hermanito —le digo.
—Buenos días, doctor —me contesta mientras se peina.
Quizá convenga señalar desde ahora que tengo siete años y medio y que estudio solfeo cantado con mi tía Berta.
—Buenos días, sobrina —digo al entrar en la pieza donde papá empolla sus reumatismos.
—Buenos días, mi querida —dice papá.
Agrego, con fines de información, que soy un varoncito pelirrojo y sumamente desenvuelto.
Después de sus abluciones, la familia se reúne en torno al pan con manteca y al Figaro, y siempre soy el primero en dar los buenos días a mi hermano mayor que prepara ya su buena tajada de pan con dulce.
—Buenos días, mamá —le digo.
—Buenos días, Medor —me dice— ¡Cucha! —agrega con energía.
En esa forma la familia se va reuniendo para saborear el café con leche preparado por mi abuelito con su esmero habitual. Precisamente por eso no me olvido jamás de mostrarle mi agradecimiento en estas circunstancias.
—Muchas gracias, Olivia —le digo.
—Oh, de nada, hermana —contesta mi abuelito.
Estas tiernas efusiones son siempre malogradas por la intempestiva llegada del cartero con el telegrama del tío Gustavo, cultivador en Tananarive, y a mi hermano mayor le toca encargarse de la penosa lectura:
CAÑA AZÚCAR ARRUINADA TIFÓN MÓNICA STOP ¿QUÉ VA A SER DE MÍ? STOP MIERDA STOP.
El telegrama no está firmado, los de la familia nos conocemos bien.
—Era de imaginarse —dice mamá, que se ha puesto a lloriquear.
—Con ese pésimo carácter que tiene —observa el doctor.
—Chicos, cállense la boca —dice mi hermano mayor.
—Somos chicos, pero lo mismo el tío Gustavo es un pajarón —dice mi hermana.
—¡Medor, cucha! —ordena mamá.
—¿Puedo dar mi opinión? —dice Olivia.
—Pero por supuesto, abuelito —dice mi hermana.
—¿Te vas a callar sí o no? —grita mi hermano mayor.
—¿Es así como se le habla a su madre? —dice mi sobrina.
—Perdón, mamá —dice mamá.
—Hipócrita —digo yo.
—Por favor, doctor —dice mi hermano.
—Mi opinión —dice Olivia— es que el café se va a enfriar por culpa del telegrama.
—Tiene razón —dice Medor.
—Gracias, abuelito —dice mi sobrina.
—De nada, Víctor —dice Olivia.
(Último round, 1969)
Datos para entender a los perqueos
También ellos inventaron la rueda y sus robustos carros corren resonantes por el territorio de Perq. Su rueda, sin embargo, se diferencia de la nuestra en que no llegó a perfeccionar su circunferencia; en un punto cualquiera le quedó una pequeña jiba, una bastante suave protuberancia que se aparta del ritmo circular y luego vuelve a él y es como si no hubiera pasado nada, y de hecho no pasaría nada si la rueda estuviera inmóvil, pero los carros corren resonantes por el territorio de Perq y entonces usted se ha sentado en un agradable cojín de estopa y el carro arranca, recorre retumbante un metro cinco o un metro veintidós dentro de la más perfecta suavidad, y de golpe usted da su primer salto en el aire, vuelve a caer sentado, da su segundo salto, vuelve a caer sentado, y tendrá suerte si el carrero ha preferido ajustar las ruedas de manera que las cuatro jibas toquen suelo al mismo tiempo, porque saltar será casi agradable, digamos como un trote de camello, elevándose sin violencia cada tantos segundos; pero también hay carreros incoherentes en Perq, y si las jibas van cada una por su lado ocurrirá que después del primer salto usted bajará hacia el cojín de estopa en el momento en que la segunda jiba toca el suelo, y su descenso coincidirá con un nuevo salto del carro y será duro, será golpe, tal vez será desequilibrio si casi en el mismo instante otra jiba toca suelo o no toca suelo ninguna jiba, habrá bamboleo y desajuste entre cojín de estopa, usted y carro. Inútil bajarse y decirles que la rueda entre nosotros, etcétera; se quedarán mirándolos afligidos, lamentarán con palabras corteses que nuestra rueda, etcétera. Habrá que subir otra vez al carro, imposible comprender esa civilización si se rehúsa el viaje salto a salto, en el cojín de estopa o fuera de él, jibas coincidentes o sucesivas, una y luego tres, dos y dos, tres y luego una, o las cuatro consecutivamente y después un pedacito muy dulce, muy sereno de camino, algo que dura apenas el tiempo de sentirse tan bien sobre el cojín de estopa, a punto de empezar a mirar el paisaje y plaf un salto dos saltos cojín salto caída, caída con cojín que salta y encuentro a media altura (es lo peor), violento despegue de usted que sube y el cojín que baja, hueco atronador por dos, tres segundos, descenso a cojín y plaf y después nada, un pedacito muy dulce, muy sereno de camino, plaf salto.
Por lo demás eso explicaría que en Perq la visión sea siempre convulsiva. En un árbol, lo que nosotros llamamos un árbol, ellos tienden a ver por lo menos tres árboles, el árbol cojín de estopa, el árbol salto y el árbol descenso, y en realidad tienen razón cuando ven tres árboles y los definen como diferentes, porque el árbol cojín se compone de un tronco y una copa como los nuestros, el árbol salto es sobre todo copa, y el árbol descenso es sobre todo tronco, pero a los tres árboles se agregan muchos más árboles si el carrero es incoherente y las jibas, como ya se explicó, etcétera. Entonces en esa total arritmia de los saltos y los descensos puede haber ááárrrbbbooolll, y también puede haber ááárrrááárrrááábbbbbbáááooorrrlll y otras múltiples variantes. (Huelga señalar que este ejemplo tipográfico es una mera metáfora nominal destinada a mostrar la convulsión en las imágenes y, por consiguiente, sus efectos en la nomenclatura, las definiciones y en último término la historia y la cultura de los perqueos, de las que hablaremos un día si las jibas nos plaf permi plaf ten).
(Último round, 1969)
Lucas, sus largas marchas
Todo el mundo sabe que la Tierra está separada de los otros astros por una cantidad variable de años luz. Lo que pocos saben (en realidad, solamente yo) es que Margarita está separada de mí por una cantidad considerable de años caracol.
Al principio pensé que se trataba de años tortuga, pero he tenido que abandonar esa unidad de medida demasiado halagadora. Por poco que camine una tortuga, yo hubiera terminado por llegar a Margarita, pero en cambio Osvaldo, mi caracol preferido, no me deja la menor esperanza. Vaya a saber cuándo se inició la marcha que lo fue distanciando imperceptiblemente de mi zapato izquierdo, luego que lo hube orientado con extrema precisión hacia el rumbo que lo llevaría a Margarita. Repleto de lechuga fresca, cuidado y atendido amorosamente, su primer avance fue promisorio, y me dije esperanzadamente que antes de que el pino del patio sobrepasara la altura del tejado, los plateados cuernos de Osvaldo entrarían en el campo visual de Margarita pare llevarle mi mensaje simpático; entre tanto, desde aquí podía ser feliz imaginando su alegría al verlo llegar, la agitación de sus trenzas y sus brazos.
Tal vez los años luz son todos iguales, pero no los años caracol, y Osvaldo ha cesado de merecer mi confianza. No es que se detenga, pues me ha sido posible verificar por su huella argentada que prosigue su marcha y que mantiene la buena dirección, aunque esto suponga para él subir y bajar incontables paredes o atravesar íntegramente una fábrica de fideos. Pero más me cuesta a mí comprobar esa meritoria exactitud, y dos veces he sido arrestado por guardianes enfurecidos a quienes he tenido que decir las peores mentiras puesto que la verdad me hubiera valido una lluvia de trompadas. Lo triste es que Margarita, sentada en su sillón de terciopelo rosa, me espera del otro lado de la ciudad. Si en vez de Osvaldo yo me hubiera servido de los años luz, ya tendríamos nietos; pero cuando se ama larga y dulcemente, cuando se quiere llegar al término de una paulatina esperanza, es lógico que se elijan los años caracol. Es tan difícil, después de todo, decidir cuáles son las ventajas y cuales los inconvenientes de estas opciones.
(Un tal Lucas, 1979)
El soplo
Parece que el pajarito mandón —más conocido por “Dios”— sopló en el flanco del primer hombre para animarlo y darle espíritu. Si en vez del pajarito hubiera estado ahí Louis Armstrong para soplar, el hombre habría salido mucho mejor.
(“Louis, enormísimo cronopio” - 1952)