La orfandad de los pulpos
Laura Nicastro
Los pulpos poseen un cerebro central y ocho cerebros secundarios. En pruebas de laboratorio, se ha constatado su aguda capacidad de observación y rapidez de aprendizaje. Conjeturan los científicos que en pocos años competirían ventajosamente con los humanos. Pero su madre no puede transmitirles conocimiento alguno porque muere en cuanto nacen las crías. Cada generación debe formarse desde el principio (el mito de Sísifo, pero en clave evolutiva). Sin modelos, la especie no avanza.
Ahora los etólogos se explican por qué, aunque hubieran podido aprehender las conductas humanas debido a su inteligencia y meticulosa observación, jamás las imitaron. También llegaron a la conclusión de que nunca habrá pulpitos edípicos.
Cuando Maui levantó el cielo
Kari Sutherland
Hace miles de años, cuando el mundo era joven, el cielo solía colgar muy cerca del suelo. La gente tenía que caminar agachada, doblando la espalda.
Un día, Maui —gran semidiós del viento y el mar— descansaba junto a un molino cuando vio pasar a una mujer que arrastraba un balde de agua. Con cada paso, el agua se regaba, pues ella no podía mantenerlo equilibrado. “Esto es terrible”, pensó Maui, “no se puede enderezar para cargar el balde, porque el cielo está demasiado cerca de la tierra”. Entonces, miró a su alrededor y vio que toda la gente estaba limitada por la altura del cielo. “Si pudieran erguirse”, pensó, “podrían hacer muchas más cosas y no les dolería la espalda”.
Decidido a ayudarlos, Maui subió a la cima donde el pasto cepillaba el cielo. Se acostó y levantó el anzuelo con una mano, y empuñó la otra. También levantó las piernas. Entonces, empujó con todas sus fuerzas. Tres veces empujó y levantó el cielo más y más alto, hasta que estuvo suficientemente separado del suelo. La gente de la tierra se enderezó y alzó los brazos maravillada, pues ningún techo se lo impedía. A partir de entonces, la gente se mantuvo erguida y realizó sus tareas fácilmente. Algunos dicen que, de no haber sido por Maui, el cielo hubiera acabado por caer y los humanos no habrían sobrevivido.
(Moana. Un mar de aventuras)
Mi nuevo amor
Hebe Uhart
Tengo un amor nuevo y con él aprendí muchas cosas. Por ejemplo, los límites. Tantos años de ir a lo del psicoanalista para escucharlo repetir siempre: «Pero usted se tira a la pileta sin agua». A mí esa frase me producía consternación, porque una pileta sin agua es de lo más triste que hay. O si no, me decía: «Hágase valer, usted tiene una imagen muy deteriorada de sí misma, usted es inteligente, es creativa». Eso a mí me daba como un destello de valor por un momento y después me sonaba a consuelo, como cuando alguien presenta a otra persona a un tipo o una tipa impresentables y para arreglarlo dicen: «es historiador» o «viajó a Tánger», y como yo creo que lo que siento es verdadero amor, no necesito ni ser linda ni ser creativa ni viajar a Tánger: él me quiere por lo que soy. Y no le importa si soy un poco vieja, porque es como que no registrara esas cosas: para mi asombro me quiere sin condiciones. Con él aprendí la expresión de la mirada, que vale por mil palabras: no me asusta si en sus ojos veo una pizca de odio; sé que no es hacia mí como yo suponía antes, o tal vez el análisis anterior haya hecho efecto a posteriori; de pronto uno puede tener una pizca de odio en los ojos por cosas que recuerda, motivos privados. Yo sé con él cuándo debo acercarme porque no es violento para el rechazo y así —y a eso siempre lo consideré una prueba de convivencia que alabaría el analista— podemos estar cada uno en su habitación, pensando en nuestras respectivas cosas sin necesidad de perturbar preguntando «¿qué estás haciendo?» para joderse las paciencias mutuamente. Con él me ha surgido una femineidad insospechada, porque ante su sencillez —es de hábitos regulares y desea cosas simples— he depuesto toda rivalidad o competencia. Compartimos esa cualidad neutra que posee el tiempo después de cierta edad, en que no hay días terribles ni fiestas luminosas, porque los días se enlazan en el comer, dormir, trabajar y ver un poco de televisión.
Eso sí, él televisión no mira. A la noche, para separar un día de otro, nos frotamos la frente. Los únicos problemas vendrían a ser la dieta y una sola costumbre que no me gusta, porque es muy delicado en general: sólo come carne picada y se rasca las pulgas delante de la gente.
(Guiando la hiedra)
Ladrón de sábado
Consuelo Garrido
Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?». Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido —lo sabe porque los ha espiado— no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.
A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y, mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.
A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.
En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso, pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.
Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.
(Cómo se cuenta un cuento [García Márquez coord.])
Voraz
Patricia Nasello
Una mañana mi esposa cocinó empanadas santiagueñas —esas dulces, que no me gustan— yo las tomé y las arrojé al pozo.
En el patio de mi casa siempre hubo un pozo.
Alguna vez pensé que debía rellenarlo, creo.
La noche que ella se fue ahí mismo tiré las fotos del casamiento. Más un par de sacos apolillados y varias partituras de Ravel.
Esa misma noche, lo oí rugir por primera vez. Era un sonido cavernoso.
—Exige comida —pensé.
Al principio importó poco gasto. Se conformaba con las sobras. Huesos, restos de guiso. Cartas viejas, sillas fuera de uso.
Pero a medida que pasó el tiempo sus demandas no tuvieron límite.
Por atenderlo dejé de dictar clases de música, de tocar en la banda. Dejé de componer.
El piano fue su última víctima.
Mis pasos retumban en las habitaciones vacías.
Está rugiendo otra vez.
[“Segunda Mención de Honor”, Concurso de Cuento y Poesía “Franja de Honor SADE 2000”]
Vacaciones de verano
Alejandra Díaz Ortiz
—Vaya día que escogiste para venir a la playa… ¡Maldito aire!
—Es viento, mujer. Aire es lo que respiramos…
Apretó los dientes para no responder a su marido. ¿Acaso ella le corregía cuando en la cama la llamaba Marta?… Ella que se llamaba Juana, su mujer de toda la vida…
El niño al que se le murió el amigo
Ana María Matute
Una mañana, se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba. Cuando volvió, le dijo la madre:
—El amigo se murió.
—Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.
El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y que el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.
—Entra, niño, que llega el frío —dijo la madre.
Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.
(Los niños tontos, 1956)