La casa automatizada
Ray Bradbury
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina. La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante, las llamas envolvieron el cuarto.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los cielos rasos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras un altoparlante anunciaba: “¡Fuego! ¡Fuego!”.
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas, y el viento entró y avivó el fuego. La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Los surtidores de las paredes lanzaban sus duchas de lluvia mecánica. Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió lentamente y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua, que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos, estaba totalmente agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, pasando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas. Después, el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos: de los escotillones del desván salieron unas viejas caras de robots y de sus bocas de grifos brotó un líquido verde. El fuego retrocedió como un elefante ante una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde. Pero el fuego, más inteligente, mandó llamas fuera de la casa y, entrando en el desván, llegó hasta las bombas. Una explosión. El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó todas las ropas.
La casa se estremeció, revelando sus huesos de roble, su esqueleto desnudo, retorcido por el fuego, sus alambres, sus nervios, como si un cirujano le hubiera arrancado la piel.
(Crónicas marcianas)
Oficio
Juan Carlos Céspedes A.
El puñal sabe su oficio, no necesita de la mano para continuar; ahora es ella quien lo sigue, sin encontrar la forma de detenerlo.
(Muchas historias/pocas palabras)
La atención
Jorge Cadavid
En invierno, las ramas desnudas parecen dormir, pero las manzanas ya laten interiormente —con noble paciencia—, dispuestas para otra primavera.
(El bosque desnudo. Diario oculto. Común presencia editores)
John Better
Hay quienes presumen de que, a ciertas horas, las cosas adquieren movimiento: un armario que bosteza, unos inquietos zapatos que caminan por la sala o vistosos juguetes bajando de sus armarios. Pero al parecer casi siempre esto ocurre cuando todos duermen, y quienes han visto tales sucesos, prefieren quedarse callados; lo consideran un asunto íntimo, como eso de mentir o hablar solos.
La gárgola
Diego Muñoz Valenzuela
La gárgola se despereza sobre su alto refugio en la torre mayor de la basílica. Despliega sus alas impregnadas de siglos, las bate para sacudir el polvo del tiempo acumulado en los intersticios del plumaje y contempla la antigua ciudad con sus ojos de fuego. A lo lejos, se esfuman los últimos vestigios del paso del sol para dar paso a una noche cerrada. Entonces, emprende un vuelo sordo por sobre los tejados rojos y las chimeneas humeantes. Se desliza en silencio por el aire, exhalando su aliento maligno para contaminar los sueños de los niños y convertirlos en pesadillas. Sueña con glorias remotas, sepultadas en el pasado y muestra una sombra de felicidad. Se ha resignado a ese ridículo rol de fantasma nocturno. Cualquier opción es mejor que hundirse en el olvido.
(De monstruos y bellezas)
Destino fatal
Martín Gardella
Desde el principio los tiempos, fue tildada de prohibida. El hombre que se animó a acariciarla por primera vez recibió un duro castigo, aunque fue innegable que ella lo había seducido. Años más tarde, no tuvo reparos en golpear duramente la cabeza pensativa de un científico inglés, amparada por una ley hasta allí desconocida. En un juicio poco claro, la culparon de envenenamiento de una princesita blanca y de generar discordia entre las hermosas diosas griegas. Fue condenada a morir de un flechazo, ejecutada en un cantón suizo por un hábil ballestero. En el pueblo se organizó un brindis para festejar la ejecución. Su cuerpo frío fue servido en una jarra dorada, con sabor a sidra.
(Los chicos crecen)
El puñal
Jorge Luis Borges
En un cajón hay un puñal.
Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo, eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.
(Evaristo Carriego)