Mempo Giardinelli |
En 1986 fundó la revista literaria Puro Cuento, que dirigió hasta 1992.
Es autor de novelas, libros de cuentos y ensayos, y escribe regularmente en diarios y revistas de la Argentina y otros países. Ha publicado artículos, ensayos y cuentos en medios de comunicación de casi todo el mundo.
Su obra ha sido traducida a veinte idiomas y ha recibido numerosos galardones literarios en todo el mundo, entre ellos el Premio Rómulo Gallegos 1993.
Alguien del otro lado
Sueño que en un sueño me encuentro ante una luz enceguecedora que me da de lleno en los ojos. No puedo ver nada, no distingo lo que hay del otro lado. Pero sé que hay alguien.
—¿Dónde estoy? —pregunto, angustiado—. ¿Quién está ahí?
—Adivine —me responde una voz fría y superior.
Quito
Sueño que escribo un sueño que he soñado en Quito: es marzo de 1999 y paso una semana allí, invitado por una asociación de clubes de lectores. También están Rosa Montera, Marcela Serrano, Antonio Skármeta, Susanna Tamaro y Mario Monteforte Toledo. Es una experiencia preciosa y divertida, y a los postres de la cena final, en un restaurante que parece estar colgado del cielo y desde el que se ve el Pichincha como un bonete recortado en la oscuridad, comento que en estos días mi único problema ha sido la altura quiteña. Antonio, Rosa y cada uno asegura que ha sentido lo mismo: dolor de cabeza constante, taquicardia, mareos, malestar general. Cada uno ha llamado en esos días al gerente del hotel y éste al médico, y cada uno sintió en algún momento que se despedía del mundo. Intercambiamos risas y comentarios sobre los infinitos e inútiles recursos que cada uno ha intentado contra el dolor de cabeza.
Entonces advierto que sucede algo muy extraño: si en el sueño yo escribo un sueño que soñé en Quito, y a todos nos pasa lo mismo, debe ser que lo mismo han soñado mis colegas. Como a mi sueño lo estoy escribiendo en un restaurante, en un mantel de papel blanco, recorto el texto con un cuchillo y lo guardo. Pero al llegar al hotel el texto ha desaparecido, el dolor de cabeza que siento es implacable como una culpa y despierto justo cuando empiezo a sospechar que afortunadamente sólo se repetirá este sueño en otro sueño, en otro dolor de cabeza.
Libro abominable
Sueño que he escrito un libro abominable, lleno de nombres raros, acaso rulfianos: Rúsvel Gutiérrez, Apolinar Caligaris, Maiquetío Solórzano. La trama es incomprensible, el desarrollo no tiene pies ni cabeza. No se entiende nada, pero no por densidad sino por ligereza e incongruencia. Es una obra insoportablemente pretenciosa. Me avergüenzo de ella, entonces decido eliminarla. Para ello, debo quemar los papeles impresos, deletear los documentos, vaciar el disco duro. Pero no puedo hacerlo. Es como que de pronto no tengo manos, o que algo superior me lo impide. Sé que voy a despertarme en cualquier momento y ese libro abominable va a sobrevivir. Me aterra la idea, no podré soportar la mediocridad. La angustia de mi vanidad a punto de ser herida para siempre es sofocante. Me falta el aire cuando abro los ojos.
Sueño equivocado
Sueño que dos amigos discuten, durante una larga noche de empanadas y vino, sobre la concepción del Tiempo en Wells. A las cuatro de la mañana se duermen, borrachos, exhaustos, sin haber llegado a conclusiones ni acuerdos. A las ocho y media uno se levanta y despierta al otro —quien se asusta y lo insulta— para decirle que ya tiene la solución porque Wells se le apareció en su sueño y se la reveló. El otro lo mira, contrariado, y replica que eso no puede ser porque él también soñó con Wells y es obvio que Wells no pudo estar en los dos sueños.
Mientras desayunan cambian impresiones y acuerdan que, evidentemente, los dos han soñado lo mismo y a la vez. Pero enseguida reanudan la discusión cuando uno afirma que Wells se hallaba en la Biblioteca Nacional, y el otro afirma que no, que en una casa de la calle Maipú. Es entonces cuando se dan cuenta de que en realidad ninguno soñó con Wells, sino que ambos soñaron con Borges.
Cristo Redentor
Sueño con el Cristo Redentor de Río de Janeiro. Estoy arriba, en el Corcovado, y lo miro desde sus pies. Me impresiona la expresión apacible, engañosa, que tiene esa versión del rostro de Dios. Transmite una paz que nadie en esa ciudad parece sentir. Quizás por eso la enorme mole de cemento con los brazos abiertos parece decir algo así como “y qué quieren que haga con ustedes".
La paradoja, en el sueño, no se resuelve, se acentúa. El Cristo, que es Dios, de pronto da un paso, y luego otro, y otro, y desciende por la escarpada ladera, pisando la mata atlántica como Atila los campos de Francia, y destroza de un pisotón media favela Dona Marta, y en pocas zancadas cruza el Jardín Botánico, y el Hipódromo, y atraviesa la laguna y aplasta manzanas enteras, pisa automóviles, rompe todo como un King Kong enfurecido por las calles de Ipanema y de Leblón.
A su paso produce embotellamientos, suicidios en masa (miles de personas se arrojan por los balcones de los edificios más altos) y hasta desata un maremoto cuando hunde sus pies en el mar. Todo tiembla en la tierra y en las aguas mientras el Cristo Redentor se sumerge lenta, inclaudicablemente en el océano, harto, exhausto, vencido, como si le importara un bledo que el mundo entero se quede de repente sin esperanza, sin explicaciones a lo inexplicable.
La vez que Darwin pensó en suicidarse
Una noche de 1869 Charles Darwin soñó que toda la fuente del saber estaba en el catolicismo anglicano, y que la vida efectivamente había sido creada y no era producto de la evolución ni de la selección natural de las especies. Soñó que a medida que avanzaba en sus descubrimientos y perfeccionaba sus teorías, su positivismo exacerbaba el conflicto con su fe. Supo, en la penumbra onírica, que el horror que todo eso provocaba en su familia sólo desencadenaría infelicidad, acaso una tragedia. La pesadilla se hizo más horrenda cuando se vio a sí mismo comulgando en la Basílica de San Pedro, en Roma, de la mano del mismísimo Pío IX, ese Papa cuyo ministerio parecía interminable y que por esos días decretaba la infalibilidad pontificia. Sobrevolaba la escena, disfrazado de ángel, el Arzobispo de Canterbury, condenándolo.
Hacia el final del sueño, Darwin consideraba la idea del suicidio. Pero, y así lo escribió posteriormente, al despertar advirtió que su mayordomo, originario de un lejano país del hemisferio sur, tenía una irrefutable cara de mono.
Última caricia
En este sueño hay una anciana que, en su cama, ansía no cumplir cien años porque —dice— un siglo de vida es una atrocidad, un insulto a la discreción, una indecencia.
Pide el libro de su hijo, no para leerlo, porque ya no puede, sino para acariciarlo.
Alguien deposita el voluminoso tomo sobre las sábanas y entonces los dedos, resecos y duros como las patas de una gallina muerta, derrapan como garfios afilados sobre la ajada tapa de cuerina. Es una caricia leve, torpe y amorosa, casi un tropiezo imperceptible.
Aunque su rostro ya no tiene expresiones, se le adivina una leve excitación bajo los párpados cerrados, una emoción incapaz de hacerse lágrimas.
Doña Leonor se llama la vieja y vibra apenas, quizás por última vez, cuando acaricia en final despedida las obras completas de su hijo, tan famoso, Jorge Luis.
Es autor de novelas, libros de cuentos y ensayos, y escribe regularmente en diarios y revistas de la Argentina y otros países. Ha publicado artículos, ensayos y cuentos en medios de comunicación de casi todo el mundo.
Su obra ha sido traducida a veinte idiomas y ha recibido numerosos galardones literarios en todo el mundo, entre ellos el Premio Rómulo Gallegos 1993.
Alguien del otro lado
Sueño que en un sueño me encuentro ante una luz enceguecedora que me da de lleno en los ojos. No puedo ver nada, no distingo lo que hay del otro lado. Pero sé que hay alguien.
—¿Dónde estoy? —pregunto, angustiado—. ¿Quién está ahí?
—Adivine —me responde una voz fría y superior.
Quito
Sueño que escribo un sueño que he soñado en Quito: es marzo de 1999 y paso una semana allí, invitado por una asociación de clubes de lectores. También están Rosa Montera, Marcela Serrano, Antonio Skármeta, Susanna Tamaro y Mario Monteforte Toledo. Es una experiencia preciosa y divertida, y a los postres de la cena final, en un restaurante que parece estar colgado del cielo y desde el que se ve el Pichincha como un bonete recortado en la oscuridad, comento que en estos días mi único problema ha sido la altura quiteña. Antonio, Rosa y cada uno asegura que ha sentido lo mismo: dolor de cabeza constante, taquicardia, mareos, malestar general. Cada uno ha llamado en esos días al gerente del hotel y éste al médico, y cada uno sintió en algún momento que se despedía del mundo. Intercambiamos risas y comentarios sobre los infinitos e inútiles recursos que cada uno ha intentado contra el dolor de cabeza.
Entonces advierto que sucede algo muy extraño: si en el sueño yo escribo un sueño que soñé en Quito, y a todos nos pasa lo mismo, debe ser que lo mismo han soñado mis colegas. Como a mi sueño lo estoy escribiendo en un restaurante, en un mantel de papel blanco, recorto el texto con un cuchillo y lo guardo. Pero al llegar al hotel el texto ha desaparecido, el dolor de cabeza que siento es implacable como una culpa y despierto justo cuando empiezo a sospechar que afortunadamente sólo se repetirá este sueño en otro sueño, en otro dolor de cabeza.
Libro abominable
Sueño que he escrito un libro abominable, lleno de nombres raros, acaso rulfianos: Rúsvel Gutiérrez, Apolinar Caligaris, Maiquetío Solórzano. La trama es incomprensible, el desarrollo no tiene pies ni cabeza. No se entiende nada, pero no por densidad sino por ligereza e incongruencia. Es una obra insoportablemente pretenciosa. Me avergüenzo de ella, entonces decido eliminarla. Para ello, debo quemar los papeles impresos, deletear los documentos, vaciar el disco duro. Pero no puedo hacerlo. Es como que de pronto no tengo manos, o que algo superior me lo impide. Sé que voy a despertarme en cualquier momento y ese libro abominable va a sobrevivir. Me aterra la idea, no podré soportar la mediocridad. La angustia de mi vanidad a punto de ser herida para siempre es sofocante. Me falta el aire cuando abro los ojos.
Sueño equivocado
Sueño que dos amigos discuten, durante una larga noche de empanadas y vino, sobre la concepción del Tiempo en Wells. A las cuatro de la mañana se duermen, borrachos, exhaustos, sin haber llegado a conclusiones ni acuerdos. A las ocho y media uno se levanta y despierta al otro —quien se asusta y lo insulta— para decirle que ya tiene la solución porque Wells se le apareció en su sueño y se la reveló. El otro lo mira, contrariado, y replica que eso no puede ser porque él también soñó con Wells y es obvio que Wells no pudo estar en los dos sueños.
Mientras desayunan cambian impresiones y acuerdan que, evidentemente, los dos han soñado lo mismo y a la vez. Pero enseguida reanudan la discusión cuando uno afirma que Wells se hallaba en la Biblioteca Nacional, y el otro afirma que no, que en una casa de la calle Maipú. Es entonces cuando se dan cuenta de que en realidad ninguno soñó con Wells, sino que ambos soñaron con Borges.
Cristo Redentor
Sueño con el Cristo Redentor de Río de Janeiro. Estoy arriba, en el Corcovado, y lo miro desde sus pies. Me impresiona la expresión apacible, engañosa, que tiene esa versión del rostro de Dios. Transmite una paz que nadie en esa ciudad parece sentir. Quizás por eso la enorme mole de cemento con los brazos abiertos parece decir algo así como “y qué quieren que haga con ustedes".
La paradoja, en el sueño, no se resuelve, se acentúa. El Cristo, que es Dios, de pronto da un paso, y luego otro, y otro, y desciende por la escarpada ladera, pisando la mata atlántica como Atila los campos de Francia, y destroza de un pisotón media favela Dona Marta, y en pocas zancadas cruza el Jardín Botánico, y el Hipódromo, y atraviesa la laguna y aplasta manzanas enteras, pisa automóviles, rompe todo como un King Kong enfurecido por las calles de Ipanema y de Leblón.
A su paso produce embotellamientos, suicidios en masa (miles de personas se arrojan por los balcones de los edificios más altos) y hasta desata un maremoto cuando hunde sus pies en el mar. Todo tiembla en la tierra y en las aguas mientras el Cristo Redentor se sumerge lenta, inclaudicablemente en el océano, harto, exhausto, vencido, como si le importara un bledo que el mundo entero se quede de repente sin esperanza, sin explicaciones a lo inexplicable.
La vez que Darwin pensó en suicidarse
Una noche de 1869 Charles Darwin soñó que toda la fuente del saber estaba en el catolicismo anglicano, y que la vida efectivamente había sido creada y no era producto de la evolución ni de la selección natural de las especies. Soñó que a medida que avanzaba en sus descubrimientos y perfeccionaba sus teorías, su positivismo exacerbaba el conflicto con su fe. Supo, en la penumbra onírica, que el horror que todo eso provocaba en su familia sólo desencadenaría infelicidad, acaso una tragedia. La pesadilla se hizo más horrenda cuando se vio a sí mismo comulgando en la Basílica de San Pedro, en Roma, de la mano del mismísimo Pío IX, ese Papa cuyo ministerio parecía interminable y que por esos días decretaba la infalibilidad pontificia. Sobrevolaba la escena, disfrazado de ángel, el Arzobispo de Canterbury, condenándolo.
Hacia el final del sueño, Darwin consideraba la idea del suicidio. Pero, y así lo escribió posteriormente, al despertar advirtió que su mayordomo, originario de un lejano país del hemisferio sur, tenía una irrefutable cara de mono.
Última caricia
En este sueño hay una anciana que, en su cama, ansía no cumplir cien años porque —dice— un siglo de vida es una atrocidad, un insulto a la discreción, una indecencia.
Pide el libro de su hijo, no para leerlo, porque ya no puede, sino para acariciarlo.
Alguien deposita el voluminoso tomo sobre las sábanas y entonces los dedos, resecos y duros como las patas de una gallina muerta, derrapan como garfios afilados sobre la ajada tapa de cuerina. Es una caricia leve, torpe y amorosa, casi un tropiezo imperceptible.
Aunque su rostro ya no tiene expresiones, se le adivina una leve excitación bajo los párpados cerrados, una emoción incapaz de hacerse lágrimas.
Doña Leonor se llama la vieja y vibra apenas, quizás por última vez, cuando acaricia en final despedida las obras completas de su hijo, tan famoso, Jorge Luis.
*Todos los textos fueron tomados de Soñario. Buenos Aires: Edhasa, 2008