Elias Canetti, judío sefardita nacido en Bulgaria en 1905 y fallecido en Suiza en 1994, es considerado un autor clave del siglo XX y fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1981. Al margen de sus memorias y ensayos, el escritor de expresión alemana escribió miles de aforismos, sentencias y textos fragmentarios. La siguiente muestra recoge cinco textos publicados en su libro Cincuenta caracteres.
La inventada
La Inventada no ha vivido nunca, pero está ahí y se hace notar. Es muy hermosa, aunque de modo distinto para cada cual. De ella se han dado descripciones extáticas. Algunos elogian sus cabellos, otros sus ojos. Pero hay desacuerdo en cuanto al color, que va desde un brillante azul dorado hasta el negro más intenso, y eso vale también para el cabello.
La Inventada tiene distintas tallas y cualquier peso. Prometedores son sus dientes, que a menudo pone al descubierto. El pecho tan pronto se le encoge como se le hincha. Camina, se echa. Está desnuda o fabulosamente vestida. Sólo sobre su calzado existen cientos de datos diferentes.
La Inventada es inalcanzable, la Inventada se entrega fácilmente. Promete más de lo que cumple y cumple más de lo que promete. Revolotea, se queda quieta. No habla, lo que dice es inolvidable. Es descontentadiza, se dirige a cualquiera. Es sólida como la tierra, ligera como un soplo.
Parece cuestionable que la Inventada sea consciente de su importancia. También sobre eso andan a la greña sus adoradores. ¿Cómo logra que todos sepan que es ella? Claro que a la Inventada le es fácil, pero ¿habrá sido así desde el comienzo? Y, ¿quién la habrá inventado hasta hacerla inolvidable? ¿Quién la habrá difundido por la tierra habitada? ¿Quién la habrá endiosado y quién la vendería a buen precio? ¿Quién la dispersó por los desiertos de la luna antes de izar en ella su bandera? ¿Quién ocultaría un planeta en densas nubes por llevar su nombre?
La Inventada abre los ojos y jamás vuelve a cerrarlos. En las guerras, los moribundos de ambos bandos le pertenecen. Antiguamente estallaban guerras por ella, ahora no, ahora visita a los hombres en los frentes y les deja, sonriente, un retrato.
Cincuenta caracteres (el testigo oidor). Barcelona: Guadarrama, 1981.
La Autodonante
Vive de los regalos que recupera. No ha olvidado ni uno. Los conoce todos, sabe dónde están uno a uno. Escudriña cualquier lugar en su busca y siempre encuentra pretextos. Le gusta ir a casas desconocidas en las que espera hallar también algún regalo suyo. Hasta las flores marchitas reverdecen para dejarse recuperar por ella.
¡Cómo pudo hacer tantos regalos y no recuperarlos antes! Ella, que todo lo olvida, no olvida nunca un regalo y sólo tiene dificultades con los ya consumidos. Es triste que aparezca y se lo hayan comido todo. En esos casos se sienta, cavilosa y perdida, e intenta recordar qué podría haber en aquel sitio. Con disimulo, mira en derredor —persona fina— por si hubiera algo escondido. Siente especial predilección por las cocinas; una ojeada a la basura, una punzada al corazón: ahí están, las mondas de sus naranjas. ¿Cómo no las trajo más tarde? ¿Por qué no vendría antes a buscarlas?
“¡Mi tetera!”, dice, y se apodera de ella. “¡Mi bufanda! ¡Mis flores! ¡Mi blusa!”. Cuando la obsequiada lleva la blusa apuesta, le pide que le permita probársela y se va con ella, no sin antes haberse pavoneado un rato ante el espejo.
Y, ¿no espera que le hagan devoluciones espontáneamente? No, prefiere recogerlas ella misma. ¿No aprovecha para llevarse otras cosas? No, sólo le interesan sus regalos. Se encariña con ellos, los desea, le pertenecen. Pero entonces, ¿para qué los regala? Para recuperarlos, por eso los regala.
El Rondacadáveres
De tarde en tarde aparece en ciertos locales el Rondacadáveres. Hace años que se le conoce, pero no viene a menudo. Cuando no se le ha visto durante meses, se piensa en él con un leve desasosiego. Lleva siempre un maletín de compañía aérea, Air France o BEA. Parece estar continuamente de viaje, pues suele desaparecer por largas temporadas. Regresa siempre de la misma manera. Aparece y se para en el umbral, muy serio. Examina el local en busca de conocidos. Apenas lo ve a uno, se aproxima solemnemente, saluda, se queda inmóvil, enmudece y dice luego con vos quejumbrosa y algo cantarina: “¿Sabía usted que ha muerto NN?”. Uno se asusta porque no lo sabía, y él lleva puesto un traje negro, detalle que no se advierte sino después de su mensaje. “Mañana es el entierro”. Lo invita a uno al entierro, le explica dónde tendrá lugar y le imparte instrucciones detalladas y precisas. “No deje de asistir”, añade, “no se arrepentirá”.
Y luego se sienta, pide algo de beber, brinda por uno, pronuncia unas cuantas palabras, nunca dice dónde ha estado, jamás habla de sus planes, se levanta, se dirige solemnemente a la puerta, se vuelve una vez más, dice: “Mañana a las once”, y desaparece.
Así va de local en local y busca conocidos que también lo sean del difunto, procura que no sean pocos, les contagia sus apetencias fúnebres y los invita con tanta insistencia que muchos que jamás habrían pensado ir acuden por temor a su próximo mensaje, que podría afectarlos a ellos mismos.
El Perdedor
Logra que todo se le pierda. Empieza con pequeñeces. Tiene mucho que perder. ¡Hay tantos sitios donde se puede perder bien!
¡Qué de bolsillos rotos se manda hacer! ¡Y cuántos niños corren tras él en la calle: “Mister”, por aquí, “Mister”, por allá! Él sonríe contento y nunca se agacha. Procura no volver a encontrar nada. No serán muchos los que puedan correr tras él para que se agache. Lo perdido, perdido está, además, nadie le obligó a llevárselo. Pero, ¿cómo le queda tanto? ¿No se le acaban las cosas? ¿Son acaso inagotables? Lo son, pero ninguno lo entiende. Es como si tuviera una casa enorme llena de objetos pequeños y le fuera imposible deshacerse de todos.
Tal vez, mientras él sale a perder, lleguen coches repletos hasta la puerta trasera y descarguen. Tal vez no sepa lo que ocurre en su ausencia. No le preocupa ni le interesa, si no hubiera más que perder, se haría realmente cruces. Pero nunca ha estado en esa situación, es un hombre de pérdidas continuas, feliz.
Feliz, porque siempre se da cuenta. Podría pensarse que no advierte nada, podría pensarse que anda como en sueños, sin saber que camina y va perdiendo, que todo ocurre espontánea e ininterrumpidamente, siempre; pero no, él no es así, también ha de sentirlo, sentir cualquier nimiedad, de lo contrario no disfruta, ha de saber que tiene pérdidas, debe saberlo siempre.
El Tientahéroes
El Tientahéroes merodea en torno a los monumentos y tira de sus pantalones a los héroes. Sean de piedra o de bronce, en sus manos cobran vida. Muchos se alzan en zonas transitadas y es mejor dejarlos. Pero los de los parques le vienen de maravilla. Merodea un rato alrededor o acecha entre los arbustos. Cuando el último visitante ha desaparecido, salta de su escondite, trepa con habilidad hasta el pedestal y se instala junto al héroe. Se queda inmóvil un instante y cobra ánimos. Es muy respetuoso y no actua de inmediato. Piensa también por dónde le sería más cómodo. No basta con poner la mano en una curva, hay que tener algo entre los dedos, de lo contrario no podría tirar: necesita algún pliegue. Cuando agarra alguno, no lo suelta en mucho rato, es como si lo tuviera entre los dientes. Siente cómo la grandeza va a invadiéndole y se estremece. Ahí descubre su verdadero ser y sus múltiples capacidades. Ahí vuelve a proponérselo todo, tira firmemente y pronto rebosa de energía; mañana empezará de nuevo.
El Tientahéroes no sigue trepando, sería indecoroso. Podría saltar hasta el hombro de piedra y susurrar algo al oído del héroe. Podría tirarle de la oreja y reprocharle muchas cosas. Pero eso sería el colmo de la infamia. Se conforma con el modesto lugar que le corresponde y no suelta los pliegues del pantalón. Pero si persevera, si no desperdiciar ni una noche y tira cadáveres con mayor fuerza, llegará un día, un día luminoso, en el que suba de un poderoso salto y, con sorna y ante todo el mundo, le escupa al héroe en la cara.