La mayor parte de su vida (1888-1935) transcurrió entre su empleo como encargado de la correspondencia y traductor de cartas comerciales, una interior y silenciosa vida literaria y una incasable exploración estética de su amada Lisboa.
"He tenido desde siempre, desde niño, la necesidad de aumentar el mundo con personalidades ficticias, sueños míos rigurosamente construidos, vistos con visiones de claridad fotográfica, comprendidos por dentro de sus almas. Esto parece simplemente esa imaginación infantil que se entretiene con la atribución de vida a muñecos o muñecas. Era sin embargo más: yo no necesitaba muñecas para concebir intensamente aquellas figuras. Claras y visibles en mi sueño constante, realidades exactamente humanas para mí, cualquier muñeco, por irreal, las arruinaría. Eran gente. Además, esta tendencia no pasó con la infancia, se desarrolló en la adolescencia, arraigó con su crecimiento, se convirtió finalmente en la forma natural de mi espíritu. Hoy ya no tengo personalidad: cuanto en mí hay de humano lo reparto entre los autores varios de cuya obra he sido el ejecutor. Soy, hoy, el punto de reunión de una pequeña humanidad sólo mía."
Pessoa, Fernando (1935). Borrador de una carta a Adolfo Casais Monteiro. En: El Regreso de los dioses. Barcelona. Acantilado 2006. pp. 289, 277-278.
Fábula
Fernando Pessoa (ortónimo)
A una bordadora de un país remoto, su reina le encomendó que bordara, sobre seda o satén, una rosa blanca rodeada de hojas. La bordadora, como era muy joven, empezó a buscar por todas partes una rosa blanca perfecta, para bordar la suya a imagen y semejanza de ésta. Pero sucedía que unas rosas eran menos bellas de lo que le convenía, y otras no eran tan blancas como debían. Pasó días y días, horas llorando, para encontrar la rosa que pudiera imitar en seda, y, como en los países remotos nunca deja de haber pena de muerte, ella bien sabía que, según las leyes de los cuentos como éste, no podrían dejar de matarla si no bordaba la rosa blanca.
Al fin, a falta de un remedio mejor, bordó de memoria la rosa blanca que le habían exigido. Después de bordarla, la comparó con las de verdad que hay en los rosales. Sucedió que todas las rosas blancas eran exactamente iguales a la que había bordado, que cada una de ellas era exactamente aquélla.
De modo que llevó su labor a palacio y es de imaginar que se casaría con el príncipe.
En el fabulario en el que está escrita, esta fábula no tiene moralidad. Precisamente, porque en la edad de oro, las fábulas no tenían moralidad.
(Crítica: ensayos, artículos y entrevistas. Barcelona: El Acantilado, 2003. Pág. 109).
La verdadera caída
Alberto Caeiro (heterónimo)
Un día en que Dios estaba durmiendo y el Espíritu Santo andaba en uno de sus vuelos, Jesucristo fue a la caja de los milagros y robó tres. Con el primero hizo que nadie supiese de su huida. Con el segundo se creó eternamente humano y niño. Con el tercero creó un Cristo eternamente en la cruz y lo dejó clavado en esa cruz que hay en el cielo y sirve de modelo a todas las demás. Después huyó hacia el sol y bajó por el primer rayo que pudo atrapar.
Hoy vive conmigo en mi aldea. Es un niño hermoso cuando ríe, y natural. Se limpia la nariz en el brazo derecho, chapotea en las charcas, coge las flores, le gustan y las olvida. Tira piedras a los borricos, roba fruta de los árboles y huye a gritos y llorando de los perros. Y porque sabe que a ellas no les gusta, pero que todo el mundo lo celebra, persigue a las chicas que en grupo van por los caminos con el cántaro en la cabeza y les levanta las faldas.
(El guardador de rebaños. En: Fernando Pessoa. Poesía. Madrid: Alianza, 1996. Pp. 102-103).
El secreto de los heterónimos
Bernardo Soares (heterónimo)
—Toda buena conversación debe ser un monólogo de dos... Debemos, al final, no poder tener la seguridad de si hemos conversado realmente con alguien o si hemos imaginado totalmente la conversación... Las mejores y más íntimas conversaciones, y sobre todo las menos moralmente instintivas, son aquellas que los novelistas mantienen entre dos personajes de sus novelas... Por ejemplo...
—¡Por el amor de Dios! Seguro que no iba a citarme un ejemplo... Eso sólo se hace en las gramáticas; no sé si recuerda que hasta nunca los leemos.
—¿Ha leído alguna vez una gramática?
—Yo, nunca. Siempre he tenido una aversión profunda a saber cómo se dicen las cosas... Mi única simpatía, en las gramáticas, era para las excepciones y para los pleonasmos... Escapar a las reglas y decir cosas inútiles resume bien la actitud esencialmente moderna. ¿No es así como se dice?
—Absolutamente... Lo más antipático que hay en las gramáticas (¿ya se ha fijado en la deliciosa imposibilidad de que estemos hablando de este asunto?), lo más antipático que hay en las gramáticas es el verbo, los verbos... Son las palabras que dan sentido a las frases... Una frase decente debe poder tener siempre varios sentidos... ¡Los verbos! Un amigo mío que se suicidó —cada vez que mantengo una conversación un poco larga suicido a un amigo— había tratado de dedicar toda su vida a destruir los verbos...
—¿Por qué se suicidó?
—Espere, todavía no lo sé... Pretendía descubrir y fijar la manera de no completar las frases sin parecer hacerlo. Solía decirme que buscaba el microbio de la significación... Se suicidó, claro está, porque un día se dio cuenta de la responsabilidad enorme que iba a echarse encima. La importancia del problema acabó con su cerebro... Un revólver...
—Ah, no... Eso de ninguna manera... ¿No ve que no podía ser un revólver?... Un hombre de esos nunca se pega un tiro en la cabeza... Usted se entiende poco con los amigos que nunca ha tenido... Es un defecto grande, ¿sabe?... Mi mejor amiga: una chica deliciosa que yo he inventado.
—¿Se llevan bien?
—Hasta donde es posible... Pero esa chica, no se imagina...
Las dos criaturas que estaban a la mesa de té no mantuvieron con seguridad esta conversación. Pero estaban tan arregladas y bien vestidas que era una pena que no hablasen así...
(Libro del desasosiego. Barcelona: Seix Barral, 1987. Pp. 220-221).
Estanco
Alvaro de Campos (heterónimo)
El dueño del estanco asoma a la puerta y permanece en la puerta. Lo miro con la incomodidad de tener mal colocada la cabeza y con la incomodidad del alma que está malentendiendo. Él morirá y yo moriré. Él dejará el letrero y yo dejaré versos. Un día también morirá el letrero, y los versos también. Tras ese día, morirá la calle donde estuvo el letrero y la lengua en que fueron escritos los versos. Morirá después el planeta girante donde aconteció todo eso.
En otros satélites de otros sistemas algo así como gente seguirá haciendo cosas como versos y viviendo bajo cosas como letreros.
(En: Fernando Pessoa. Poesía. Madrid: Alianza, 1996. Pág. 239).
Los jugadores de ajedrez
Ricardo Reis (heterónimo)
Oí contar que otrora, cuando Persia libraba no sé cuál guerra, cuando la invasión ardía en la ciudad y las mujeres gritaban, dos jugadores de ajedrez jugaban su juego continuo. A la sombra de amplio árbol miraban el tablero antiguo y, junto a cada uno, esperando sus momentos más holgados, cuando había movido la pieza, y ahora esperaba al oponente, un búcaro con vino refrescaba su sobria sed.
Ardían casas, saqueadas eran arcas y paredes; violadas, las mujeres eran puestas contra los muros caídos; atravesados por lanzas, los niños eran sangre en las calles. Pero donde estaban, cerca de la ciudad y lejos de su ruido, los jugadores de ajedrez jugaban el juego del ajedrez.
Aunque con los mensajes del yermo viento les llegaran los gritos y, al pensar, supiesen desde el alma que por cierto las mujeres y las tiernas hijas eran violadas, en esa distancia próxima, en el momento en que lo pensaban, una sombra ligera les pasaba por su frente ajena y vaga… pronto sus ojos tranquilos volvían su atenta confianza al viejo tablero.
Cuando el rey de marfil está en peligro, ¿qué importan la carne y el hueso de las hermanas y de la madre y de los niños? Cuando la torre no cubre la retirada de la reina blanca, el saqueo poco importa. Y cuando la mano confiada pone en jaque al rey del adversario, poco pesa en el alma que allá lejos estén muriendo hijos.
Aunque, de repente, sobre el muro surja la sañuda cara de un guerrero invasor, y pronto deba ensangrentado caer allí el solemne jugador de ajedrez, antes de ese momento —es aún dado al cálculo de un lance para el efecto horas después— se entrega todavía al juego predilecto de los grandes indiferentes.
Caigan ciudades, sufran pueblos, cesen la libertad y la vida, los bienes heredados y protegidos ardan y que sean arrebatados, mas cuando la guerra interrumpa la partida, esté el rey sin jaque, y el peón de marfil más avanzado dispuesto a tomar la torre.
(Odas de publicación póstuma. En: Fernando Pessoa. Odas completas de Ricardo Reis. México: Verdehalago, 2001. Pp. 78-80).
Las cosas, enemistadas contra mí
Bernardo Soares (heterónimo)
Arranco del cuello una mano que me ahoga. Veo que en la mano con que arranqué la otra me vino atado un lazo que me cayó en el cuello con el gesto de liberación. Aparto con cuidado el lazo, y casi me estrangulo con mis propias manos.
(Libro del desasosiego. Barcelona: Acantilado, 2010. Pág. 33).
* Editor invitado: Mauricio Pérez A.