Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 5 de junio de 2011

18. Jairo Aníbal Niño (1941-2010)





Nació en Moniquirá, Colombia, en 1941. Murió en Bogotá, en 2010. Como estudiante universitario, formó el grupo de pintores La Mancha. Premio Enka de Literatura Infantil, con el libro Zoro (1977). Primer premio en el Concurso Nacional de Guiones Cinematográficos, convocado por Focine (1980). Premio Iberoamericano Chamán (1990). La Organización Internacional para el Libro Juvenil (Suiza) pone su obra Preguntario en la Lista de Honor (1992). Premio Cuchilo Canario de Narración (España, 1993). La Asociación Mexicana de Narradores le otorga el Premio Caracol al Mérito (1996). Obtuvo varios premios en el Festival Mundial de Teatro en Nancy (Francia). Fue conferencista y director de talleres en Colombia, México, Venezuela, España, Costa Rica, Uruguay y Argentina. Dirigió la Biblioteca Nacional de Colombia y fue catedrático en varias universidades del país.
Autor de más de 40 obras literarias entre las que están: El baile de los arzobispos o Las bodas de lata (1969), El sol subterráneo, Los inquilinos de la ira, El golpe de estado y El monte Calvo. Ha sido traducido al inglés, francés, alemán, portugués, finlandés, eslovaco y chino. De los libros Puro pueblo y Toda la vida, publicados en Bogotá por Carlos Valencia Editores (1977 y 1979, respectivamente) sacamos la siguiente muestra mini-cuentística del autor.



La fuente de la eterna juventud

   Y cuentan que don Gonzalo Fernández de Vivar y Montero, durante la Conquista, buscó afanosamente por estas tierras la fuente de la eterna juventud. En medio de los pantanos, en la selva, en los páramos, registró el aire, oteó el lugar donde nacen las aguas, investigó de boca en boca las viejas leyendas. En su caballo pinto vagó muchos años por estos lugares hasta que un día percibió un pequeño cambio; algo así como un anuncio, como un signo. Una transformación del aire, del color de los árboles, del olor del agua. Avanzó hasta un claro del bosque y presenció un espectáculo que lo dejó maravillado. Un tigre, corpulento y feroz, rugido manchadoanaranjado, las garras poderosas y fuertes, el ojo girando, buscando el colmillo donde hincar y destrozar, frente al enemigo que lo esperaba sereno con un algo de quietud en el cuerpo. El tigre gigantesco dio un salto en el aire, rugió, cayó levantando la hojarasca, viró presto a continuar el ataque, hasta que sintió el feroz golpe, la mortal desgarradura, la sangrienta herida en el vientre. La libélula había hecho presa de él; le había dado el golpe mortal y el tigre empezó a morir bajo la vibradora luz de sus alas. Don Gonzalo acarició su barba de 95 años de longitud, espoleó su caballo y penetró en la floresta húmeda. Y aquel día de gracia de San Martín, en medio de frescas hierbas, con pájaros dorados dando vueltas de carnero en el césped, con roedores de ojos plateados durmiendo la siesta en sus orillas, encontró la fuente de la eterna juventud. Bajó de su caballo pinto y, tembloroso, hincó la rodilla en tierra, declarando esa fuente propiedad de Fernando e Isabel de Castilla, sacó de su armadura el gran escapulario obsequio del Papa, penetró en la fuente, avanzó mientras entonaba cantos de alabanza a Dios y a María Santísima y murió ahogado en las turbulentas aguas.


La casa de oro

   Es cierto que yo era uno de los animales más veloces de la tierra, dijo la tortuga. Y añadió: Es cierto que le gané en la carrera a la liebre y que vencí a Aquiles. Todo eso pasó cuando tenía el cuerpo desnudo. Sentía sobre mi piel el aire y el viento y era fuerte y veloz. Pero un día decidí que debía tener un palacio. Entonces construí, con los mejores materiales, una morada que fuera espléndida e indestructible. Elaboré lámina por lámina, como un orfebre, la concha. Y me metí en ella. Entraba y salía cuando me daba la gana y viví un período de gran placidez. Pero ocurrió que, poco a poco, la casa empezó a crear garras para sujetarme y una mañana, en que la lluvia me invitó a correr desnuda por el bosque, me di cuenta que no podía salir, que mi casa me había hecho prisionera para siempre.


Blasfemia

   Y Dios, desde la mata de su solitud, de las distancias y del tiempo, había emprendido la búsqueda. Como un aire de luz se desplazaba por el espacio infinito.
   Se había posado en planetas de piel de niebla, en estrellas de entrañas irisadas, había viajado cubierto por el polvo de un sol moribundo, se había metido en interminables ojos estelares, y había llegado a galaxias llenas de un silencio blanco y duro.
   Fatigado, descendió un día en un planeta calafateado por nieves eternas. Se dejó caer junto a una montaña gemidora y mirando hacia el espacio, hacia un solecito tibio y unos astros diminutos que lo acompañaban, decidió suspender la búsqueda, regresar a su estrella apagada, y el paroxismo de su soledad y desesperación, la blasfemia estalló en sus labios cuando dijo:
   —He sido un iluso; el hombre no existe.


Las artes del vuelo

   Y Omar Jayam tomó una paloma mensajera, le ató a una de sus patas un tubito de plata en cuyo interior iba un mensaje de amor para Mirta, y la lanzó a los aires.
   Los enemigos de Omar vieron salir la paloma de la casa de los astros y una docena de arcos lanzaron sus flechas al cielo. Uno de los dardos atravesó al ave.
   Pero la paloma había sido adiestrada en las artes del vuelo y del coraje, y Mirta en su lejana casa de las montañas vio llegar al palomar una flecha ensangrentada con el nevado cuerpo de la paloma muerta.


El remordimiento

   Nadie supo jamás que Noé buscó desesperadamente el olvido en la borrachera del vino, porque el día gris en que el hambre y la desesperación empaparon al arca, él, en lo más oscuro de la bodega, había devorado la pareja de animales refulgentes de corazón dorado, capaces de cantar y con la facultad para contar historias por medio del baile. Eran los dos animales más bellos del mundo.


Caperucita y el lobo

   El lobo entre los vapores de la borrachera mostró la larga cicatriz de su vientre y con voz aguardientosa dijo: Mi pena me ha lanzado a la pernicia y al vino. Mi desgracia es inmensa. Pero, ¿quién iba a malicia de la abuela? ¿Quién iba a pensar que en el sorbete de curuba hubiera echado un menjurje que me quitó las fuerzas? Impotente, sin poderme mover, vi cuando el cazador me abrió el vientre y sacó a Caperucita Roja a viva fuerza porque ella no quería salir, no quería abandonar me y se agarraba con sus manos de alabastro a mis entrañas y sin poder ayudarla di cuando se la llevaron a los empellones mientras ella lloraba de tristeza. Después me enteré de que la habían mandado muy lejos, a otra historia. Por eso, el nido que ella me dejó por dentro lo estoy llenando con vino.