Henry González Martínez es profesor investigador en literatura de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia. Licenciado en Español y Literatura (UPN); Maestría en Literatura Hispanoamericana (Instituto Caro y Cuervo). Doctor en Literatura (UNAM-México). Autor y coautor de artículos y libros relacionados con la didáctica del minicuento. Coordina el Grupo de Investigación HIMINI, especializado en la producción de software educativo y en la exploración de nuevas didácticas para el aprendizaje de la literatura, especialmente del minicuento.
El muerto
Luis Vidales
Tomó el diario. Leyó: “El señor N-N descansó en la paz del Señor”. Se tomó el pulso. Nada. Se palpó el pecho. Estaba frío. Sintió una absoluta indiferencia. Tiró el diario y volvió a meterse en la cama, más, pero muchísimo más indiferente que nunca.
Suenan timbres [1926]. Bogotá: Colcultura, 1976.
Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos
Álvaro Cepeda Samudio
Antes los domingos de Juana eran tremendos.
La cerbatana la había descubierto hacía varios meses en una tienda extrañísima de la Calle de las Vacas, donde venden repuestos usados, tuercas, grifos rotos, resortes inmensos, relojes desbaratados, pedazos de tubería, tapas para todo y, colgada contra una pared, casi a la altura del techo, Juana vio un día la cerbatana.
Los domingos por la tarde y cuando ya no puede con el aburrimiento Juana se sienta en el balcón. Vive en una casa alta y desde todas partes se ve el campo de fútbol del estadio que queda exactamente enfrente. En el piso de abajo está “El Pez que Fuma”. Hacía atrás no se puede mirar, pues las veinte botellas gigantescas del inmenso aviso de Cerveza Águila lo cubren todo. Así la sola vista que tiene es el Estadio Municipal. Juana sigue sentándose todos los domingos en la tarde en el balcón, frente al campo de fútbol, pero ya no se aburre. Con su cerbatana y una caja llena de dardos, que ella misma fabrica durante la semana con taquitos de madera y puntas afiladísimas de agujas de coser número 50 y que luego envenena cuidadosamente, Juana se distrae matando tres o cuatro jugadores todos los domingos. La cosa, si se piensa bien, puede resultar realmente divertida. Juana no sigue un patrón fijo para su distracción de las tardes del domingo.
Algunos domingos se le acaban los dardos durante el primer período de juego; porque hay que advertir que aunque Juana ha adquirido ya bastante práctica en el manejo de la cerbatana, son más las veces que falla que las que acierta. Otros le alcanzan hasta para apuntar a alguien del público que se amontona en las graderías, pero esto ya es más difícil. En lo que sí procura ser constante es en apuntar siempre al jugador que avanza corriendo con el balón. Lo sigue con la vista y en el momento preciso sopla su dardo: el jugador cae con gran desorden, el balón sigue rodando, se suspende el juego unos minutos mientras sacan con gran aspaviento el cuerpo tendido sobre el campo, pues el equipo contrario protesta porque estorba la continuación del encuentro; la acción se reanuda y Juana se prepara para el próximo dardo.
Juana ha notado que cada domingo hay menos jugadores en los equipos. De todas maneras, desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos.
Los cuentos de Juana. Barranquilla: ACO, 1972.
Los gigantesCelso Román
Usando yuntas de elefantes para arar la tierra y empujando con los hombros enormes rocas, de dos en dos y de tres en tres, los gigantes sembraron la selva, levantaron las cordilleras y cavaron los canales para los grandes ríos.
Les gustaba sentarse al atardecer para contemplar sus selvas floreciendo y empujaban, soplando, inmensas masas de nubes para que jamás les faltara la lluvia. Amasaban colinas ondulándolas con las palmas de sus manos y hacían lagos con islas llenas de árboles. A los gigantes les gustaba su mundo y lo cuidaban con cariño.
Después de comprobar que había quedado bien hecho y que podía marchar solo, se dieron cuenta de que también el tiempo había pasado por ellos, dejándolos viejos y cansados; se acostaron entonces a dormir su sueño de siglos.
Sus cuerpos enormes se llenaron de selvas cuando germinaron las semillas que llevaban en los bolsillos y reverdeció el algodón de sus camisas y echaron raíces las hebras de lino de sus pañuelos, las flores traídas por los pájaros se les enredaban en las barbas dormidas y muy pronto sus cuerpos se volvieron junglas espesas, con lianas y con tigres.
Duermen un largo sueño los gigantes y sobre ellos y su amado mundo los hombres cortan los árboles, cavan galerías y les roban los rubíes del corazón, los diamantes de su mirada, las esmeraldas de su esperanza, el lapislázuli, las aguamarinas y el jade de sus sueños.
Los hombres no saben que así despertarán a los gigantes y verán sus lágrimas y sufrirán su ira, pues desperezándose en medio de terribles terremotos, castigarán a quienes destruyeron el jardín que levantaron con tanto amor, tantas manos y tanto corazón.
Español Comunicativo 7. Hilda Mercedes Ortiz y Henry González. Bogotá: Norma, 1988.
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El hombre y el cine
Andrés Caicedo
A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club y lo primero que hace es programar un ciclo larguísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y este film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo, el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista está compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá «el cine de calidad» que no puede ver en los teatros cuando éstos sólo exhiben vaqueros y espías; imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne «porque el ejército de EE. UU. siempre mata muchos indios», que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí uno que insulte al hombrecito del cine club por estar exhibiendo cosas de éstas cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sueña de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llegue la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día. Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más de l0 personas a sus películas de vampiros, 9, 8, 7, 6, 5, los últimos 4 empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó a otra ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitecto y nunca más se lo volvió a ver por estas tierras.
El hecho es que el sábado 29 de septiembre de l97l el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.
El hombrecito iba a empezar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.
Calicalabozo (1971). Bogotá: Norma, 1999.
Sangre para un sueño
Manuel Mejía Vallejo
Soñé que atravesaba la selva —nos dijo un día su cansancio y sacudió briznas de hojas, ramujos y musgo que se le pegaron en la travesía. Su jadeo era de rachas vegetales, como si arrancara una raíz fresca y honda.
Después lo perdimos de vista.
—“Debió regresar a su sueño” —pensé, recordando que en esa ocasión traía roto el vestido y tuvieron que extraerle espinas y astillas de árboles inusitados, de palmas y árboles inusitados.
Pero una mañana volvió. Pudimos entenderle que estuvo soñando con una puñalada.
—Aquí, miren.
Se desgonzaba su fuerza cuando preguntamos qué le había ocurrido. Logró apoyarse en un brazo y levantar la cabeza, pero volvió a caer. Sin tiempo de responder si la sangre era también parte de su sueño.
Las Noches de la Vigilia. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 1975.
El secreto del doble
Nicolás Suescún
Una escena común: dos hombres, el uno frente al otro, hablan sobre sus cosas. Reavivan una hoguera que no alcanza a calentar sus manos heladas. El humo, sin embargo, hace brotar lágrimas de sus ojos. La pieza se llena de niebla y, aunque sólo los separa la mesa, ya no alcanzan a verse. Ni siquiera a divisar el brillo de sus ojos.
Sus voces, cada vez más roncas, se oyen como a través de un largo túnel. Dice algo uno y el otro repite, igual a un eco. Después, ambos, cada cual por su lado, empiezan a olvidar la presencia del otro. Perciben que la hoguera se ha apagado. Que no hay humo ni niebla, que no están en el desierto de Gobi sino en la pieza de uno de ellos, iluminada por un desnudo y amarillento bombillo.
Miran, entonces, y no ven nada. El amigo se ha marchado, concluyen, sin despedirse. Estas cosas, claro, se le pueden permitir a los amigos.
Se incorporan, van a la cocina y se hacen un café. Se lo toman antes de que se enfrié, el uno con azúcar —dos cucharaditas—, el otro amargo. Dejan las tazas sobre la mesa.
Ahora uno lee un periódico mientras el otro hojea un libro, hasta que, de golpe, vuelven a hablar al mismo tiempo. Y el fuego crece otra vez. Pero sus manos siguen heladas.
El Extraño y otros cuentos. Bogotá: Carlos Valencia Editores, 1980.
La mujer
Triunfo Arciniegas
La mujer del comeclavos no se lamenta del oficio de su marido, al fin y al cabo de algo tienen que vivir, sino de su insistencia en penetrar cada noche sus heridas. Durante el amor, los clavos tragados asoman por toda la piel del hombre y se acomodan en los orificios antiguos y recientes del cuerpo de la mujer, que debe recibirlos entre gemidos, y entregárselos temprano, con un beso, cuando el hombre sale al trabajo.
Revista elmalpensante. N° 21, Bogotá, marzo-abril de 2000.