Origen
Carmen de la Rosa (España-Canarias)
A última hora de la tarde, cuando faltan unos minutos para
el cierre, una mujer elegante, peinada con un moño alto, vestida con un traje
chaqueta de Dior, entra en el vacío de una sala de exposiciones. Sus tacones
resuenan en el suelo de mármol. Se sienta en un banco minimalista, erguida y
con las piernas cruzadas, frente a una fotografía de gran formato que ocupa un
panel por entero: cuatro mujeres de la tribu Zo’oé ríen, cogidas de la mano,
mientras se bañan al pie de una cascada del Amazonas. Cuatro humanas como la
humana que las mira. La mujer elegante contempla los pechos y las caderas, los
pubis y los ombligos; el brillo de la humedad en la piel, decorada con círculos
de pintura blanca, los poturus de madera que les perforan el labio
inferior. La mujer elegante siente el bochorno de invernadero de la selva,
escucha el rumor del agua que salpica la felicidad de aquellas mujeres sin
domesticar. Suspira y descruza las piernas, se quita la chaqueta y la deja en
un extremo del banco, desabrocha los tres primeros botones de nácar de la
blusa. Tras la cascada, en un segundo plano, borrosas, se adivinan otras
siluetas femeninas.
La mujer elegante se suelta la melena, caen al suelo las
horquillas, despega sus pestañas postizas, se descalza y baja la cremallera de
la falda. Fuera las medias, masajea unos minutos las plantas de los pies con
los párpados cerrados, qué placer. Luego se deshace de la blusa, desabrocha el
sujetador, su torso libre por fin de la compresión de aros y elásticos; detrás
sigue la faja, respira hondo, las bragas se deslizan piernas abajo.
Vestida solo con su piel entra en la fotografía.
Décimo Magno Ausonio (Burdigala, actual Burdeos, 310-395)
Una esposa adúltera dio venenos a su celoso marido y creyó que no le había dado suficiente para matarlo. Añadió proporciones mortales de mercurio para que esa fuerza duplicada le provocase una rápida muerte. Si se aíslan los ingredientes, son, por separado, veneno; pero toma un antídoto quien juntos los bebe. Así, mientras luchan entre sí esos nocivos brebajes, el daño mortal se trueca en bien salutífero. Y buscaron sin detenerse los vacíos recovecos del vientre, siguiendo el camino resbaladizo y conocido de los alimentos desechados. ¡Qué justa providencia la de los dioses! La esposa más cruel puede favorecer y, cuando los hados quieren, dos venenos benefician.
(Epigramas X)
Suya
David Slodky (Argentina)
Cuando la vio, supo que era ella. Sigilosamente, amorosamente, día tras día, fue creando la trama. Una a una esquivó sus descortesías, venció sus resistencias. Cuando ya se hizo imprescindible, cuando por fin le dijo que sí, que ella también lo amaba, nunca más volvió a verla. La guardaría suya, pura, perfecta, para siempre en su memoria, inmune al deterioro del tiempo y a la banalidad de lo cotidiano.
(Tres relatos bíblicos y otros cuentos, 2011)
El regalo
Erasmo de Rotterdam (Países Bajos)
Un hombre recién casado regaló a su esposa unas joyas falsas. Como era un buen trapacero, la persuadió de que no sólo eran verdaderas y naturales, sino también muy raras y de estimable valor. ¿Qué importaba eso a aquella mujer si los fragmentos de vidrio no por ello recreaban menos su vista ni su espíritu, y además los guardaba cuidadosamente como si hubiera tenido un eximio tesoro? Mientras tanto, el marido había evitado el gasto y gozaba con el error de su esposa, que no se le mostraba menos agradecida que si le hubiera hecho un regalo muy costoso.
(Elogio de la estulticia, 1511)
Cuencas vacías
Ileana Mulet Batista (Cuba)
Una mujer ante el espejo, vieja como la creación de la especie humana, sin un atisbo de belleza, se retoca mañana y tarde con golpecitos de falda, la blusa llena de borrones rojos; se pinta los plegados labios y luego saca punta a un lápiz negro, para entonces fregarlo contra las curvas sinuosas de las cuencas vacías de sus ojos.
Las ventanas permanecen abiertas de par en par hasta en los días de viento, y por ellas los curiosos hacen las delicias diarias, disfrutando el espectáculo doloroso, y, a la vez delirante, del ritual de la veterana. Se desviste y se vuelve a vestir, colocándose sin prisa su falda ennegrecida con abundantes pliegues, colgajos de hilos y pelos de gatos. El ritual cambia poco a poco, y ella ríe ante el espejo manchado, devolviendo con agrado lo que parece, entre sus transparencias, un beso oculto.
Su figura enjuta de blanca piel posee piezas muy pequeñas para ser de una anciana. Diríase que nunca dejó de ser niña y ahora regresa a su estado natural.
Aquella tarde su mejor amiga la llamó por la ventana, con su habitual sopita para mitigar su hambre. El silencio reinante la intrigó:
—No se está mirando en el espejo… ¿Dónde estará?
El plato metálico reposa sobre la meseta de la cocina y su amiga lo mira como quien se despide de una obligación irremediable. La encuentran en un ovillo, como una muñeca metida en una caja cerrada, en un espectáculo propio de la mejor función de circo. Ese fue su trabajo de por vida, trashumante por los campos de Cuba, con la carpa anaranjada como techo y haciendo el papel de una muñeca sin vida que, si le daban cuerda, cantaba y bailaba.
(Sobre la tierra húmeda, 2017)
El arte de la decepción III
Alejandra Díaz Ortiz (México)
Ha llegado el sábado y sabes que te están esperando. Prometiste un fin de semana inolvidable. Llegado el momento, diez minutos antes de la hora, envías un mensaje: “No puedo llegar”, así, sin más. Con ello conseguirás estar presente sin estar, no sólo el sábado, también el domingo y el resto de la semana. Habrás cumplido.
(No hay tres sin dos, 2014)
Se llamaba Carmen y era poesía
Martha Fajardo Valbuena (Colombia)
Tenía ochenta y cinco años y no sabía quedarse quieta ni ir despacio. En la noche, ella entraba a mi habitación y me abrazaba; en la mañana, cuando yo despertaba, ella ya estaba en la cocina. Hablaba con las plantas, con los perros, con las moscas y regañaba a los pájaros, sobre todo a las torcazas por su desagradable costumbre de hacer caca en las migas que comían. La nona reprendía a todos y conversaba con las cosas. Nadie podía estar sucio en su presencia, decir groserías o dejar los vasos por ahí en cualquier parte. Hoy, tres días después de que ella ha muerto, observo el mundo y encuentro que las nubes están más esponjadas, que las abejas vuelan silenciosas y organizadas y los árboles parecen haber recogido sus propias hojas. Justo por eso, creo que Dios está, en este momento, poniéndose una camisa recién planchada y salivando porque, por su puerta entra el olor del café con gotas de naranja que era el favorito de la nona y que, ahora, él va a disfrutar todos los días. Aunque ese placer tenga el precio de dejarse regañar, porque es un dios distraído que no pone atención a las personas o por ser sucio y permitir que los malos llenen de basura el mar o porque las torcazas no le quedaron bien hechas y hay que volver a intentarlo.
(Apocalipsis de María y otros cuentos, 2017)