domingo, 14 de abril de 2024

365. Gabo: 10 años de su muerte

 



Comprender

   Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver, con una severidad terminante, que para mí se había acabado la fiesta. “Eres el único que no puede irse”, me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos.
(Prólogo a Doce cuentos peregrinos, 1992)


Tres tumbas

   En tres tumbas contiguas, idénticas y sin nombres, yacían Buenaventura Durruti y otros dos dirigentes anarquistas muertos en la Guerra Civil. Todas las noches alguien escribía los nombres sobre las lápidas en blanco. Los escribían con lápiz, con pintura, con carbón, con creyón de cejas o esmalte de uñas, con todas sus letras y en el orden correcto, y todas las mañanas los celadores los borraban para que nadie supiera quién era quién bajo los mármoles mudos.
(«María dos Prazeres», 1979)


Los pollitos

   En medio de una algarabía de feria, un hombre muy viejo, de aspecto inconsolable, con un sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos puñados y puñados de pollitos tiernos. En un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas las partes, y sólo por ser animales de magia había muchos que seguían corriendo vivos después de ser pisoteados por la muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto su sombrero bocarriba en el piso, pero nadie le tiró ni una moneda de caridad.
(«Diecisiete ingleses envenenados», 1980)


El bote

   En Navidad, los niños volvieron a pedir un bote de remos.
   —De acuerdo —dijo el papá—, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
   Los niños, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
   —No —dijeron a coro—. Nos hace falta ahora y aquí.
   —Para empezar —dijo la madre—, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
   Tenían razón. En la casa de Cartagena había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio, aquí en Madrid vivían apretujados en un apartamento. Pero no pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá lo compró, sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego.
   —El bote está en el garaje —reveló el papá durante el almuerzo—. El problema es que no hay cómo subirlo por el ascensor, y en el garaje no hay más espacio disponible.
   Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras.
   —Felicitaciones —les dijo el papá—. ¿Y ahora qué?
   —Ahora nada —dijeron los niños—. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
(«La luz es como el agua», 1978)


Las tumbas

   Había pasado tanto tiempo, que ya no llevaban ropas de luto, ni lloraban, y ponían las flores sobre las tumbas sin pensar en sus muertos.
(«María dos Prazeres», 1979)


La mujer que sueña

   Neruda se despertó de su siesta y me dijo:
   —Soñé que esa mujer que sueña estaba soñando conmigo.
   —Eso es de Borges —le dije.
   —¿Ya está escrito? —preguntó desencantado.
   —Si no está escrito, lo va a escribir alguna vez. Será uno de sus laberintos.
   Al rato, el poeta se despidió. Más tarde, me encontré con la mujer que sueña, que acababa de despertar de la siesta.
   —Soñé con el poeta —me dijo.
   Asombrado, le pedí que me contara el sueño.
   —Soñé que él estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió—. ¿Qué quieres? A veces entre tantos sueños se nos cuela uno que no tiene nada que ver con la vida real.
(«Me alquilo para soñar», 1980)


La muerte

   El celador y un sepulturero de alquiler desenterraron el ataúd y lo abrieron sin compasión con las artes de un mago de feria. Ana Magdalena se vio entonces a sí misma en el cajón abierto como en un espejo de cuerpo entero, con la sonrisa helada y los brazos en cruz sobre el pecho. Se vio idéntica y con su misma edad de aquel día, con el velo y la corona con que se había casado, la diadema de esmeraldas rojas y los anillos de boda, como su madre lo había dispuesto con su último suspiro. No sólo la vio como fue en vida, con su misma tristeza inconsolable, sino que se sintió vista por ella desde la muerte, querida y llorada por ella, hasta que el cuerpo se desbarató en su propio polvo final y sólo quedó la osamenta carcomida que los sepultureros desempolvaron con una escoba y la guardaron sin misericordia en un saco de huesos.
(En agosto nos vemos, †2024)