Edición de la Universidad Veracruzana |
El triángulo
Quien lo inventó gritó ¡eureka! Porque lo suyo es tan grandioso como un principio o un axioma. Una barra de metal con tres ángulos. El último de ellos asomado al gran vacío. La cuerda puede ser un nailon poderoso o un hilo de costurera, capaz de sostenerlo. Y la delgada varilla para tocarlo. Imagino, pues, a quien lo hizo, con el corazón arrebatado y los oídos sedientos de revelación. El sonido, piensa el inventor, es invisible y está encerrado aquí. En este espacio parecido a una pirámide pequeña, ahíto de vacío. Su mano toma la varilla para rozar la barra. Y el sonido, cristal tintineante, surge. Sale del recinto donde están y, en menos de un segundo, alcanza la estrella más distante.
La trompa
La trompa siempre se compromete en los motines emprendidos por la orquesta. Es imposible no oírla en las coronaciones de los reyes y en las efemérides republicanas. Pero ella ansía otros momentos. Aquellos en que reconoce que puede instaurar la congoja cósmica que en su alma lleva cada hombre. Y no olvido a los otros instrumentos que ayudaron a que se fraguara esta estructura recogida sobre sí. Los que propiciaban la persecución y la muerte de los animales. Aquellos que avisaron el sitio, la contienda y el pillaje. Esas trompas que, en las comarcas populosas de Oriente, reemplazaban la arena y medían con la música los días y las noches. Pero entre todas ellas, busco al ovillado tubo. E imagino al aire, como un Teseo obcecado, buscando al sonido, hilo prodigioso, hasta fundirse con la totalidad.
La flauta
Todavía imita al pájaro y al viento. Adormece a las bestias de la rabia. Y nos convence de que primero fue ella y no los acentos de la lluvia, ni el estropicio de los cauces, ni el grito primero de los dioses. Cada vez que su secreto se revela, el universo cambia y es como si el sonido de la flauta fuera solo epifanía. Una doble faz, en todo caso, la hace acechante. Como posee la esbeltez del falo, la profundidad de la grieta femenina urde el entramado de su voz.
El charango
El caparazón del armadillo, las cuerdas de tripa de gato y el árbol mara son el charango. Variante andina del timple o la vihuela, su punteo evoca el cristal. Y en él busco el reflejo de mi cara y la de mi pueblo. Rasgarlo es haber concentrado el viento que baja de los páramos, o el agua de una quebrada todavía transparente que se ha introducido en el cuenco de mi mano. Con el charango se celebra la vida que se va a pedazos y que, por momentos, es la única verdad que nos atañe. Su sonido traza, en lo más alto de los montes, el camino por donde ascenderé hacia la luz.
A un ancestro suyo se lo asoció con un arma de fuego. A quienes iban a tocar el sacabuche en los agasajos de los príncipes, los invitados los tomaban como mercenarios cuando sacaban, para unirlas, sus partes de metal bruñido. No es del todo fortuita esta circunstancia. En uno de los círculos del infierno, los condenados por lujuria reciben en sus orejas el estampido que sale de la campana de un trombón. Disparar proyectiles que matan equivale, sin duda, al accionar de su boquilla para emitir las notas. Así se demuestra acaso, y sin aspavientos, que la música no es nada inofensiva. Pero prefiero otra de sus representaciones. El intérprete, encerrado en un cubículo, que desliza una vara sin fin, o la recoge también interminablemente. Hasta que cree encontrar el sonido verdadero o la faz del misterio descifrado.
La marimba
Raíces enredadas. Cauces sucesivos. Follajes densos. Manojos de luz. El firmamento como una respuesta a la gran pregunta. Pantanos oscuros y definitivos. Lluvias sin término. Entonces son los trozos de madera que se alinean y se aferran a mis manos. Y, como una extensión de ellas, están los dos mazos. Los sonidos surgen remotos y reveladores. ¿Qué son? ¿Qué dicen? ¿Qué significan? Son las raíces del origen. Los ríos de la memoria. Los follajes del deseo. Las luces de una buscada libertad. El légamo del dolor y la ausencia. Y esas lluvias que son como no morir jamás.
Edición de Sílaba Editores
El acordeón
Con este abanico de fuelles invisibles, ornado de teclas y botones, sabiendo que es una biblioteca diminuta de sonidos, salgo a la intemperie en pos de tu amor.
*Textos tomados de Pequeño libro de instrumentos musicales, de Pablo Montoya, de próxima publicación.