domingo, 31 de marzo de 2024

364. Minicuentos eróticos II


Expedición espacial
   Ignacio Sánchez Cumbión (México)

   La nave avanza lentamente a través de la boca del monstruo cósmico. Las sondas que habían lanzado previamente revelaban que el ser estaba en un letargo que permitía una exploración a sus adentros; incluso, tomar algunas muestras de tejido. La tripulación observa por la pantalla cómo una serie de pólipos enormes van envolviendo la superficie dorada del casco. Sin embargo, ésta resiste sus embates y la membrana rosada va apretándose más y más. Llega un momento en que resulta imposible avanzar y la nave se atasca. El capitán ordena encender los motores de retroceso, pero algo impide a la nave liberarse. Manda avanzar y retroceder una y otra vez, repetidamente. La membrana y los pólipos reaccionan contrayéndose y un líquido amarillento cubre el casco. ¿Será que este monstruo intenta devorarnos? Sin embargo, no parece hacerle daño a la nave. Al contrario: facilita moverse entre la membrana. Al final, salen expulsados al exterior del monstruo en un borbotón de espeso líquido y pólipos. Sorprendentemente, el monstruo, todavía dormido, al expulsarlos emite un fuerte gemido que hace comprender a la expedición que aquel espacio que han penetrado no ha sido la boca del monstruo.


Otra versión del mito
   J. R. Spinoza (México)

   Se entregaban con frenesí. Mientras era penetrada, sus dedos se cerraban alrededor de los cuernos. A veces él no terminaba y ella con ambas manos lo complacía. La soberbia del rey no advertía el profundo conocimiento que tenía su hija del laberinto como de los placeres carnales. Todo cambió cuando a él le ganó su lado humano y retozó con otra mujer. Furiosa, Ariadna le entregó una punta del hilo a Teseo y lo impulsó a que entrara. 


Los dominios de su boca
   Azucena Roblero (México)

   Corrí hacia la iglesia, el pueblo estaba vacío, eran las tres de la madrugada. ¡Todo por cuidar al padre Miguel! El desgraciado llevaba días palideciendo a causa de unas extrañas picaduras. En el pueblo dijeron que se trataba de una plaga de chinches. Me asusté cuando el padre me soltó una mordida en la muñeca. Salí corriendo sin dudarlo. Entonces, una sensación de cosquilleo me inundó. Mientras más corría sentía más hormigueo. En mi entrepierna se sintió un calor profundo, mis pechos tenían escalofríos. Era algo que nunca había sentido. Tuve ganas de tocarme a mí misma. Cuando llegué a la iglesia no dudé en meterme la mano por debajo de la falda. ¡Dios me perdone! ¡Ahh! Me arranqué la ropa desesperadamente. ¡Quería ser devorada! De pronto, apareció una mujer que nunca antes había visto. Era joven (pero no más que yo) y hermosa. Me miró y sonrió. Espantada por su aparición dejé de tocarme, pero ella se acercó para tranquilizarme. Me acarició los pechos y con su lengua humedeció mi entrepierna. ¡Ah! Hice eco en la capilla. Sus colmillos no me atemorizaron: quería ser, a voluntad, devorada. Me entregué a los dominios de su boca hasta que terminó enterrándome sus largos colmillos en el cuello. Después, varias jovencitas se nos unieron en la iglesia. Y los hombres como el padre Miguel siguieron enfermando o desapareciendo.

Hans Bellmer - Estudio para L'Histoire de l'œil 

Dichosos los que lloran
   José Gaona (México)

   Hincado a los pies del altar, el sacerdote interrumpe su oración tan pronto escucha aquella respiración gutural resoplar bajo la nave central. Siente tensarse cada uno de sus músculos. El pulso se acelera, el sudor perla su rostro imberbe. Se incorpora a toda prisa y se dirige a la sacristía. Un intenso olor a incienso impregna la oscuridad del recinto. El sacerdote se halla de pronto aturdido, hiperventila. Se detiene de cara al umbral que acaba de cruzar y cierra los ojos, buscando serenidad. «Ante ti, Señor, están todos mis deseos…», murmura el salmo para sus adentros. «… No te son un secreto mis anhelos».
   Abre los ojos, el íncubo está ahí: un cuerpo desnudo de metro noventa, músculos fibrosos, el torso ancho y bestial, la piel de una extraña tonalidad bermeja. El sacerdote retrocede hasta topar contra el escritorio, allí donde un haz de luna penetra la penumbra desde la alta ventana. Su corazón golpea desbocado. Se da la vuelta y se apoya en la madera. El demonio se aproxima, lo siente subirle la sotana y desgarrar la tela que hay debajo. «El Señor está cerca de los quebrantados de corazón…». Un nudo se forma en su garganta, pero el ardor en su pecho lo consume más. Dedos correosos y de largas uñas se cierran en torno a sus caderas. Él se inclina, solícito. Las lágrimas comienzan a brotar cuando lo recibe. Se desahoga rememorando las palabras de Mateo: «Dichosos los que lloran, porque serán consolados».


Sin culpa
   Angélica Santa Olaya (México)

   Lo pensó mucho antes de decir sí. Antes de permitirle penetrar su cuerpo con la definitiva negrura del no retorno. La caricia de su quemante lengua incendiando el interior de sus deseos borraba, por arte de magia, todo vestigio de arrepentimiento. Sin pensarlo se entregaba a él, al dragón tatuado en su pelvis que la despertaba cada noche a las 3 de la madrugada.


La casa
   Fernando D. Martín Calero (Argentina)

   Hay en la casa doscientas cincuenta habitaciones.
   El número es preciso, pero carece de importancia. Tan sólo es el escenario en el que la presa huye del depredador.
   En todo este tiempo, la muchacha se alimentó de arañas, pichones y del agua de lluvia que se filtraba a través del techo; en tanto que la bestia acechaba con obstinación a una única presa.
   Famélica, iba detrás de un rastro que se interrumpía bajo puertas cerradas. A veces, lograba ver por el ojo de una cerradura cómo la muchacha lavaba su cuerpo, empleando para ello un trapo que humedecía en un charco en el suelo.
   Así pudo registrar en la memoria del hambre cada recoveco de su modesta figura, pero nunca el rostro, que permanecía esquivo, en las sombras.
   La muchacha, más que presentirlo, tampoco vio en detalle a su perseguidor, preocupada únicamente en huir y poner habitaciones de por medio.
   Valiéndose del laberinto, la muerte de la bestia la convirtió en el mejor animal. Para cuando halló el cuerpo, no quedaba más que pellejo y huesos.
   Criatura práctica como cualquier sobreviviente, con la piel vistió su desnudez y de la osamenta fabricó utensilios, además de algunos abalorios que colgó encantada de su cabello.
   Conoció así una vida pacífica.
   Hasta que un día, al abrir una puerta cualquiera, se encontró con una intrusa. De espaldas y completamente desnuda, se bañaba bajo una gotera del techo.
   En ese momento, en el interior profundo de su vientre, sintió nacer el hambre.


Dómine, labia mea apéries
   Alexsa Bathory (México)

   Despertó sudando. El calor entre sus piernas era insoportable. Todavía era de madrugada, pero sabía que no podría conciliar el sueño. Las hermanas estaban todas dormidas. Necesitaba rezar. En la capilla, entró pidiendo permiso a Dios. Se hincó muy cerca del pequeño retablo. Tras persignarse, agachó la cabeza y comenzó a rezar en silencio.
   Sintió un líquido escurriendo en la entrepierna. Apretó los párpados. No es real, no es real, murmuró y luego comenzó a rezar con el mismo terror. Se cayeron las velas del altar.
   Levantó el rostro y vio los vasos rotos, con las flamas aún ardiendo en el suelo. Observó a su alrededor, como si supiera que no estaba sola, mas no se atrevió a mirar atrás.
   Regresó a sus plegarias, esta vez en voz alta. Rezaba tan rápido que no se entendía. ¿Era eso latín?, reflexionó por un momento. Esa no era su voz, pero su boca y garganta se movían. ¿Dios?, pensó, pero continuaba hablando en un dialecto incomprensible. Sentía que la vagina le iba a explotar. ¡Si no me coges tú, me cogerá el diablo!, gritó entre sollozos. El cristo se desplomó sobre el suelo. La monja se arrastró hasta el altar y restregó su sexo contra la figura. La capilla se incendiaba.