domingo, 16 de abril de 2023

338. Manuel Mejía Vallejo - 100 años


Manuel Mejía Vallejo


A cien años del nacimiento del escritor antioqueño Manuel Mejía Vallejo (Jericó, 23 de abril de 1923 - El Retiro, 23 de julio de 1998), e-Kuóreo le dedica esta entrega, con una muestra de sus minicuentos.


 




 Llanto ajeno

   Al llegar tuve un pequeño sobresalto, como si algo se viniera encima.
   —¿Qué le pasará a este llanto? —me dije. Era un llanto sin dueño, recién nacido. Cuando lo traje hasta los ojos, en mí se conmovió una olvidada ternura.
(Las noches de la vigilia, 1975)


El forastero

   Había venido de lejos, todos lo sabíamos por su mirada.
   —Fíjate, el que llegó.
   Traía con él su mirada, como envuelto en ella, como si ella no le dejara ver. Pero observaba las calles empedradas del pueblo, sus balcones con macetas y muchachas, los zaguanes amplios, la sombra que el sol arrojaba sobre las aceras: al recorrerlas, parecía caminar dentro de sí mismo para rescatar su vida de antes, su vida ligada al pueblo estancado en un tiempo de soledad, eso parecía.
   No hablaba. Pero le preguntamos:
   —¿Dónde estuviste? —propició sus ojos, tendió la mirada como una pantalla grande, y todos vimos historias vividas en mares y tierras no conocidos antes por ojos distintos a los suyos.
   Únicamente de lejos seguimos su paso. Nada quedó sin que lo repasara cuidadosamente. Sólo al perderse de nuevo con andar difícil llegamos a saber que detrás no quedaban balcones ni macetas ni calles ni historia, y que todo comenzaba a parecerse a un gran olvido. Porque el hombre, al salir, se llevaba el pueblo en su mirada.
(Las noches de la vigilia, 1975)


Expatriados

   Estaba recordando lo mejor de su vida, organizando su pasado, cuando murió. Como ya venían cerca, los recuerdos se desorientaron. Los vimos removerse ávidos, en busca de su dueño.
   Todos tratamos de reconocerlos. Fuimos acercando algunos, que se deformaron según iban acomodándose en nuestro pasado, o en nuestro futuro, o en intermitentes olvidos.
   —Este recuerdo podría ser mío.
   Algunos, sin embargo, no hallaron identificación, no hallaron refugio: cuando se perdían entre su propia niebla, creíamos oír llantos lejanísimos.
   Entonces supimos lo que es la soledad.
(Las noches de la vigilia, 1975)


Uno que no tenía recuerdos

   Y todos cuentan cosas y uno sin nada qué contar, o sin saber contarlo, da lo mismo.
   —¿Quién me presta sus recuerdos?
   No pido los mejores; me bastan tres o cuatro recuerdos humildes, de esos que cualquiera olvida o bota al paso de un sueño mejor.
   —¿Quién me alquila un poco de vida?
   Con un poco de vida atrás podré decir:
   —Serían las ocho de la noche cuando yo, Matías, vi matar a Joaquín Sánchez.
   —Aquella vez cuando casi me hunden tres puñaladas. O:
   —Fue dura la tarde en que decidí unirme a las guerrillas.
   También podría hablar:
   —Sargento, un paso más y lo liquido.
   Si pudiera recordar a una mujer… Denme un poco de vida, pero ya vivida. ¡Dénmela en un vaso porque tengo miedo!
(Las noches de la vigilia, 1975)


La hechicera

   —Cuando me contaron que Pedro había muerto a manos de un tigre…
   —En las garras de un tigre, será —interrumpió la vieja Natalia. El que narraba se quedó mirándola, entendió que esas arrugas de rostro antiguo se tragarían cualquier sorpresa, cualquier emoción, pero en su mirada vio arder toda la vida sobrante.
   —Bueno, en las garras, ¿y qué? —siguió el narrador temerosamente despectivo—. Cualquiera puede caer en las garras o en los colmillos de un tigre. Pero este tigre no venía del monte, no venía de los peñascos de la selva…
   Aguardó a que la vieja se interesara, pero ella seguía fumando y mascando el tabaco. La mirada era humo de tanto concentrarse en el humo.
   —… Porque este tigre lo fue haciendo Pedro noche a noche, lo fue haciendo de pensarlo, de soñarlo y esperarlo, de tenerle miedo.
   —Eso sucede —dijo la vieja. Ni un músculo quitó atención a su mirada en la ceniza. Empezaba a ser enojo la impaciencia del narrador.
   —… Hasta que una noche, cuando ya tenía hecho el tigre y le había dado toda su bravura…
   Los ojos de la vieja miraron lejos, más allá del frío de los farallones; regresaban a sus remotas lejanías.
   —¿Y qué? —pensó más que habló, antes de que mencionaran la palabra sangre—. Cada cual puede escoger su manera de morir.
(Las noches de la vigilia, 1975)



La mosca verde

   El hombre es el único animal que sabe que va a morir
Rafael Arévalo Martínez


   Pedro tenía agüero al mal agüero: sal derramada, paraguas abiertos, escaleras, el número trece… Sin embargo, únicamente lo aterrorizaría la mosca presagiadora de la tumba. Cuando aquélla apareció, él suspendió la lectura del periódico y quiso untarse de un dramatismo color verde, exagerado para la situación.
   —Quieta.
   La mosca zumbaba en su revuelo, Pedro se arrinconó tenso en la espera del golpe final.
   —Tenía que llegar el día —se dijo, pasando del aire agresivo a otro resignado. La mosca chocó en el vidrio de la ventana, resbaló por el aire hasta recuperar vuelo, ahora más cerca, y empezó a girar en un rito funerario.
   —Viene otra desgracia.
   Dobló el periódico cautelosamente para la defensa. El único movimiento era el de los ojos, que en sus órbitas dibujaban el revolotear de la mosca. Y cuando ésta por un segundo ventiló la muerte contra el muro, el periódico doblado le cayó encima, implacablemente.
   Pedro resolló al arrojar el diario junto al cadáver.
   —Ya sabía yo que habría una muerte en este maldito cuarto —dijo y cerró tras de sí la puerta de lo que se convirtió en tumba de la mosca verde.
(Sombras contra el muro, 1993)



La más vieja profesión

   Mi abuela parió a mi madre.
   mi madre me parió a mí;
   todos parieron en casa,
   yo también quiero parir
                         Copla popular

   Cuando Blanca Nieves resultó preñada, cada uno de los enanitos, por su parte, se confesó su culpa. Lo del Príncipe y su caballo blanco fueron invención de los acomodadores, una defensa de quienes sacaban moralejas como espadas brillantes.
   —Érase que se era…
   Porque un día —una tarde— llegó el Rey a poner las cosas en orden. Blanca Nieves miró el rededor, y estaban de cabeza agachada todos los enanitos, ella también la reclinó sobre su cuello.
   —Sí, señor —dijo Blanca Nieves con serenidad derrotada, más blanca y hermosa que nunca—. Yo soy otra putica.
   El Rey pensó en la venganza, pero volvió sobre sus pasos. El relincho de un caballo igualmente blanco se escuchó lejos. El Rey agachó también la cabeza, delante de su séquito. Blanca Nieves le dijo adiós con una mano desmayada, mientras los enanitos comenzaron a bailar en ronda por el hijo que vendría, y entonaban una solidaria canción de cuna.
(Sombras contra el muro, 1993)