domingo, 1 de mayo de 2022

313. Vampiros curados IV

 
Expediciones en Tierra Virgen III
   Fernando Romero Loaiza

   Entra silencioso, deslizándose sobre las sombras como el agua. Sus pies no tocan el suelo para evitar hacer ruido. Lo sostienen sus membranosas alas que se agitan, produciendo una refrescante brisa de amanecer. Se acerca a la cama donde yace la mujer. Durante días la ha observado, ha medido el largo de su cuello, la turgencia de sus venas. Es una doncella sana y briosa. Cuando se inclina, recibe un golpe. Ha sido la garra de una bestia que le produce una herida en el mentón. Unos ojos profundos se enfrentan a sus sanguinolentos ojos. Una sombra salta a tierra, empujándolo a un lado. Bajo la luz de la luna, el vampiro ve que es una bestia perruna con rostro de mujer, y una larga cabellera.
   —¡Una mojana! —exclama sorprendido.
   No había creído en la leyenda que narraban los indígenas: Mujeres que se transforman en bestias y buscan hombres en las noches para hacer el amor con ellos.
   Al otro día la ve pasar. Le sonríe a él con complicidad nocturna. Los uniría para toda la eternidad, el secreto.
(Crónicas de vampiros, 1997)


Semblante
   Bram Stoker

   Cuando dormía, parecía moribunda; ahora que ha muerto, parece dormir. 
(Drácula, 1897)

Fragmento de un diario íntimo
   Eduardo Serrano O.

   Octubre 25:
   ¡Qué aventura la de esta noche que está por concluir!
   Todo comenzó por la archiconocida situación de la mujer hermosa que se lleva un cigarrillo a los labios y del hombre apuesto que le ofrece fuego. El movimiento de su mano protegiendo la llama no tenía otra finalidad que tocar mi mano. Sin dejar de mirarme a los ojos con sus ojos extrañamente amarillos, dejó correr sus dedos con descuido. Al tropezar con el anillo, lo examinó palpándolo con las yemas antes de mirarlo. Orientó mi mano hasta que la escasa luz le permitió leer la letra de oro incrustada en la piedra. «¿Daniel?», propuso. «Podría ser», le respondí. En su mirada apareció una repentina sorpresa. «¡Ah, el enigma!», musitó, demorándose en las palabras. Y de pronto echó la cabeza hacia atrás y rió con una risa exuberante y breve. El blanco azulado de su garganta brilló un instante.
   Tomándome de una mano, me arrastró hasta la pista de baile. Giró sobre sí misma, y por un momento la blancura de su cuerpo fue como un fogonazo en la oscuridad. Ceñí su cintura con mi brazo, hundí mi rostro en sus cabellos negros. Otro giro la liberó. Se alejó, volvió hacia mí. Al pegarse de nuevo a mi cuerpo, deslicé mi mano por entre el escote y la posé sobre su seno izquierdo. Antes de que se alejara mediante otro giro alcancé a sentir con intensa delicia el palpitar acelerado de su corazón. Me dijo que no con la cabeza, pero el fulgor de su mirada amarilla la traicionaba.
   En efecto, algunas horas después fuimos a su apartamento. Sin decirle nada, sin permitir que me dijera nada, la desnudé. Besé sus labios, mordí sus pezones, hundí mi lengua en su ombligo, atormenté su clítoris. Arrebatada por el irresistible orgasmo, clamó que la penetrara. Entonces, en ese momento tan buscado durante toda la noche, cuando ya su voluntad me pertenecía por completo, la atraje hacia mí, hundí limpiamente mis colmillos en su garganta y empecé a beber su sangre, mientras ella gritaba de dolor, de placer, de pánico, qué sé yo.
(Ekuóreo 7, 1980)


Salvamento de una leyenda
   José Cardona López

   —¡Ese colmillo hay que extraerlo!, no hay otro remedio.
   El Conde se estremeció en la silla y cubrió su cara con la capa. Comprendió cuán descuidado había sido con aquella pieza. Sus mejillas imitaron la llorosa blancura de los lirios. Gemía.
   —Entiendo cómo será su nueva situación sin ese colmillo, pero no hay nada más que hacer. El absceso fue intenso, y la infección casi horadó la mandíbula. Luego podríamos acudir a una prótesis.
   El Conde seguía con su llanto. Pensaba en lo ridículo que iba a quedar en la historia, la leyenda tendría un desagradable giro de ciento ochenta grados. Se comparó con un mezquino zancudo. Los salones del castillo, la heráldica familiar y la juventud en Transilvania acudieron a su mente. Y el orgullo de Conde le permitió decidir que, si perdía el colmillo, era mejor quedarse con el hueco en la dentadura, antes que tener un inservible postizo. Armado de valor, detallando el amenazante gatillo orlado por la incandescencia de la pantalla, definió su suerte:
   —¡Extráigalo! —le gritó.
   Había concluido que, a partir de esa noche, el trabajo sería más demorado. Por siempre debería punzar dos veces y sorber dos veces en la yugular de las víctimas. El placer del chupeteo quizá disminuiría, pero su doble labor lo restablecería. Además, la leyenda se salvaría. 
(Papagayo de cristal # 9. Bogotá, 1982)


Embarque de maldad
   W. S. Cobun, Jr.

   El manto de niebla se extendía con espesor aplastante sobre el puerto. Envuelta por la arremolinada bruma, una figura sombría iba acercándose al viejo buque que, amarrado a un muelle que parecía estar suspendido de aquella humedad que lo invadía todo, iba balanceando sus mástiles y sus obenques. En el instante en que la marea, invisible en la oscuridad que reinaba bajo el muelle, iniciaba su reflujo, la cubierta figura saltó sobre el puente de la nave y se deslizó subrepticiamente hasta la escotilla de proa.
   Allí el agente había realizado bien su tarea. Las anchas cajas estaban bien apiladas y dispuestas en hileras. Pero su eficacia nunca sería proclamada, porque su cuerpo frío y exangüe se quedaría ahí en espera del día en que lo descubrieran. El Conde Drácula se acostó sobre el polvoriento fondo de la primera caja y cerró la tapa sobre él. Pronto visitaría los lugares más poblados de Europa. El tiempo presente no habría sido mal empleado.
   Su gesto aclaró la pesada nube que envolvía al buque. Cuando supuso que ya era medianoche, oyó unas pesadas botas que caminaban sobre el puente que tenía encima. Sin duda era el capitán que estaba de vuelta. Como la marea estaba subiendo, el crujido de las poleas y aparejos y el ruido de cadenas le hicieron pensar que el buque zarpaba de su puerto en el mar Negro.
   El Conde se complacía pensando en la noche que se acercaba. A modo de gato se fue arrastrando, a través de la oscuridad de la bodega, hacia el puente azotado por la lluvia. Pasó al lado de varias figuras silenciosas que observaban atentamente de cara al oscuro mar; y continuó arrastrándose hasta situarse al fin detrás del timonel. Ávido de sangre, saltó con ferocidad sobre la ancha espalda del marino, pero, un instante después, se abatió pesadamente sobre la gran rueda. Con espanto, se dio cuenta de que había pasado del todo a través de aquel hombre.
   Comprendió entonces su locura. El buque estaba maldito, condenado a navegar eternamente con su tripulación fantasma, en tanto ahora, un pasajero molesto, el propio Drácula, se veía obligado a morir por falta de alimento. Sí, en aquel buque no había ni una gota de sangre para su sustento: en aquel buque fantasma llamado El Holandés Errante.


Reencuentro
   Humberto Cruz Manzano

   El hombre vació sobre una mesa el contenido de la maleta y una granizada de cajas de dientes se desparramó ante los ojos del extraño visitante. Este se llevó una tras otra a la boca y por fin sintió coincidir una con sus cavidades interiores.
   —¡Esta es! —dijo ensayando una sonrisa de fiesta—. ¿Cuánto le debo, doctor?
   —No soy doctor, soy el antiguo sepulturero; estoy seguro de que esa hermosa pieza se ajusta perfectamente al alma de un asesino
   —¿Por qué dice eso? —preguntó el extraño visitante.
   —Esa caja perteneció al padre del conde Drácula —respondió volviendo a llenar la maleta.
   —¿Era un asesino?
   —Poco más o menos.
   —No entiendo —exclamó el extraño visitante.
   —Yo tampoco, pero no se preocupe por eso. Lo importante es saber succionar las arterias del prójimo.
   —¿Cuánto le debo? —repitió confundido.
   —Llévela. No le vale nada —dijo el hombrecito satisfecho de que el extraño visitante se hubiera reencontrado con el pasado.
   El visitante empezó a dejar atrás la luz vesperal para sumergirse en su propia sombra.
   El último transeúnte que lo vio apuró el paso.
(Antología del cuento corto colombiano, 1994)


Prueba
   Isar Hasim Otazo

   —Aquí tiene el matraz con la muestra de sangre.
   —Tráigame una probeta, por favor.
   —Sí, señor Conde.