domingo, 17 de abril de 2022

312. Robert Musil (1880-1942): ochenta años

 
Robert Musil

El 15 de abril se cumplieron ochenta años de la muerte de Robert Musil, uno de los más admirados novelistas europeos, autor de El hombre sin atributos. E-kuóreo conmemora la obra de este maestro de la observación con estas muestras, que si bien no son estrictamente minicuentos, son textos breves de alta calidad literaria.
 



Atrapamoscas I

   El papel atrapamoscas mide aproximadamente treinta centímetros de largo por veinte de ancho; está cubierto por una capa de veneno amarillo y su origen es Canadá. Cuando una mosca aterriza sobre él —sin demasiado entusiasmo, más bien por inercia, dado que hay tantas otras allí— se pega primero por la punta de las patas. Una sensación apenas desconcertante la invade, como si una persona fuera caminando descalza a oscuras y pisara algo, una suave obstrucción, tibia e ineludible, en la que poco a poco la fabulosa esencia humana empieza a fluir, reconociéndola como una mano que simplemente estaba allí , y que con sus cinco dedos bien diferenciados la agarra fuerte.


Atrapamoscas II

   Cuando una mosca aterriza sobre el papel atrapamoscas, se esfuerza por mantenerse erguida, como un rengo queriendo ocultar su invalidez, o como un soldado decrépito, con las piernas algo arqueadas —como uno se pararía frente a un abismo—. Toma fuerza, considera la situación. Al cabo de unos segundos empieza a hacer lo que está a su alcance: zumba, intenta liberarse. Continúa esa lucha frenética hasta que el agotamiento la obliga a detenerse. Toma aliento y vuelve a la carga. Pero los intervalos se hacen cada vez más largos. Es evidente su indefensión. Se elevan extraños vapores. Su lengua golpetea como diminuto martillo. Tiene la cabeza marrón y peluda como cocos o africanos. Se retuerce sobre sus patas bien agarradas, se dobla sobre sus rodillas y se inclina hacia adelante, como un hombre intentando mover algo muy pesado: la imagen es más trágica que la de obreros en una fábrica, más honesta y dramática que el lamento de un Laoconte.


Atrapamoscas III

   Luego de haber aterrizado sobre el papel atrapamoscas, llega el extraordinario momento en que la necesidad de un segundo de descanso se impone sobre los mismos instintos de supervivencia de la mosca. Es el momento en que el dolor de dedos hace soltar al montañista, en que el hombre perdido en la nieve se acurruca como un niño, en que el perseguido se detiene a recobrar el aliento. Ya no se mantiene completamente en pie sino que se dobla apenas y, en ese momento, parece completamente humana. Inmediatamente se pega por otro lado, más arriba en la pata o la punta de un ala.


Atrapamoscas IV

   Al poco tiempo de estar atrapada en el papel atrapamoscas y de haber requerido un segundo de descanso, la mosca vence el agotamiento espiritual y retoma la lucha; se encuentra atrapada en una posición desfavorable y sus movimientos se vuelven artificiales. Entonces, se acuesta con las patas traseras estiradas, se apoya en los codos y hace fuerza para levantarse. O sentada con los brazos estirados, como una mujer tratando de liberarse de un hombre. O acostada boca abajo con la cabeza y los brazos al frente, como si se hubiera tropezado y subido la cabeza por reflejo. Pero el enemigo es pasivo y triunfa precisamente en esos momentos de desesperación. La atrae tan lentamente que se puede seguir la acción, a menudo con una aceleración abrupta hacia el final, el momento del último aliento.


Atrapamoscas V

   Después de haber intentado en vano escapar del papel atrapamoscas, la mosca se deja caer, con la cabeza hacia adelante, boca abajo, o de costado con las piernas vencidas; a menudo también da una vuelta carnero. Así queda atrapada. Como un avión estrellado con un ala hacia arriba. O como un caballo muerto. Con eternos gestos de desesperación, o muy tranquila, como si estuviera dormida. Incluso puede que al otro día se despierte y sacuda una pata o un ala. En ocasiones, esos movimientos despiertan a las otras y entonces todas se hunden un poco más profundo en la muerte. Y al costado, junto al tomacorriente, una larva microscópica vivirá durante mucho tiempo más. Se abre y se cierra; no se puede describir sin una lupa: parece un diminuto ojo parpadeando sin cesar. 


Pescadores en el Báltico

   Hacen un pequeño pozo en la arena con las manos y, de una bolsa de tierra, echan gordos gusanos; la suave tierra negra y la bola de gusanos forman una asquerosidad oscura, húmeda y tentadora sobre la arena blanca y limpia. Al costado ubican un elegante baúl de madera. Se parece a un cajón o ábaco alargado, no demasiado grande, y está lleno de hilo limpio; al otro lado del pozo, hay otro igual pero vacío.
   Los cientos de anzuelos sujetos a los hilos del primer baúl están prolijamente dispuestos en la punta de una pequeña vara de hierro, y en este momento son desanudados, uno a uno, y colocados en el baúl vacío, en cuyo fondo no hay más que arena limpia y húmeda. La tarea se ejecuta con gran precisión. Mientras tanto, cuatro largas, delgadas y fuertes manos supervisan el proceso con la dedicación de una enfermera, asegurándose que cada anzuelo tenga su gusano.
   Los hombres que hacen este trabajo están sentados de a dos sobre los talones; sus espaldas son fuertes y huesudas, sus rostros cálidos y alargados y todos llevan pipa en la boca. Intercambian palabras incomprensibles que fluyen con tanta soltura como sus manos. Uno de ellos toma un gusano con dos dedos y lo corta en tres pedazos con los mismos dedos de la otra mano, con la misma facilidad y precisión de un fabricante de zapatos al cortar el papel, luego de haber tomado las medidas. Después, con la primera mano, colocan estos retorcidos trozos de vida con cuidado en cada anzuelo. Luego de hacer esto, echan agua a los gusanos y los dejan en el baúl vacío, donde pueden morir sin perder inmediatamente su frescura.
   Es una actividad tranquila y delicada en la que los toscos dedos de los pescadores se mueven como en puntillas. Hay que observar con atención. Cuando está despejado, el cielo azul oscuro se arquea en lo alto, y las gaviotas vuelan en círculos como blancas golondrinas.


Tumbas

   A campo abierto, en algún lugar detrás de Pincio, o ya en Villa Borghese, hay dos tumbas entre los arbustos. No tienen nada de particular, no entrañan ningún hallazgo, simplemente están allí, y sobre ellas está recostada la pareja que alguna vez había hecho grabar sus propios nombres en piedra como recuerdo.
   Se ven muchas tumbas en Roma, pero en ningún museo ni iglesia causan tanta impresión como aquí bajo de los árboles, donde, como si fuera un picnic, las figuras recostadas parecieran recién haberse despertado de un sueño que duró dos mil años.
   Se apoyan en los codos y se miran. Todo lo que falta entre ellos es una canasta con queso, fruta y vino.
   La mujer tiene el cabello enrulado; en cualquier momento lo peinará como estaba de moda en el momento en que se quedó dormida. Y se sonríen: una sonrisa larga, muy larga. Te das vuelta y ellos se siguen sonriendo.
   Esa mirada de clase media, leal, correcta, amorosa, duró siglos; fue enviada desde la antigua Roma y atraviesa la tuya hoy.
   No te sorprendas si aún frente a ti esta mirada se sostiene, que no miren para otro lado o la bajen: eso no los hace seres de piedra sino todavía más humanos.