domingo, 23 de febrero de 2020

256. Enrique Anderson Imbert II


Vértigos

   Dos monjes —Jerónimo y Teodoro— estaban conversando, sentados a la mesa del refectorio del convento, cuando por la ventana vieron pasar un pájaro maravilloso. Se levantaron de un salto (con el empujón a la mesa hicieron caer una jarra de agua) y corrieron hacia el patio, en cuya fuente el pájaro empezó a cantar.
   Mientras cantaba el pájaro, Jerónimo, embelesado, vio trescientos años de historia, desde la coronación de Carlomagno hasta la caída de Jerusalén bajo los cruzados de Godofredo de Bouillón. Y no solo la historia real, sino todas las historias paralelas que posiblemente hubieran ocurrido en caso de negarse el Papa a coronar a Carlomagno. Cuando el pájaro calló, Jerónimo se encontró solo —ni una seña de su compañero Teodoro—, volvió al refectorio del convento y alcanzó a levantar la jarra —que todavía se estaba cayendo— antes de que se derramara una gota. Después, sobre esa misma mesa, describió su experiencia en una crónica.
   El otro monje, Teodoro, al oír el primer gorjeo del pájaro maravilloso, pestañeó como si en su éxtasis un relámpago lo encandilara. Un único pestañeo y ya el pájaro había callado. Teodoro estaba solo. De Jerónimo, ni una seña. El convento, en ruinas. El pintor Jacquemart de Hesdin encontró a Teodoro vagando por una galería derruida, mudo, enajenado. Lo recogió y lo usó como modelo para el cuadro que había prometido a Charles VI: cuadro sobre un monje que, según una multisecular leyenda, legada por un cronista llamado Jerónimo, había desaparecido del convento, volando por los aires, trescientos años atrás.


La muerte II

   Rodearon el lecho del amigo, ya moribundo, y se pusieron a reír para que él, con tanto estrépito, no pudiera oír los pasos de la Muerte cuando de un momento a otro entrase en la habitación.


Enrique Anderson Imbert
La muerte III
  
   —Te odio —le dijo la Muerte, con un gesto de impotencia.
   —Ya lo sé —contestó el Judío Errante.


La muerte IV

   Caminando de noche por un callejón solitario sufrió un ataque al corazón. Ya se caía cuando de la sombra salió alguien que lo sostuvo. Fue a decir «gracias» pero al apoyarse y palpar puros huesos comprendió que no estaban socorriéndolo sino llevándoselo.


Cortesía

   Nunca he visto cortesía semejante a la de esa pared. Yo estaba discutiendo en la sala del Club con Norberto, el ciego. Norberto no había querido creerme que ese «horrible chillido» —fueron sus palabras— que acababa de oír venía de un hermoso pavo real. Para humillarlo, le describí la cola: «el pavo abre su cola —agregué al final — como un museo sus salas». Enojado, se volvió hacia donde él suponía que estaba la puerta y se fue derecho contra la pared. La pared, cortésmente corrió su puerta y se la puso delante y abierta. Norberto pasó muy seguro.


Bestiario I

   El desierto se extendía por donde yo mirara, redondo, liso, calcinado.
   Al principio creí que esa única cosa erguida a la distancia era un árbol seco. Más cerca, me pareció un poste. Más cerca aún, dos postes que se iban separando. Más cerca, más cerca, y vi que eran jambas que sostenían un dintel: vano de una inmensa puerta. En vez de puerta, un cuadrángulo de luz, espejo que no reflejaba nada. Y el marco vacío se levantaba ancho y alto, en el desierto.
   Lo atravesé como quien pasa por debajo de un Arco Triunfal, y apenas pisé en el otro lado me encontré en un verde trasmundo, rodeado de unicornios, dragones, hipogrifos.
   Me asombré de ver, en medio de esta zoología fantástica, y dándose aires de quimérico, un rinoceronte: ¿cómo ha conseguido poner su ordinario corpazo en este fabuloso ruedo de mitos? ¿Lo habré traído yo conmigo, de mi ordinario mundo, al meterme aquí?


Universo pulsátil

   Aquella noche de insomnio, allá por mil setecientos veinte, el hombre tuvo una súbita intuición: que el mundo se inflaba y desinflaba y todas las cosas aumentaban al mismo tiempo y al mismo tiempo disminuían, en un ritmo tan perfecto y tan perfectamente guardando las proporciones que nadie notaba el fenómeno. La pluma con la que él escribía crecía y decrecía; pero también crecían o decrecían él y cuanto lo rodeaba, y así todo le parecía que seguía siendo igual.
   A esa intuición siguió otra: en un rapto místico el hombre saltó a destiempo de esos grandes flujos y reflujos y por unos segundos se quedó enano en medio de los muebles que se agigantaban y gigante en medio de muebles que se encogían.
   Fue a escribir su extraña experiencia pero comprendió que, en esa Edad de la Razón en que vivía, lo tomarían por loco: entonces, para disimular, escribió los dos primeros libros de los Viajes de Gulliver.


Ver primera parte del homenaje: