domingo, 9 de febrero de 2020

255. Enrique Anderson Imbert (1910-2000)


Enrique Anderson Imbert en 1980
 


    El próximo 12 de febrero se celebrarán los 110 años del nacimiento de uno de los precursores del minicuento en Latinoamérica, el argentino Enrique Anderson Imbert. En homenaje, e-Kuóreo le dedica esta entrega.













   La granada XXIV

   El Emperador de la China declaró públicamente que a él, y solo a él, debía culpársele por el último eclipse de sol: lo había causado, sin querer, al cometer un error administrativo. La corte alabó al Emperador por ese admirable rasgo de humildad y contrición.


Espiral

   Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si esa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca. Como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña a quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol. De un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.


Mapas

   Había muchos mapas colgados en la escuela. El niño Beltrán los miraba, distraído. En el libro de lectura también había mapas. Tampoco a Beltrán le interesaban. Aun del globo terráqueo que engordaba en el vestíbulo, frente al despacho de la Directora, lo único que le llamaba la atención era que uno pudiese hacerlo girar con el dedo: «Acaso —pensaba— hay un dedo grande que hace girar este planeta en que vivimos; acaso ni siquiera es un dedo, sino que alguien lo está soplando». Beltrán se aburría con los mapas. Así pasaron dos, tres años. ¿Cómo fue que de pronto descubrió la Geografía? Lo cierto es que una tarde volvía a su casa, dando puntapiés a una piedra, cuando se le ocurrió que todos los mapas de la escuela no valían nada porque eran demasiado pequeños, incompletos, fragmentarios, achatados, falsos, inhabitables. «El verdadero mapa —se dijo— es el planeta mismo; mapa de otro planeta, igual pero millones de veces más grande habitado por gigantes millones de veces más grandes que los hombres, donde hay un niño que da puntapiés a una piedra millones de veces más grande que ésta a la que estoy dando puntapiés ahora». Beltrán se detuvo y echó un vistazo alrededor. Todo le pareció nuevo: se admiró de la plaza, de las avenidas, del río, de la arboleda. Se sintió como un microbio que caminase sobre el globo terráqueo del vestíbulo de la escuela. «Vivo —se dijo— en un mapa. Pero este mapa que a mí me parece tan grande debe de estar dentro de una escuela que yo no alcanzo a ver: y allí, para otro Beltrán, será tan pequeño, incompleto, fragmentario, achatado, falso e inhabitable como los mapas de mi propia escuela. Un mapa está siempre dentro de otro. Habrá uno tan grande que coincida con el universo».



Intelligentsia IX

   Con máquinas calculadoras los técnicos montaron una Academia de Filosofía. Primero eligieron las obras más importantes en la historia del pensamiento. Después, mediante un rigurosísimo análisis, las despojaron de sus accidentes —lenguaje, biblioteca, época, paisaje, polémicas, anécdotas— hasta reducirlas a esenciales visiones del mundo. Por último, con estos núcleos de ideas fundamentales prepararon los cerebros electrónicos. Para que las máquinas-filósofos pudieran dialogar les dieron el mismo idioma. Algunas —las de filosofías mecanicista— funcionaron bien, aunque nada de lo que decían sorprendía a los técnicos. Por el contrario, las que correspondían a filósofos que habían descreído de las máquinas, emitían estrafalarias combinaciones de símbolos. Las máquinas-filósofos para quienes la realidad era un comportamiento de la conciencia solo producían verbos. Otras suprimían los verbos y en cambio encadenaban sustantivos o los soltaban perseguidos por una jauría de adjetivos. Había máquinas-filósofos que, con desesperados neologismos, se esforzaban por restablecer la forma interior de la lengua nacional desde la que alguien había pensado. Hasta hubo hablas negras cuyas palabras —si eran palabras— nadie pudo identificar. Los técnicos, ofuscados por tantas galimatías, buscaron un tercer código que —como en el argumento del «tritos ánthropos» de Aristóteles— les permitiera pasar del código cibernético al código personal. Lo encontraron. Al traducirlo empezaron a salir metáforas Por ejemplo, a la pregunta «¿qué es el universo?» un código contestaba «un ojo»; otro «un bostezo»; otro «una sopa». No era serio. Tuvieron que desmontar la Academia y devolver los aparatos al Ministerio de Guerra.



Gesta romanorum III

   Un gran crujido y se partió la superficie de la tierra: quedó una profunda brecha, justamente en medio de Roma. Los hombres sintieron que mientras la ciudad estuviera así rajada no podrían ser felices. ¿Qué hacer? El Pontífice dijo que sin duda era voluntad de los dioses dejar el abismo abierto hasta que alguien se sacrificara por todos, arrojándose a él. Apenas su cuerpo se estrellara en el fondo, los bordes del precipicio se cerrarían: herida que cicatriza después de la puñalada, surco que se alisa después que le meten la semilla. Lanzaron proclamas: ¿hay quien quiera sacrificarse? Tenía que ser el sacrificio de alguien que gozase de la vida, no el suicidio de un desesperado o una caída accidental. Pasó el tiempo y nadie se ofrecía. Un buen día se presentó Marcus Curtius y dijo que con mucho gusto se echaría al pozo, pero con una condición: que durante un año le permitieran hacer todo lo que le viniese en gana. Completa libertad. Se la otorgaron. Marcus Curtius empezó a vivir desenfrenadamente: robaba, asesinaba, violaba mujeres, incendiaba templos.
   Marcus Curtius resultó peor que el abismo.
   La gente decidió no esperar que se cumpliera el plazo del año y una tarde mataron a Marcus Curtius y tiraron su cadáver al abismo. Así, con esa primera basura, empezaron a llenarlo.


Sententia nominum

   Verano de 1116. Casa del canónigo Fulbert, en París. Pierre Abélard ve acercarse a Héloïse. Va a abrazarla pero ella lo detiene diciéndole:
   —No te equivoques. Solo soy la imagen que llevas en tu corazón.
   Abélard replica:
   —Según eso, yo seré la imagen que Héloïse lleva de mí en su corazón. Da lo mismo, pues.
   Y las imágenes se tendieron sobre la alfombra y se juntaron.


Danza macabra III

   Cuando Pablo tenía diez años bajó al sótano y vio a su padre ahorcado del techo. El choque fue espantoso: quedó melancólico, estremecido, tartamudo. Pasaron diez años y se casó con una niña a la que acababa de conocer en una playa veraniega. La noche de bodas descubrió que su mujer padecía de una subluxación de la columna cervical: las vértebras comprimían unas raíces nerviosas. Pablo, el melancólico, el estremecido, el tartamudo, tuvo que aprender a aliviarla del dolor. Le enlazaba el cuello y la barbilla y, tirando de una cuerda que corría por una polea del techo, la levantaba hasta que quedase en puntillas. Todas las noches creaba abismos bajo los pies de su mujer. Abismos chiquititos. Con ellos se fue llenando el abismo grandote que durante diez años había obsesionado a Pablo, desde que lo vio una vez bajo los pies de su padre. Se acostumbró a manejar la horca. Hasta la idea misma de la horca le divertía. Viendo a su mujer como una guinda se le alegraba el ánimo. Al final perdió la melancolía, el estremecimiento, la tartamudez y la mujer.