domingo, 8 de marzo de 2020

257. Ellas escriben minicuentos VI - Escritoras colombianas


Marzo es el mes del Día Internacional de la Mujer. En homenaje, e-Kuóreo publicará dos entregas: la actual, con escritoras colombianas, seguida por una selección de  escritoras de minicuentos de todo el mundo.


Una fisura en la noche
   Lucy Fabiola Tello 

   ¿Puede el delicado tejido de la noche desgarrarse? ¿Visitarnos lo insólito a través del sueño o de la lucidez del insomnio? ¿Abrir brechas, fisuras por donde aceche lo extraño? Lo digo porque hay momentos donde el orden de las cosas cotidianas se rompe con críptica facilidad abriendo resquicios por donde se escapan los hechos del otro mundo. Como hace unas noches me hallaba en mi cama, con la habitación en penumbra y teniendo al frente el ropero abierto de par en par, veo entonces cómo una de las sábanas cuidadosamente doblada, va adquiriendo una enorme y fantasmal cabeza de vaca. La silenciosa y blanca extensión de la tela fue elevándose sobre sí misma e inmediatamente, con la paciente y acuciosa dedicación con que estos animales triscan y rumian, la vaca devoró cada una de las sábanas del estante, siguió luego con mis vestidos, medias, sostenes, calzones y cuanto encontró en el armario. Cuando hubo terminado, con largos y ahogados mugidos se dirigió fuera de la habitación hacia la puerta de la calle. Atravesó la sala luchando por conservar su precaria y enorme cuadrupeidad. En la calle, a la luz mortecina de una bombilla, con paso cansino e inconsistente la vi perderse al cruzar la esquina. Al día siguiente, unas cuadras más adelante, al abrir la puerta, el frente de mi casa apareció lleno de trapos. 
   El incidente me ha dejado un serio problema: por falta de ropa he quedado prisionera en casa, sólo me cubro con una vieja ruana salvada del festín por estar guardada en el cuarto de san alejo. Con los tiempos que corren y el dinero tan escaso, difícilmente podré renovar mi ajuar.

Bibiana Bernal
Ritual
   Bibiana Bernal

   Trasladamos durante una hora el cadáver por el río. Al llegar a la aldea, lo entregamos a su tribu. Cuando nos dispusimos a regresar, los lamentos de la madre, en su lengua nativa, estremecieron el agua. El río, conmovido, devolvió la vida al indígena. Aquella mujer, agradecida, cambió sus extraños gemidos por cantos. No comprendimos qué dijo en unos y otros. No tuvimos tiempo de averiguarlo porque, cuando el hombre se incorporó, murió el río y con él quienes lo navegábamos.
(Mujeres minicuentistas. Calarcá: Cuadernos negros, 2008)


Esperanza de vida
   Diana Ospina

   El timbre del teléfono rompió el silencio que reinaba en la estación. El hombre observó el aparato con curiosidad. ¿A quién llamarían a un teléfono público? Miró a su alrededor, sólo estaba él esperando el metro que lo lleva, como todos los días, a Coney Island donde vende tiquetes y se adormece oyendo girar el Ciclón y escuchando el crepitar de las palomitas de maíz. Así lo ha hecho durante los últimos quince años; ya ni siquiera la supuesta alegría del parque lo entusiasma, no lo sorprenden más los gordos exuberantes que engullen perros calientes y practican el tiro al blanco, ni las rubias que se ríen por todo y se dejan meter la mano fácil, ni los latinos que juegan frisbi en la playa, en invierno y en verano, frente a los edificios de ladrillo viejo y ventanas sucias.
   Al día siguiente el teléfono volvió a repicar. El sonido inesperado lo sacó del marasmo en el que trascurren sus horas. Estuvo tentado a contestar pero se contuvo. La sorpresa inicial fue sustituida por un sentimiento nuevo, difuso, cuando al otro día, y al otro y al siguiente, la escena se repitió, como una obra que se presentara puntual en un mismo escenario; nada cambiaba, ni la soledad de la estación (¿en Nueva York?), ni su pantalón gastado y su camisa de cuadros. No podía ser casualidad. Lo pensó una y otra vez casi acunado por el traqueteo del Ciclón. No se lo dijo a nadie, igual tampoco tenía amigos. ¿Y si la llamada fuera para él? La idea empezó a anidar con fuerza en su espíritu. No parecía haber otra explicación posible. Un mensaje personal para ese inmigrante solitario que lleva ya más de quince años viviendo en un país que no le gusta, pero que le da el dinero necesario para mantener a una madre anciana por allá en el trópico, en un país que tampoco recuerda, que se ha diluido a pesar de que cada domingo se coma una bandeja paisa en Jackson Heigths. Sí, sí, tiene que ser para él, un milagro, un inescrutable designio divino o tal vez menos celestial, pero no por eso menos deseable, la vecina voluptuosa que solía hacerle guiños a espaldas del marido obeso. Se para y camina hacia el teléfono decidido a contestar. Quiere demorar el instante de la revelación que cree definitiva, trascendental. Está seguro de que su vida será diferente, nueva, renovada, quizás hasta tenga un sentido, piensa, presa del delirio. Se toma su tiempo para tomar el auricular, como quien recibe un bebé recién nacido, y lo lleva hasta su oído, expectante, ansioso. “Hi” —dice por costumbre—. “No, perdón, aló”, musita, “Aló, hola”. Y espera con paciencia, una paciencia adquirida durante quince desolados años, a que algo o alguien se materialice al otro lado de la línea.



El lunar reteñido
   Esther Fleisacher

   Al morir mi tío, pensé que Libia, ahora sí, iba a mostrar quién era. Desde el día que la vi al espejo, repintándose el lunar en la frente, empecé a dudar de ella secretamente. No se ocultó para hacerlo, tampoco se asustó cuando vio que la observaba; por el contrario, me mostró que había que mojar la punta del lápiz para que funcionara mejor y me confió que a mi tío le parecía muy atractivo. Ese día decidí que quien se inventa lunares no es de confiar. Aparentemente, todo seguía igual, pero otra dentro de mí estaba al acecho de nuevas pistas.
   Cuando los visitaba, ella siempre estaba muy arreglada con su lunar reteñido en la frente y mi tío se veía contento. Para él era de especial deleite sacar las fotos de la familia y repasar el matrimonio, los viajes, el nacimiento de cada uno de sus hijos y las casas donde había vivido. Yo aprovechaba para constatar que, desde el día de la boda, Libia lucía su lunar. No entendía cómo alguien podía sostener una farsa toda la vida, aunque nada confirmaba mi teoría de que allí alguien era engañado o muy desgraciado.
   Creía que ante la muerte no es posible mentir, por eso, cuando mi tío murió esperé verle el rostro diferente. Su tristeza y su llanto me parecían tan falsos como el lunar. Sin embargo, no abandonó a los hijos y siguió siendo una madre cariñosa. Me decía que en cualquier momento se delataría.
   Mi madre contaba que su hermano la había encontrado en un convento de donde la sacó para casarse con ella, había tenido que terminar de educarla, tenía trece años y él ya era un hombre hecho y derecho. Yo sólo podía ver motivaciones oscuras en ese suceso, una joven por gusto propio no se iría a vivir con un viejo. Así mi madre recordara, con mirada nostálgica, que su hermano había sido una estampa de hombre.
   Después de duros meses de llanto por la pérdida de su esposo, Libia vivió largos años dedicada a la venta de lencería, en lo que ponía todo el arte de bordar que había aprendido con las religiosas. Seguía luciendo el lunar reteñido a pesar de haber perdido su esbelta figura a causa de la tiroides: se volvió obesa y descuidada con su aspecto. A diferencia de todos en la familia, que lo atribuían a la tristeza y a la soledad, yo creía que no era capaz de seguir soportando la culpa, la vida se encargaba de cobrar cualquier engaño.
   Libia murió hace poco. El tiempo me permitió descubrir las argucias de la vanidad y el coqueteo, y el lunar dejó de ser relevante. Con su muerte, algo de la curiosidad infantil despuntó. Fui al velorio alentada por la idea de verla sin el lunar.
   Su imagen me causó estupor: las hijas se habían ocupado de reteñir el lunar en la frente.
(Segunda antología del cuento corto colombiano)

Nana Rodríguez Romero


Paraíso americano
   Luz Marina “Nana” Rodríguez Romero

   Américo Vespucio creía que la tierra de indias era la sede del muy conocido paraíso terrenal, pero tres cosas le sembraron la duda:
   Hasta ese momento, Eva no le había ofrecido la fruta, y eso que andaba por ahí toda desnuda y provocativa; la serpiente era tan monstruosa que era capaz de comerse al padre Adán; y la gran riqueza de la fauna le hizo pensar que todos esos animales no podrían haber cabido en el arca de Noé.
(El sabor del tiempo. Tunja: Colibrí, 2000)




Los árboles no dejan ver el bosque
   Lya Damaris Sierra González

   Aprendió la técnica del bonsái. Desde entonces la mujer dedicó todo el tiempo a su exótica actividad. Se extasiaba contemplando los minúsculos arbolitos, adivinando figuras en el capricho de las ramas. Muy pronto el apartamento se convirtió en un reducido jardín botánico. Desde hace algunas semanas los vecinos no perciben la menor señal de vida en el número 1428. Ignoran que adentro, una diminuta mujer llora desesperada tratando de encontrar la salida de ese intrincado bosque de formas retorcidas.
(Segunda antología del cuento corto colombiano)


Caídos del cielo
   Camila Bordamalo García

   Yo ya estoy mamado. Eso de recoger muertos caídos del cielo todos los días es una mamera, todos escogen este lugar, como ya casi no es transitado y ya no cumple con su vieja función, les queda fácil venir a matarse aquí. Yo ya me he quejado, pero en todas las oficinas a las que he ido se ríen y me cambian el tema; les da risa que mi casa quede debajo de un puente y se dedican a hablar de eso y, así, el verdadero motivo de mi queja queda olvidado; empiezan a hacerme preguntas estúpidas y me convierten en el centro de atención de todo el que llega.
   Todos caen al patio de mi casa, yo a veces los veo antes de lanzarse y les grito: “¡Vayan a suicidarse a otro lado!”. Pero no me hacen caso y caen todos en el patio. Estoy harto, yo creo que me va a tocar abrir un hueco y que caigan ahí de una vez.
(Perros en el cielo. Bogotá: Antiquus, 2009)