Mecánica de las novelas
Ginés Cutillas
Al abrirse la portada del libro sonó la alarma.
Todos los personajes tomaron posiciones mientras el prologuista entretenía al lector, que no tardó en doblar la esquina del primer capítulo. Allí apareció el héroe de la historia recolocándose todavía la vestimenta ante lo imprevisto de la lectura.
Una vez más, recitó de memoria su papel sin dejar de mirar de reojo el borde de la página, desconfiado de que el siguiente figurante estuviera preparado para hacer su entrada.
No hubo ningún problema. Nada más adentrarse en la próxima hoja apareció el villano exponiendo sus intereses, siempre antagónicos a los del que acababa de abandonar el escenario que componían aquellas dos páginas abiertas del libro.
Ante lo extenso y elaborado del discurso el resto de los intérpretes respiraron aliviados, teniendo tiempo de vestirse como era debido, repasar sus papeles e incluso fumarse algún que otro pitillo para aplacar los nervios.
En el momento en que el bellaco estaba a punto de abandonar el marco de la lectura, el autor ya había ordenado correctamente a todos los actores lanzándolos a escena como el que empuja paracaidistas desde un avión.
Uno tras otro, fueron desarrollando la historia que acabó otra vez con la muerte del rufián a manos del héroe.
Apenas cerrado el libro, cuando el elenco todavía estaba felicitándose por la presentación de la novela, el prologuista dio la voz de alerta. Alguien había abierto de nuevo la portada del libro.
(Un koala en el armario, 2010)
Princesa exégeta
Guillermo Bustamante Zamudio
El rey publicó un edicto: la Princesa se casaría con quien le llevase el más valioso regalo. Desde los cuatro puntos cardinales llegaron Príncipes que hacían gala de su riqueza, llevándole presentes únicos. Pero ella los despachaba con desdén. Hasta que llegó un humilde joven con una piedra.
–¿Una piedra? –preguntó ella, con la expectativa de escuchar la trama que llevaría, como es usual en el género, de una afrenta a una moraleja.
–Es mi corazón, Princesa. Lo más valioso que tengo. Si lo llenas de amor, se tornará tierno.
–Y, entonces, se supone que yo interprete erróneamente tu regalo, y luego me enmiende, para que al final haya cuento… ¿no?
–Algo así –dijo desconcertado el joven, pues no habían estudiado en el mismo colegio.
–Eso se demoraría mucho y éste es un relato breve –aclaró ella–. Pero, aun en caso de que funcionara, ¿no te das cuenta de que ya la magia no interviene en el ascenso social? ¡Ten, ponte tu piedra, antes de que tengas una complicación cardíaca en medio de Palacio!
El joven se fue sin entender por qué le habían empacado un plato de perdices para llevar y, de paso, dejó a los lectores sin saber cómo terminaba la historia de la Princesa.
(Disposiciones y virtudes, Bogotá, Aula de Humanidades, 2016)
El hueco
Antonio Fernández Molina
La noche anterior había leído durante bastante tiempo, en una sola página. Tanto me gustó que dejé el libro abierto, volcado sobre la mesilla de noche, para seguir el día siguiente.
Cuando tomé de nuevo el libro vi que en la página faltaba una palabra que la noche anterior estaba ahí. Lo recordaba perfectamente.
Tal vez la palabra se desprendió por efecto de una vibración de la corteza terrestre y posiblemente las letras, al caer, hayan quedado reducidas a polvo. O acaso salió a dar un paseo por su cuenta. Quizá vuelva.
El libro sigue abierto para facilitar su entrada. También es posible que se marchen otras.
De momento solo hay un hueco.
(Dentro de un embudo, Barcelona, Lumen, 1973)
Corrector
David Lagmanovich
Corrigió el ensayo que no era suyo, la novela que no era suya, los cuentos que no eran suyos. Era su oficio y en él se sentía eficaz. Corregía con rapidez y plenitud, preparando para la imprenta centenares de páginas ajenas. Los márgenes se llenaban de letras omitidas o sustituidas, signos de interrogación, indicaciones tipográficas y supresiones de palabras aisladas o de párrafos enteros. A veces agregaba una breve explicación. Mientras corregía un volumen de minicuentos que aspiraba a la inmortalidad, sobrevolaban su mente imágenes de otros tiempos, cuando soñaba con ser escritor. Ya estaba en la última nutrida página del manuscrito. Cuando sólo faltaban dos notas al pie de la página, los garabatos apiñados en ambos márgenes se rebelaron. Las mmm danzaban, algunas jjj reían sarcásticas, y del hueco de todas las ooo surgieron chorros de tinta que se lanzaron, vengativos, en busca de los ojos del corrector.
(Los cuatro elementos, Madrid, Menoscuarto, 2007)
Pérdida del poema de amor llamado “Niebla”
Luis Rogelio Nogueras
Para Luis Marré
Ayer he escrito un poema magnífico
lástima
lo he perdido no sé donde
ahora no puedo recordarlo
pero era estupendo
decía más o menos
que estaba enamorado
claro lo decía de otra forma
ya les digo era excelente
pero ella amaba a otro
y entonces venía una parte
realmente bella donde hablaba de
los árboles el viento y luego
más adelante explicaba algo acerca de la muerte
naturalmente no decía muerte decía
oscura garra o algo así
y luego venían unos versos extraordinarios
y hacia el final
contaba cómo me había ido caminando
por una calle desierta
convencido de que la vida comienza de nuevo
en cualquier esquina
por supuesto no decía esa cursilería
era bueno el poema
lástima de pérdida
lástima de memoria
Lapsus calami
Henry Ficher
El cuento era sobre una historia de amor basada en hechos reales; por tanto, el narrador tuvo a bien cambiar los nombres de los personajes, para proteger a los inocentes.
Pero, por un calamitoso error, se olvidó de ocultar la identidad de uno de los protagonistas, un tal Isar Hasim Otazo.
Todo se descubrió, y el cuento se complicó. Pronto nadie estaba seguro si era el personaje de una ficción o el protagonista de un drama romántico, y se armó tal confusión que el desenlace en la vida real fue mucho peor que el del cuento.
El giro irónico fue incluso más cruel para el propio narrador, porque Hasim Otazo se enamoró perdidamente de su prometida y terminó robándosela.
(Historias plausibles, Cali, Deriva, 2015)
Un personaje en apuros
Luis Fayad
Las aventuras del personaje concentraban la atención de Leoncio en las páginas de la novela. El personaje huía de varios hombres armados que lo perseguían por callejuelas oscuras, saltando tapias, introduciéndose entre matorrales salvadores. Leoncio se aferraba al libro, excitado, haciendo suya la angustia del personaje. Los hombres acortaban a cada instante la distancia, con un tremendo esfuerzo, pues el personaje demostraba ser hábil, pero lograron por fin cercarlo contra una pared para concluir su propósito.
Leoncio no pudo reprimir su ansiedad.
—¡Deténganse! –gritó.
La escena quedó inmóvil. El personaje miró a Leoncio y le dijo:
—Es la primera vez que alguien interviene, pero mejor cállese: así la cuestión no funciona.