domingo, 19 de noviembre de 2017

197. Cifras y números



Editor invitado: Alfonso Pedraza

   Cuando las cifras y números significan más que lo matemático. Hay símbolos, estados de ánimo, sinonimias, homonimias. El escritor juega con la polisemia de los números.


Había una vez... Una...
   Héctor Marcial Ugalde

   Había una vez... Una, porque dos sería una historia repetitiva.
   Un rey. Uno, porque dos sería la guerra.
   Quien estaba casado con una reina. Una, porque dos sería un drama.
   Tenían una hija princesa. Una, porque dos sería un lío.
   La que estaba enamorada de un caballero. Uno, porque dos sería telenovela.
   Al que le pusieron la condición de matar a un dragón. Uno, porque dos sería labor titánica.
   El héroe tuvo una idea. Una, porque dos sería mucho pedirle.
   La de usar una espada mágica única. Una, porque dos ya no la harían única.
   Con la que le quitó la vida al dragón. Una, porque el dragón no era gato.
   Entonces se realizó la boda. Una, porque dos sería delito.
   Y vivieron felices para siempre. Uno, porque dos siempre sería algo así como dos infinitos. (Aunque sí fueron felices los dos).
   FIN. Uno, porque dos finales sería cerrar el final abierto.






Describo
   Dalia Subacius Folch

   Son seis campanadas. O siete. Los barrotes de la cabecera son doce.
   La enfermera de la mañana llega con una bandeja de latón, trae agua y cápsulas. Las cápsulas son tres. Los días pasan idénticos: una ventana de sol partida en cuatro rectángulos viaja por la pared, iluminando los retratos de la habitación. Luego viene una mujer, lee textos piadosos, habla de pruebas que Dios les pone a sus hijos, y de la fe, y del reino. Lo mejor es cuando reza porque cierra los ojos, así no tengo que fingir que le pongo atención, y puedo contar las grietas del techo. Son nueve.
   Cada dos días viene el doctor a cambiarme los vendajes, siete en total. El doctor de la sonrisa amable dice que todo marcha muy bien, que mis huesos rotos (son trece) soldarán y la cirugía plástica hará maravillas, que soy una chica fuerte, porque no cualquiera sobrevive a una caída de tantos pisos. Fueron cuatro.


Precocidad y genio
   René Avilés Fabila

  Mozart revolucionó la música antes de los treinta años; Schubert necesitó otros tantos para dejar una huella indeleble; Radriguet, a los veinte, había escrito El diablo en el cuerpo; Rimbaud, a los diecinueve, y con una obra perfecta detrás (Las iluminaciones, Una temporada en el infierno...), renuncia para siempre a la literatura; Napoleón Bonaparte era Primer Cónsul a los treinta; Bolívar entró en Caracas para ser proclamado Libertador a esa misma edad; a los treintaiséis, Modigliani se suicidó; a los treintaidós, Ernesto Che Guevara hablaba por la Revolución Cubana y Alejandro Magno falleció a los treintaitrés, luego de haber conquistado el mundo de su época. En cambio, don Luis de Longoria y Silva requirió de más de setenta años (quince de estudios y treintaicinco de burocracia) para realizar su obra: al morir dejó siete hijos (tres vendedores y cuatro amas de casa), once nietos, un departamento y una casita de campo. En vida, nunca reparó en que su única aportación a la humanidad fue la de aumentar su número.


Argumentum ornithologicum 
   Jorge Luis Borges

  Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe.


Sin título
   José Emilio Pacheco

   Sábado, 8 de diciembre

    Hoy quemé tu carta. La única carta que me escribiste. Y yo te he estado escribiendo (sin que tú lo sepas) día a día. A veces con amor, a veces con desolación, otras con rencor. Tu carta la conozco de memoria: catorce líneas, ochenta y ocho palabras, diecinueve comas, once puntos seguidos, diecisiete acentos ortográficos y ni una sola verdad.