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domingo, 6 de julio de 2014
108. Mujeres III
Primeros relatos
José Eddier Gómez
Los primeros relatos hablan de una mujer coronada por una extraña aureola que, al descender sobre la montaña del norte, dejó una transparente brisa, dulce y vaporosa, capaz de extasiar a todos los seres de La Tierra. Descendió luego por las colinas hasta el valle, donde los hombres angustiados esperaban la señal. Al verla, todos sintieron el gran amor que inspiraba su aliento y bajo su cobijo cultivaron la tierra y se sintieron felices hasta que, en medio del jolgorio, ella desapareció. Los hombres se inquietaron hasta pelearse los unos contra los otros, pues cada uno sospechaba del otro que la habría escondido en su cabaña. Así vinieron las guerras que despedazaron a los hombres y otra vez el dolor y la muerte. Pero la mujer no volvería, porque ya había cumplido su destino.
Tragedia
Vicente Huidobro
María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.
Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo.
Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y luego tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.
Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante.
¿Era ella culpable de tener un hombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?
Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de asombro, por no poder entender un gesto tan absurdo.
Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.
El engaño
Marcial Fernández
La conoció en un bar y en el hotel le arrancó la blusa provocativa, la falda entallada, los zapatos de tacón alto, las medias de seda, los ligueros, las pulseras y los collares, el corsé, el maquillaje y, al quitarle los lentes negros, se quedó completamente solo.
Retrato
Adolfo Bioy Casares
Conozco a una muchacha generosa y valiente, siempre resuelta a sacrificarse, a perderlo todo, aún la vida, y luego a recapacitar, a recuperar parte de lo que dio con amplitud, a exaltar su ejemplo, a reprochar la flaqueza del próximo, a cobrar hasta el último centavo.
Los ojos culpables
Ah'med Ech Chiruani
Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; él respondió:
—Tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios.
Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado el hombre se afligió y le dijo:
—¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor.
Ella le respondió:
—No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios.
A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que le decía:
—La muchacha disminuyó su valor para ti, pero lo aumentó para nosotros y te la hemos tomado.
Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta.
Vivir para siempre
Anónimo europeo
Una dama comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón, y deseó vivir para siempre. En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y a arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer, ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella de vidrio y la colgaron en una iglesia. Todavía está allí, en la iglesia de Santa María. Es del tamaño de una rata y una vez al año se mueve.
La mujer de crin
Maribel García Morales
La llanura se fue consumiendo en sus jornadas de búsqueda, hasta sentir próximo el encuentro. Galopó con más prisa y sus cascos marcaron un ritmo de fuego sobre el camino de piedra. A lo lejos divisó el portal de la hacienda, igual al de sus sueños, y el cansancio cedió a su deseo. Apuró el trote y pronto arribó a su destino.
En la mecedora, el hombre la aguardaba. Bello, igual al príncipe soñado que la hizo abandonar a su manada y emprender aquella travesía.
Agotada, se recostó a sus pies, cerró los ojos y lentamente fue dejando su aspecto montuno y se convirtió en una bella mujer. Sin importarle su desnudez, sensual, se acercó al hombre que parecía dormido y lo besó en los labios. Él, momificado por la espera, recibió aquel beso añorado y se derrumbó dejando en su lugar una tenue nube de polvo que se confundió con el que dejaron los cascos de la mujer que huyó, otra vez, convertida en yegua salvaje.
Ekuóreo, revista de minicuentos