domingo, 20 de julio de 2014

109. Antología de minificción venezolana III

Editora invitada: Violeta Rojo

Cataclismo
   Rigoberto Rodríguez (1960)

   Se dice que Atlas, hincado sobre las rodillas y extenuado bajo el peso de la tierra, apoyó la esfera en uno de sus hombros. En el punto de contacto, la Atlántida desapareció bajo las aguas.
Antifábulas y otras brevedades. Caracas: Texto Sentido, 2004.


Correspondencia
   Alejandro Salas (1960-2003)
Alonso Jiménez

   Franz me escribe una carta; sin concluirla, sé que apenas comenta su situación personal; no nombra inquietudes ni sus libros por publicar. Usa pocas palabras, apenas si enfatiza alguna idea; me asombra desde el papel su brevedad. También rompe muchos manuscritos, partes de la salida han quedado inconclusas, parte de mí mismo no se ha previsto jamás. Mi reino se entrevé con facilidad en las colinas, en las pequeñas ciudades, en los sanatorios. Va asumiendo las referencias en un proceso de textura, mientras tose y la carne se corroe, la geografía lo ensimisma. Nuestra correspondencia es extremada, sus misivas llegan con regularidad, las fechas son erradas. No sé si él lo habrá notado, todas de antes de 1924. Pero éste es un detalle entendible, los laberintos me exigen seguir esperando el correo para continuarlos. A veces me preocupa si mis respuestas han llegado, si desde el castillo la eternidad pudiera ser más flexible.
Textos para antes de ser narrados. Caracas: Fundarte, 1980.


Duendes de casas olvidadas
   Arnaldo Jiménez (1963)

   Festejan las mudanzas y coleccionan objetos dejados en diferentes sitios de las casas. También celebran las muertes de los habitantes, sean accidentales o no, pues la eliminación de los habitantes se traduce como el acecho del olvido a los albergues, a los hogares. Aunque son esencialmente nómadas, una vez que el olvido ha crecido en forma de matojos y telarañas, polvos almacenados y paredes descascaradas, pueden permanecer décadas dentro de esas casas sin formar ningún tipo de familia. Al nacer, sus cuerpos son pálidos, pero luego adquieren la tonalidad de los musgos y los mohos, sus alimentos preferidos. En aquellos casos en que las casas sean habitadas nuevamente, ellos esperan un tiempo prudencial para verificar si la casa efectivamente se dejó habitar, si esto no ocurre, entonces emergen en el aire limpio y pueden generar imágenes de objetos que caen solos, bebés ahogados en pipotes o pesadillas con armarios que nunca abren.


Anuncios clasificados
   Miguel Gomes (1964)

   Oye, oye: ¿y qué tanto escribe el tipo ése? Cada vez que hay reunión de profesores allí está él, calladito, sin abrir la boca, escribe que escribe. ¿Para qué?, si nunca participa en los comités y se limita a dar sus clases, mirar el techo durante las horas de despacho y enseguida desaparecer sin haber dicho hola ni adiós…
   Oye, y ¿será verdad eso de que es raro? Tú sabes a qué me refiero: como ido. En la luna todo el día.  Los alumnos se ponen nerviosos, porque llega la hora y el hombre anda atascado en su charla; solo para cuando se le desesperan y se van, lo siento profesor pero tengo otra clase. Ah, sí.
   ¿Escritor frustrado?… Pssst. Suena elegante. Para ser francos, no se sabe de nadie que haya tenido una conversación completa con él durante los últimos años. Demasiado vulgares para su gusto; no sabemos ni hablar las lenguas que enseñamos, dicen que dijo. Nos desprecia a todos. Éstos que se creen intelectuales… mira al tipejo: cara de bicho, ¿no? Habrá reñido con el papá en la niñez, je je: la neura le da por ataques a todo lo que represente autoridad; aquí se ha peleado con tres jefes, uno detrás de otro. Suerte que antes obtuvo la permanencia en el cargo, porque si no… Su primera mujer, claro, no lo aguantó; lo dejó y anda arrejuntada con aquel italiano del Departamento de Historia. Tenerlos rondando por allí, en la misma universidad, cada día: eso debe de roerle el hígado.
   Míralo: parece el más interesado en la reunión y toma notas sin parar. ¿Qué tanto apunta? Que no nos venga con cómicas: desde hace años que no hace más que escribir durante las asambleas del   Departamento y, que se sepa, la que lleva la minuta es Gloria, la secretaria. Nadie ha leído jamás una redactada por él.
   Un día, la Gloria, que estaba sentada al lado suyo, nos vino con el chisme de que el tipo lo que hacía era escribir anuncios clasificados. Cuadraditos ínfimos llenos de letritas. No deja un espacio en limpio en toda la página y la letra chiquita, chiquitica, minúscula, como para leerla con lupa. Hasta marea. Je je. A ver si se consigue otro trabajo… bueno, no: ¿de quién nos reiríamos entonces? Así es la cosa. Lo de introvertido puede que sea cierto; aunque, para mí, no pasa de ser un tremendo pedante. Que no nos venga con poses ni historias: estas reuniones y sus deberes administrativos en general no le interesan para nada. Pa-ra-na-da. Es un presumido que se las da de Rey del Ateneo.
   Oye, y de verdad, de verdad, ¿qué carajo estará escribiendo?




Alonso Jiménez

Como si el loco fuera yo 
   Fedosy Santaella (1970)

   Hoy en la mañana, una voz amable y correcta se me acercó bajo la lluvia.
   —Hola, buenos días. Caballero, por favor, me presta su paraguas un momento, ya se lo devuelvo.
   El hombre que hablaba venía con un periódico sobre la cabeza. Tendría unos cincuenta años, usaba bigotes gruesos y lentes, y también portaba una buena porción de canas. Tenía aspecto de persona seria. Pero por lo que acababa de decir, parecía no serlo. También cabía la posibilidad de que fuese un loco, de los tantos que sobran en la ciudad. Me quedé con esta última idea, y le respondí: ­Espérame ahí mismo que ya vengo.
   Orgulloso de mi sagaz respuesta seguí mi camino. Por lo general, ante este tipo de cosas, no encuentro qué decir o digo cualquier cosa y hago el ridículo. Pero esta vez yo iba con la frente en alto, y sentí que caminaba como caminaría Batman luego de propinarle una buena paliza a cinco villanos.
   Media hora más tarde había terminado mi diligencia. Aún llovía afuera. Con el paraguas desplegado, me regresé a la calle donde había estacionado. Era la misma calle donde el loco me había abordado. Y donde aún seguía, bajo la lluvia, muy mojado y con el periódico hecho papilla sobre su cabeza. Se hallaba en el sitio exacto donde le había dicho que esperara. Entre molesto, apenado y asustado, apresuré la caminata y me mantuve a distancia. Aun así el hombre me reconoció.
   —¡Ya está de vuelta! ¡Muchas gracias! —me dijo con el gesto iluminado de beatífico agradecimiento —. ¿Ahora sí me presta el paraguas? De verdad, ya se lo devuelvo.
No le respondí, eché a correr hasta el carro, recogí el paraguas y me monté. Retrocedí, maniobré y pasé junto al hombre.
   Él me miraba asombrado, confundido, como si no pudiera creer lo que estaba pasando, como si el loco fuera yo.


Celoplastía
   José Urriola (1971)

   Mis amigos, quizá hartos de los lamentos por mi más reciente despecho, me regalan una muñeca inflable. Me la encuentro al regreso del trabajo, desnudísima, acostada sobre mi cama, con una flor plástica en la boca y una nota sobre el pecho: “Me llamo Juliana, de ahora en adelante seré tu nuevo amor”.
   Me produce una extraña combinación de risa, ternura y desagrado. Pero la tomo con cariño y la coloco sentadita en una silla del cuarto.
   Recibo una llamada telefónica. Mi ex, que me quiere ver, tomar algo, charlar un rato. Me visto y salgo, dejando a Juliana con la puerta cerrada bajo llave.
   Regreso tarde en la madrugada a casa. Juliana me espera en la sala fumando un cigarrillo, nostálgica, mirando por la ventana.
   —¿Estabas con la otra, verdad? —me dice sin dignarse a voltear. Y adivino una lágrima sintética que se le escurre mejilla abajo.
   Yo, más que asustado, me quedo francamente preocupado. Porque a esta también, a pesar del plástico, tendré que inventarle excusas verosímiles. 


El otro Cervantes
   Ricardo Ramírez Requena (1976)

   Mis padres pagaron el rescate de alguno de los dos. Se endeudaron hasta la médula y mi madre hasta se hizo pasar por viuda para conmover a los otros. No es sencillo conmoverlos a ellos. Al final, me dejaron ir a mí a cambio del monto acordado por ser el menor de los dos. Yo no quería. Sentía vergüenza de dejar a mi hermano en manos de los moros. Ya tenía un par de años o más, y le quedaban otros. Él no dejó nunca de intentar escaparse, pero era capturado siempre. Aun así, su suerte le pelaba los dientes, pues mientras otros sufrían el Empalado, el solo recibía una carga de cadenas.
   Con el tiempo, Miguel regresó a casa. Yo no estuve para recibirlo, me encontraba en Portugal, en donde dormito estas palabras.
   No sé qué será ahora de Miguel, manco de una mano, sin dineros, con los padres nuestros tan viejos, mis hermanas realengas y yo sin poder ayudar. Son pocos sus talentos además de las armas y una imaginación que lo hacía concebir personajes extraños mientras estábamos entre los infieles y nos cautivaba.
   ¿Qué será de él, de mi hermano? Yo esta noche salgo a batalla, no a Lepanto en donde quizás debió mejor morir Miguel y sellar su inmortalidad, sino a cualquiera en mis faenas de soldado.
   Ojalá puedas hacer algo con esos personajes en la cabeza, hermano, ojalá saques algún provecho en esta tierra ingrata que es el Reino de España.
   Yo, del otro lado, tomo tu destino y recibo un arcabuzazo en tu nombre, ese que debía hacer hondura en ti en Lepanto y enterrarte en la tierra, en donde te espero ahora y hasta siempre.
   Suerte hermano.