sábado, 4 de agosto de 2012

58. Dragones III


Una impostura del señor Perogrullo
   Marco Denevi

   Nadie podrá cazar al dragón: visto de cerca, el dragón ya no es dragón.


Dragones de pura raza
   Michael Ende 

   Los dragones de pura raza no pueden parecerse a ningún otro animal porque, si no, ya no son de pura raza. Unos son pequeños como lirones, otros, en cambio, alcanzan el tamaño de un tren de mercancías. Muchos se mueven como sapos y se contonean y son grandes como coches. Otros parecen orugas largas y delgadas como postes de telégrafo. Los hay que miden más de mil pies, mientras otros tienen una sola pata sobre la que saltan de una manera muy curiosa. Muchos no tienen patas y ruedan como barriles por las calles.
(Jim Botón y Lucas el maquinista. Bogotá: Círculo de lectores, 1985)


De dragones
   René Avilés Fabila

   Los dragones pasean su aburrimiento, recorren durante horas, de aquí para allá y de allá para acá, los límites de su prisión. Sin fuego en las fauces parecen mansas bestias de aspecto desagradable. La literatura ya no utiliza sus servicios y entonces les resta observar de reojo a sus observadores y vivir de pasadas glorias, cuando con oleadas de fuego y humo ahuyentaron poblaciones enteras, provocando la desolación y la muerte, cuando un caballero en cabalgadura blanca (como Sigfrido y San Jorge) les hacía frente para sacar de apuros a una causa noble. Sólo recuerdos de villano olvidado. Ah, si alguna potencia —de esas muy belicosas— sustituyera blindados y lanzallamas por dragones, el prestigio de éstos cobraría auge nuevamente y la poesía volvería al campo de batalla: otra vez a disputar por motivos románticos y no por razones mezquinas, políticas, económicas o raciales.
(Los animales prodigiosos. México: UAM, 1989)


La oración del dragón
   Julia Otxoa

   Todas las noches, cuando llega la hora de las noticias y los políticos empiezan con su verborrea sobre política nacional, entro en la cocina y quito el sonido del televisor, me siento a la mesa y pelo cuatro cabezas de ajos; desgrano luego todos los dientes y los machaco lentamente en un mortero de madera; lo mezclo todo con sal, aceite de oliva y un chorrito de limón y sigo dándole golpes hasta formar una masa compacta; entonces meto el dedo, la pruebo y si está en su justo punto tuesto cuatro rebanadas de pan y las coloco en un plato junto al mortero. Me arrodillo entonces entre el frigorífico y la regadera, y echo a volar todas las pieles de ajo por encima de mi cabeza, como si fueran pétalos de rosa cayendo por todas partes, alegre lluvia sobre un templo iluminado por un fuerte olor a ajos y a pan tostado.
   Sólo después de todo esto llega el tiempo de mi gimnasia diaria con saltos y volteretas por el pasillo, la sala y las habitaciones. Los ejercicios gimnásticos duran exactamente el tiempo del telediario, treinta minutos. Luego, sudada y exhausta, me doy una ducha, me pongo ropa limpia y me siento tranquila y feliz en la mesa de la cocina a comerme las rebanadas de pan untadas con ajo, aceite y limón, regándolo todo con una cerveza rubia y helada.
   Después de estos aperitivos salgo al balcón a echar unas cuantas llamaradas con mi aliento de ajos. La noche se incendia ante mis ojos. Y así estoy un ratito apoyada en la barandilla, contemplándolo todo, imaginándome que vuelo sobre árboles y tejados, sintiendo dentro de mí música de volcanes, las estrellas parpadeando sobre mi cabeza. En esos instantes pienso que algo así tenían que sentir en un pasado los dragones, cuando en plena ebullición de sus incendiadas fauces miraban el cielo.

El beso de los dragones
   Wilfredo Machado

   El dragón baja desde un cielo oscuro, cubierto de niebla, hacia una ciudad desconocida. Recorre lentamente las calles, que están solas a esta hora, el arco de un puente por donde se desliza un río en silencio, una gasolinera abandonada, un parque solitario donde se detiene. Ahora siente el olor mezclado al aire frío de la noche como un rastro dejado entre los árboles por otro animal desconocido. El olor lo conduce a un viejo edificio gris y sucio. De los balcones cuelgan macetas abandonadas y polvorientas. El dragón sube y se detiene en una ventana. Dentro de la habitación, un niño lo sueña tal cual es en ese instante. El dragón entra y se posa en la cama suavemente. El olor es cada vez más fuerte. Acaricia con sus garras la cabellera del niño. Luego levanta con cuidado las sábanas y mira con curiosidad y cierto orgullo las pequeñas alas de suaves escamas que comienzan a despuntar en la espalda. Entonces el dragón lo besa con ternura. El niño dentro del sueño arrojó un fuego diminuto como el del amor. El dragón quisiera despertarlo, pero sabe que él es sólo la proyección de un sueño y un deseo, como todas las cosas del mundo. Se aleja en silencio y regresa a la noche de donde vino. El niño nunca pudo explicar cómo comenzó el incendio dentro de su habitación.
(Libro de animales. Caracas: Alfadil, 2003)


Los dragones del trigésimo primer día
   Luiz Fernando Emediato

   No te desesperes ni mates a tus siete hijos antes de la hora. Los dragones llegarán el trigésimo primer día después de la señal, para matar. Además de tus hijos rebeldes, a las mujeres blancas que no se doblegaron a los deseos de Artaroth, dios de las tinieblas, de la noche y de la muerte.
   Primero cortaron sus hermosas cabelleras, porque lo traicionaron. Por cuanto eran dragones, no hubo leyes que les castigaran el crimen. La calva horrible se abrasó bajo el sol de la tortura, pero le prohibieron los gritos, aunque prensaran entre sus dos axilas un pedazo de madera. Por cuanto eran dragones, no hubo leyes.
   En el sexto día de martirio, ofreciéronle agua, pero la rechazó: Diéronle hiel, y por cuanto eran dragones, bebieron cerveza y danzaron y rieron en orgías fantásticas, cuya música no pasaba de una bárbara, angustiante y desesperada sinfonía de gemidos. Eran dragones, y por ello siguieron impunes.
   En el séptimo día descansaron, mientras en el patio del sol el héroe traicionado cargaba piedras. La ley les aseguraba descanso, y por cuanto eran dragones, disfrutaban sus beneficios.
   El héroe murió en la vigésima hora del décimo tercer día, y por cuanto eran dragones, no creían en presagios. Mientras el pueblo bramaba en las torcidas calles, deslizándose por ellas cual formidable ciempiés, dormían bajo los efectos del vino y de los hongos alucinantes. Despertaron con los primeros rayos del sol rojo, y cuando abrieron los ojos, llevaron la mano izquierda, medrosamente, a los coloridos galones de los uniformes.
   Nadie acudió a sus llamados, aunque fueran dragones, y uno a uno fueron pasados por las armas blancas. Por cuanto eran dragones, los sepultaron con honores y salvas de veintiún cañonazos.
   Después de un torturado hiato de meses y meses de incertidumbre, los líderes del precipitado ciempiés popular fueron diezmados por los ángeles sin alas, uno por uno, en secreto y en silencio, en la intimidad ininvadible de las sábanas.
   Los nuevos dragones llegarán el trigésimo primer día, aunque los libres atestigüen que no es cierto, y durante diez años castigarán a los débiles. Ayer sepultaron el último varón antiguo, y ahora, aunque sea de madrugada, todavía podemos oír los gritos de sus siete viudas. Lloran no por él, que ya murió, sino por sus siete hijos menores que serán sacrificados, a hierro y fuego, en la madrugada del trigésimo día después de la noche del aviso, o sea mañana.