sábado, 21 de julio de 2012

57. Escritores argentinos I


Ekuóreo me pidió veintiún microficciones que dieran cuenta de la evolución de esta forma textual en Argentina. Debo confesar que no pude. Seleccioné treinta y dos y apenas he llegado a los nacidos en la década del sesenta. No sin pena, me impuse la condición de incluir solamente nombres que han alcanzado notoriedad en el campo de la microficción o que, siendo microficcionistas, lograron primero renombre como poetas, novelistas, cuentistas o dramaturgos. Me he privado de incluir autores a quienes, incluso, les he dedicado un libro, como Ildiko Nassr, Juan Romagnoli y Orlando Romano, pero la saludable explosión de la microficción en Argentina, haría interminable esta pretendida miniantología si pusiera a todos los que se lo merecen. Espero que ellos y ustedes me perdonen la mutilación.
Raúl Brasca
Editor Invitado



El tesoro de Scheherezada
   Leopoldo Lugones   (1874 – 1938)

   Después que la elocuente princesa hubo salvado su vida con sus historias, en aquellas famosas mil y una noches de esplendor y de peligro, las cascadas de oro y pedrería, de sedas y de perfumes, las adolescentes bellas como lunas, los jardines milagrosos, las ciudades extraordinarias, los animales estupendos, los duendes de la tierra, del aire y del agua, las aventuras que trama el destino para hacer un rey de un gañán, y un asno o un gamo silvestre del gallardo hechizado; todo ese poema absolutamente único, porque agotó los prodigios de la imaginación a los pies del sultán magnífico y celoso, constituyó la herencia de la princesa: la herencia con que la princesa Scheherezada dotó a su pueblo, fundiendo todos aquellos tesoros en la maravilla divinamente impar de una esmeralda: la esperanza.


Aquel verdugo
   Macedonio Fernández   (1874 – 1952)
   
   Aquel verdugo era un santo de aquella época. Uno le decía: 
   —¡Con amore!, querido Sebastián. ¡Con amore!, por favor. 
   Y él lo hacía con una suavidad e instantaneidad tan empeñosa que no se sentía casi nada. Esto podemos saberlo hoy y contarlo por lecturas del siglo VI. Sabido es que entonces no se tardaba tanto para resucitar como ahora, que rige para ello el Juicio Final; los muertos griegos eran más dinámicos. Era raro entonces que un hombre entrado en años no hubiera sido ajusticiado alguna vez; el hecho ayudaba a vivir.


Balada del burgués que cuida su negocio
   Juan Filloy   (1894 – 2000)
   
   Entonces el Patrón fue y le dijo: 
   —Mire María: lamento despedirla. Usted es la mejor tejedora del taller. Pero los negocios son los negocios. Es usted demasiado lerda. En cada punto ahoga una lágrima. En cada lacito ahorca un suspiro. Usted teje con una angustia punzante en vez de aguja. ¡Así pierdo plata! La gente no entiende nada de escarpines, bombachas o corpiños sentimentales. Bien: está despedida. Cuando teja sin nostalgias de madre puede volver al trabajo.


Diálogo sobre un diálogo
   Jorge Luis Borges   (1899 – 1986)
  
   A.—Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente La Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo. 
   Z (burlón). —Pero sospecho que al final no se resolvieron. 
   A (ya en plena mística). —Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.


La confesión
   Manuel Peyrou   (1902 – 1974) 
  
   En la primavera de 1232, cerca de Avignon, el caballero Gontran D’Orville mató por la espalda al odiado conde Geoffroy, señor del lugar. Inmediatamente confesó que había vengado una ofensa, pues su mujer lo engañaba con el conde. 
   Lo sentenciaron a morir decapitado, y diez minutos antes de la ejecución le permitieron recibir a su mujer en la celda. 
   —¿Por qué mentiste? —preguntó Giselle D’Orville—. ¿Por qué me llenas de vergüenza? 
   —Porque soy débil —repuso—. De este modo me cortarán la cabeza, simplemente. Si hubiera confesado que lo maté porque era un tirano, primero me torturarían.


Los viejos del vino tinto 
   Javier Villafañe   (1909 – 1996) 
   
   Volvió a llenar las copas y continuó hablando. 
   —Entonces vivía como un duque en el departamento de una viuda. Una noche estábamos comiendo en un restaurán y entró un hombre con un bastón. Se sentó frente a nosotros. ¿Me escuchás? 
   —Sí. 
   —El hombre del bastón fumaba y miraba a mi viuda. Ella también lo miraba., El hombre del bastón se sacó una pierna y la puso parada en una silla. La estoy viendo todavía. Era una pierna de palo con una media de seda y un zapato lustrado. ¿Me escuchás? 
   —Sí. 
   —El hombre se apoyó en el bastón y le dijo a mi viuda: "Yo no salgo de aquí si no me llevás del brazo". Ella se levantó y lo tomó del brazo. Él agarró la pierna y se la echó al hombro. Caminaba dando saltos como un pájaro mocho. No la vi más a mi viuda. ¿Pedimos otra botella? 
   —Sí.