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Poseidón
Poseidón estaba sentado a la mesa de trabajo y sacaba cuentas. La administración de todas las aguas le daba infinito quehacer. Habría podido disponer de cuantas fuerzas auxiliares hubiese querido, y en efecto, tenía muchas, pero como tomaba su empleo muy en serio, verificaba nuevamente todas las cuentas, y así las fuerzas auxiliares le servían de poco. No puede decirse que el trabajo le resultase placentero, y en verdad lo realizaba únicamente porque le había sido impuesto; se había ocupado, sí, con frecuencia, en trabajos más alegres, como él decía, pero cada vez que se le hacían diversas proposiciones, revelábase siempre que, sin embargo, nada le gustaba tanto como su actual empleo.
Además, resultaba muy difícil hallar otra tarea para él. Era imposible asignarle un determinado mar; prescindiendo de que aquí el trabajo de cálculo no era menor en cantidad, sino en calidad, el gran Poseidón no podía ser designado para otro cargo que no comportara poder. Y si se le ofrecía un empleo fuera del agua, esta sola idea le provocaba malestar, se alteraba su divino aliento y su férreo torso oscilaba. Por lo demás, sus quejas no eran tomadas en serio; cuando un poderoso tortura, es preciso avenirse a él aparentemente, aun en la situación más desprovista de perspectivas. Nadie pensaba verdaderamente en separar a Poseidón de su cargo, ya que desde los orígenes había sido destinado a ser dios de los mares y aquello no podía ser modificado.
Lo que más lo irritaba —y esto era lo que más lo indisponía con el cargo— era enterarse de cómo se lo representaba con el tridente, guiando como un cochero, a través de los mares. Entretanto, estaba sentado aquí, en las profundidades del mar del mundo, y sacaba cuentas ininterrumpidamente; de vez en cuando un viaje hasta Júpiter era la única interrupción de esa monotonía, viaje del que, por lo demás, casi siempre regresaba furioso. De ahí que apenas hubiese visto los mares, ello ocurría tan solo en sus fugitivas ascensiones al Olimpo, y no los hubiera recorrido jamás verdaderamente. Gustaba decir que con ello esperaba el fin del mundo, que entonces habría seguramente aún un momento de calma, durante el cual, justo antes del fin, después de revisar la última cuenta, podría hacer todavía una rápida gira.
El buitre
Era un buitre que me daba picotazos en los pies. Ya había roto las botas y las medias, y ahora estaba picoteando los mismos pies. Daba siempre un picotazo, volaba después inquieto varias veces en torno a mí, y luego proseguía el trabajo. Pasó al lado un señor, que se quedó mirando un rato y luego preguntó por qué aguantaba yo a aquel buitre. «Es que estoy indefenso —dije—; él ha llegado y se ha puesto a dar picotazos; yo, como es natural, he querido ahuyentarlo, hasta he tratado de estrangularle, pero un animal así tiene mucha fuerza, incluso quería saltarme a la cara, así que he preferido sacrificar los pies. Ahora ya están casi completamente desgarrados»l. «Que usted se deje torturar de esa manera... —dijo el señor—. Un disparo y se terminó el buitre». «¿Es verdad? —pregunté—. ¿Y quiere encargarse usted de ello?». «Con mucho gusto —dijo el señor—. Sólo tengo que ir a casa a buscar el fusil. Puede usted esperar aún media hora». «Eso no lo sé —dije, y durante un rato me quedé rígido de dolor; luego dije—: Por favor, inténtelo, en cualquier caso». «Bueno —dijo el señor—, me daré prisa». Durante la conversación, el buitre había escuchado tranquilamente, siguiéndonos al señor y a mí con los ojos. Ahora vi que lo había comprendido todo; levantó el vuelo, se echó ampliamente hacia atrás para tomar el impulso suficiente y, como un lanzador de jabalina, hundió profundamente el pico en mí, metiéndomelo por la boca. Liberado, sentí, mientras caía hacia atrás, cómo se ahogaba sin remedio en mi sangre, que llenaba todas las profundidades, que se desbordaba por todas las orillas.
¡Renuncia!
Era muy temprano en la mañana, las calles estaban limpias y vacías, yo iba a la estación. Al verificar la hora de mi reloj con la del reloj de una torre, vi que era mucho más tarde de lo que creyera, tenía que darme mucha prisa; el sobresalto que me produjo este descubrimiento me hizo perder la tranquilidad, no me orientaba todavía muy bien en aquella ciudad. Felizmente había un policía en las cercanías, fui hacia él y le pregunté, sin aliento, cuál era el camino. Sonrió y dijo: «¿Por mí quieres conocer el camino?». «Sí –dije–, ya que no puedo hallarlo por mí mismo». «Renuncia, renuncia», dijo, y se volvió con gran ímpetu, como las gentes que quieren quedarse a solas con su risa.
El timonel
«¿No soy acaso timonel?», exclamé. «¿Tú?», preguntó un hombre alto y oscuro, y se pasó la mano por los ojos, como si disipara un sueño. Yo había estado al timón en noches oscuras, con la débil luz del farol sobre mi cabeza, y ahora había venido aquel hombre y quería hacerme a un lado. Y como yo no cediera, me puso el pie sobre el pecho y me empujó lentamente contra el suelo, mientras yo seguía siempre aferrado a la rueda del timón y la arrancaba al caer. Entonces, el hombre se apoderó de ella, la puso en su lugar y me dio un empellón, alejándome. Me rehice en seguida; sin embargo, fui hasta la escotilla que llevaba a la cámara de la tripulación, y grité: «¡Tripulantes! ¡Camaradas! ¡Venid pronto! ¡Un extraño me ha quitado el timón!». Llegaron lentamente, subiendo por la escalerilla, eran unas formas poderosas, oscilantes, cansadas. «¿Soy yo el timonel?», pregunté. Asintieron, pero sólo tenían miradas para el extraño, a quien rodeaban en semicírculo, y cuando con voz de mando él dijo: «No me molestéis», se reunieron, me miraron asintiendo con la cabeza y bajaron otra vez la escalerilla. ¿Qué gente es ésta? ¿Piensan también, o sólo se arrastran sin sentido sobre la tierra?
El examen
Soy un criado, pero no hay trabajo para mí. Soy medroso y no me pongo en evidencia; ni siquiera me coloco en fila con los demás, pero esto es sólo una de las causas de mi falta de ocupación; también es posible que mi falta de ocupación nada tenga que ver con eso; lo importante es, en todo caso, que no soy llamado a prestar servicio; otros han sido llamados y no han hecho más gestiones que yo; y acaso ni siquiera han tenido alguna vez el deseo de ser llamados, en tanto que yo lo he sentido, a veces, muy intensamente.
Así yazgo, pues, en el catre, en el cuarto de los criados, fija la mirada en las vigas del techo, me duermo, me despierto y, en seguida, vuelvo a dormirme. A veces cruzo hasta la taberna, donde sirven cerveza agria; algunas por fastidio, he volcado un vaso, pero luego vuelvo a beber. Me gusta sentarme allí porque, detrás de la pequeña ventana cerrada y sin que nadie me descubra, puedo mirar las ventanas de nuestra casa. No se ve gran cosa; sobre la calle da, según creo, sólo las ventanas de los corredores, y, además, no de aquellos que llevan a los aposentos de los señores: es posible también que me equivoque; alguien lo sostuvo una vez, sin que yo se lo preguntara, y la impresión general de la fachada lo confirma. Sólo de vez en cuando son abiertas las ventanas, y cuando ello ocurre, lo hace un criado, el cual, entonces, se inclina también sobre el antepecho para mirar hacia abajo un ratito. Son pues, corredores donde no puede ser sorprendido. Por lo demás no conozco a esos criados; los que son ocupados permanentemente arriba duermen en otro lugar; no en mi cuarto.
Una vez, al llegarme hasta la hostería, un huésped ocupaba ya mi lugar de observación; no me atreví a mirar directamente hacia donde estaba y quise volverme en la puerta para salir enseguida. Pero el huésped me llamó y, así, entonces, advertí que también era un criado al que yo había visto alguna vez y en alguna parte, aunque sin haber hablado nunca con él hasta entonces.
—¿Por qué quieres escapar? Siéntate aquí y bebe. Yo pago —. Me senté, pues. Me preguntó algo, pero no pude responderle; no comprendía siquiera las preguntas. Por lo cual dije: "Tal vez ahora te pese haberme invitado. Me voy, pues". Y quise levantarme. Pero él extendió la mano por encima de la mesa y me mantuvo en mi asiento.
—Quédate —dijo. Esto era sólo un examen. El que no responde a las preguntas ha aprobado el examen.
Comunidad
Somos cinco amigos; cierta vez salimos uno detrás del otro de una casa; primero vino uno y se puso junto a la entrada; luego vino, o mejor dicho, se deslizó tan ligeramente como se desliza una bolita de mercurio, el segundo, y se puso no lejos del primero; luego el tercero, luego el cuarto, luego el quinto. Finalmente, todos estábamos de pie, en una línea. La gente se fijó en nosotros y señalándonos decía: los cinco acaban de salir de esa casa. Desde entonces vivimos juntos, y tendríamos una vida pacífica si un sexto no viniera siempre a entremeterse. No nos hace nada, pero nos molesta, lo que ya es bastante; ¿por qué se introduce por fuerza allí donde no se lo quiere? No lo conocemos y no queremos aceptarlo con nosotros. Nosotros cinco, en verdad, tampoco nos conocíamos antes y, si se quiere, tampoco nos conocemos ahora, pero lo que es posible y admitido entre nosotros cinco es imposible e inadmisible en ese sexto. Además, somos cinco y no queremos ser seis. Por otra parte, qué sentido puede tener esta convivencia permanente, si entre nosotros cinco tampoco tiene sentido, pero nosotros ya estamos juntos y seguimos estándolo, pero no queremos una nueva unión, precisamente en razón de nuestras experiencias. Pero ¿cómo enseñar todo esto al sexto, puesto que largas explicaciones implicarían ya una aceptación en nuestro círculo? Es preferible no explicar nada y no aceptarlo. Por mucho que frunza los labios, lo alejamos empujándolo con el codo, pero por más que lo hagamos, vuelve siempre otra vez.
Los nómadas
Se deben haber descuidado muchas cosas en la defensa de nuestra patria. Dedicados a nuestro trabajo, nunca lo pensamos, pero nos inquietan los sucesos de los últimos tiempos.
Yo tengo un taller de zapatero en la plaza, enfrente del palacio imperial. Al alba, cuando abro el taller, yo veo repletas de gente armada las bocacalles de esta plaza. No son nuestros soldados, desde luego, sino nómadas del norte. De modo inexplicable, han llegado hasta la capital, aunque esté tan lejos de la frontera. Lo cierto es que están aquí; y cada día parecen más.
Fieles a su naturaleza, acampan al aire libre, pues aborrecen las casas. Pasan su tiempo afilando las espadas, aguzando las flechas y haciendo ejercicios con los caballos. Han convertido esta plaza, en otros tiempos tranquila y limpia, en un auténtico establo. Salimos furtivamente de nuestros establecimientos para retirar el grueso de la inmundicia, pero lo hacemos cada vez menos, porque es un esfuerzo inútil y corremos el riesgo de caer bajo los cascos de los caballos salvajes, o de que nos hieran con los látigos.
No se puede hablar con los nómadas. Ignoran nuestra lengua y casi no poseen una propia. Entre ellos se entienden a la manera de los grajos. Siempre se oyen esos chillidos. Nuestras costumbres e instituciones les parecen tan incomprensibles como carentes de interés. Por consiguiente, tampoco reaccionan cuando se les habla por señas. Puedes dislocarte la mandíbula y las muñecas, pero ni así te entienden, ni nunca te entenderán. A menudo hacen muecas; entonces ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca; pero con eso no quieren decir nada, ni siquiera asustar: lo hacen porque son así. Si algo les apetece, lo toman. No se puede decir que arrebatan las cosas por la fuerza. Cuando ellos estiran la mano, uno se aparta y les deja todo.
También de mis provisiones se han llevado más de una buena pieza. Pero no me puedo quejar si veo, por ejemplo, lo que le pasa al carnicero. En cuanto llega con la mercancía, se la quitan y la devoran. También sus caballos comen carne; muchas veces el jinete está echado junto a su caballo y los dos comen la misma pieza, cada uno por un extremo. El carnicero tiene miedo y no se atreve a suspender el aprovisionamiento. Nosotros lo comprendemos y reunimos dinero para ayudarlo. Si no diéramos carne a los nómadas, quién sabe los que serían capaces de hacer. Y por cierto quién sabe lo que se les puede ocurrir, aunque reciban su carne puntualmente.
Hace unos días el carnicero pensó que se podría ahorrar la matanza y por la mañana trajo un buey vivo. Esto no debe repetirlo. Permanecí una hora en el fondo de mi taller, tendido en el suelo, con todas mis ropas, mantas y almohadas encima, para no oír los aullidos del animal, al que los nómadas embistieron desde todos lados, arrancándole trozos de carne a dentelladas. Hacía mucho tiempo que todo estaba en silencio cuando me atreví a salir; como borrachos alrededor de un tonel de vino, así estaban tirados alrededor de los restos del buey.
Justo entonces creí ver al Emperador, en una de las ventanas del palacio; jamás se deja ver en los aposentos que dan al exterior, pues vive retirado en el jardín más recóndito; pero esta vez, al menos así me pareció, estaba de pie junto a la ventana, cabizbajo, contemplando el desorden.
¿Qué será de nosotros? —nos preguntamos—. ¿Hasta cuándo soportaremos esta desgracia y este tormento? El palacio imperial ha atraído a los nómadas y ahora no sabe cómo sacárselos de encima. El portón permanece cerrado. La guardia, que antes salía y entraba pomposamente, se guarece detrás de las ventanas enrejadas. A nosotros, artesanos y comerciantes, se nos confía la salvación de la patria; pero no nos sentimos a la altura de semejante empresa; jamás nos hemos jactado al respecto. Es un malentendido que nos destruye.
Textos tomados de Franz Kafka. Relatos breves. Madrid: Alianza, 1992