domingo, 4 de septiembre de 2022

322. Mario Benedetti II



 
Los bomberos

   Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: “Mañana va a llover”. Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: “El martes saldrá el 57 a la cabeza”. Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
   Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: “Es posible que mi casa se esté quemando”.
   Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: “Es casi seguro que mi casa se esté quemando”. Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.
   Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.
   Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.
(La muerte y otras sorpresas, 1968)


El Otro Yo
   
   Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
   El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
   Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después se rehízo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.
   Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
   Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas.
   Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable”.
   El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.
(La muerte y otras sorpresas, 1968)


Eso
   
   Al preso lo interrogaban tres veces por semana para averiguar “quien le había enseñado eso”. Él siempre respondía con un digno silencio y entonces el teniente de turno arrimaba a sus testículos la horrenda picana.
   Un día el preso tuvo la súbita inspiración de contestar: “Marx. Sí, ahora lo recuerdo, fue Marx”. El teniente asombrado pero alerta, atinó a preguntar: “Ajá. Y a ese Marx ¿quién se lo enseñó?”. El preso, ya en disposición de hacer concesiones agregó: “No estoy seguro, pero creo que fue Hegel”.
   El teniente sonrió, satisfecho, y el preso, tal vez por deformación profesional, alcanzó a pensar: “Ojalá que el viejo no se haya movido de Alemania”.
(Despistes y franquezas, 1989)


Mucho gusto

   Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis; luego, de temas varios, y no siempre racionalmente encadenados. Al parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir.
   No crea que es algo tan estupendo dijo el Flaco, también hay momentos de profundo desamparo en lo que se llega a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejora migo y le dije: Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mí es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar, y me lo juró.
   El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.
   Oiga, don dijo sin pestañear, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto Chávez, viajante de comercio y le tendió la mano.
   Mucho gusto dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos, Franz Kafka, para servirle.
(Despistes y franquezas, 1989)


Estornudo

   Cuando Agustín sintió un fuerte dolor en el pecho, anunció de inmediato a sus familiares: “Esto es un infarto”. Sin embargo, el médico diagnosticó aerofagia. El dolor se aplacó con una Coca-Cola y el regüeldo correspondiente.
   Fue en esa ocasión que Agustín advirtió por vez primera que la forma más eficaz de exorcizar las dolencias graves era, lisa y llanamente, nombrarlas. Sólo así, agitando su nombre como la cruz ante el demonio, se conseguía que las enfermedades huyeran despavoridas.
   Un año después, Agustín tuvo una intensa punzada en el riñón izquierdo y, ni corto ni perezoso, se autodiagnosticó: “Cáncer”. Pero era apenas un cálculo, sonoramente expulsado días más tarde, tras varias infusiones de quebra pedra.
   Pasados ocho meses, el ramalazo fue en el vientre y, como era previsible, Agustín no vaciló en augurarse: “Oclusión intestinal”. Era tan sólo una indigestión, provocada por una consistente y gravosa paella.
   Y así fue ocurriendo, en sucesivas ocasiones, con presuntos síntomas de hemiplejia, triquinosis, peritonitis, difteria, síndrome de inmunodeficiencia adquirida, meningitis, etcétera. En todos los casos, el mero hecho de nombrar la anunciada dolencia tuvo el buscado efecto de exorcismo.
   No obstante, una noche invernal en que Agustín celebraba con sus amigos en un restaurante céntrico sus bodas de plata con la Enseñanza (olvidé consignar que era un destacado profesor de historia), alguien abrió inadvertidamente una ventana, se produjo una fuerte corriente de aire y Agustín estornudó compulsiva y estentóreamente. Su rostro pareció congestionarse, quiso echar mano a su pañuelo e intentó decir algo, pero de pronto su cabeza se inclinó hacia adelante. Para el estupor de todos los presentes, allí quedó Agustín, muerto de toda mortandad. Y ello porque no tuvo tiempo de nombrar, exorcizándolo, su estornudo terminal.
(Despistes y franquezas, 1989)


Rutinas

   A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por la noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena, era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina.
   Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento, y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado.
   “¿Qué fue eso?”, preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: “Fue una bomba”. “¡Qué suerte!”, dijo el niño. “Yo creí que era un trueno”.
(Despistes y franquezas, 1989)


Viejo huérfano

   A los ochenta y dos años, los sueños forman parte de la vida; son probablemente su zona más activa. En la realidad, uno camina con lentitud, las piernas torpes y pesadas; en el sueño, uno corre, salta vallas, dice alegres disparates. En la realidad, uno esconde sus rabias, que se refugian en el hígado; en el sueño, uno propina certeras trompadas al enemigo de ese minuto. En la realidad, uno mira con envidia a los que bailan; en el sueño, uno baila.
   En mi capítulo onírico más asombroso, yo estaba en una estación de ferrocarril y el tren apareció con sus bufidos de siempre, y quedó, provocativo frente a mí, el primer vagón de la primera clase. Yo había adquirido ese pasaje de privilegio sólo por curiosidad: quería comprobar qué gente de pro, sobria o borracha, disfrutaba de esa prerrogativa. Ascendí, con la ligereza de la alucinación, y en el segundo vagón había un grupo de infantes que sostenían una larga pancarta: Huerfanitos de Santa Catalina. ¿Dónde quedaría eso? No me importaba. Los niños parecían felices, jugaban a los manotazos y la cuidadora los hacía reír, aunque de vez en cuando les dedicaba uno que otro coscorrón. La escena no me sirvió para evocar mi propia infancia. Sólo pensé: “Soy un viejo huérfano, sin cuidadora y sin Santa Catalina”.
   Recorrí dos vagones más y en el segundo me encontré con la bendita sorpresa. En el último asiento, junto a la ventanilla, estaba mi padre, bien entero, todavía maduro, sin canas y casi sin arrugas. Concienzudamente me olvidé de que treinta años atrás había asistido llorando a su velatorio.
   Como el asiento contiguo estaba libre, allí me situé, le puse una mano sobre el brazo y dije: “Hola”. Casi de inmediato él dejó de mirar el paisaje para mirar ese otro paisaje que era yo. Entonces abrió tremendos ojos, después esbozó un gesto de estupor, que se fue ampliando hasta convertirse en su clásica y rotunda sonrisa del siglo pasado. Y dijo: “Qué bueno encontrarte aquí, en medio de este viaje hasta ahora bastante tedioso. Qué lindo. Te confieso que en el primer momento tuve la impresión de que era un sueño”.
(El porvenir de mi pasado, 2003)