domingo, 24 de julio de 2022

319. Julio Ramón Ribeyro II



Julio Ramón Ribeyro

Radar descompuesto

   Por la misma vereda por donde camino, viene un hombre. Hay sitio para pasar sin tocarnos. Pero, a medida que nos acercamos, el radar que todos llevamos dentro se descompone: vacilamos, zigzagueamos, tratamos de evitarnos… con tanta torpeza que no hacemos sino precipitar una colisión. Ésta finalmente no se produce: faltando unos centímetros, logramos frenar, cara contra cara. Y, durante una fracción de segundo, antes de proseguir nuestra marcha, cruzamos una fulminante mirada de odio.


Las pruebas

   La mayoría de las vidas humanas son simples conjeturas. Son muy pocos los que logran llevarlas a la demostración.


No hay desperdicio

   El fusilado no murió en vano. Valía la pena que el tenor cantara ese bolero. El crepúsculo fugaz enriqueció a un contemplativo. No perdió su tiempo el adolescente que escribió un soneto. No importa que el pintor no vendiera su cuadro. Loado sea el curso que dictó el profesor de provincia. Los manifestantes a quienes dispersó la policía transformaron el mundo. El guiso que me comí en el restaurante del pueblo es tan memorable como el teorema de Pitágoras. La catedral de Chartres no podrá ser destruida ni por su destrucción.
   Cada persona, cada hecho, es el nudo necesario al esplendor de la tapicería. Todo se inscribe en el haber del libro de cuentas de la vida.


Enviados del más allá

   Ayer me crucé en la rue de Vaugirard con Georges Pompidou. Hace unos días, mi abuela Josefina se me acercó en la calle para preguntarme la hora. Semanas atrás, estuve con Pablo Neruda tomando un café y conversando en una terraza del Contrescarpe. No hace falta decir que los tres estaban de incógnito: el presidente, vestido de albañil; mi abuela, de monja; y el poeta, de fotógrafo ambulante. Allá ellos si quieren pasar desapercibidos, pero yo los reconocí, sin equívoco posible. ¿Para qué vienen?, me pregunto. No creo que para recordar, ni para recoger algo que se les olvidó, ni para finalizar algún trámite que dejaron inconcluso en el ajetreo de su partida. Vienen, tal vez, como los emisarios de alguna administración lejana, para dejar por debajo de la puerta la convocatoria que aún no esperábamos.


Abandonado el puesto…

   Embajadores que han perdido su cargo caminan por la calle con aire de picapedreros; ministros destituidos parecen la foto amarillenta de su antigua efigie. Hay hombres así que, abandonado el puesto, recaen en la insignificancia.
   No tenían otra manera de ser que su función.


Evacuando

   Hace una semana, una anciana del último piso; días atrás, el portero del edificio; ayer, el vecino de los altos. Ellos veían por la ventana la plaza que yo veo, empujaban con su mano el portón que yo empujo, subían con sus pies la escalera que yo subo, saludaban con su bonjour a los inquilinos que yo saludo. Ahora, ni ven, ni empujan, ni suben, ni saludan. Y no ha pasado nada.


Nuestro rostro

   Es la superposición de los rostros de nuestros antepasados. En el curso de nuestra vida, los rasgos de unos se van haciendo más visibles que los de otros. Así, de bebés, nos parecemos al abuelo; de niños, a la madre; de adolescentes, al tío; de jóvenes, al padre; de maduros, al Papa Bonifacio VI; de viejos, a un huaco Chimú; y, de ancianos, a cualquier antropoide.
   Casi nunca nos parecemos a nosotros mismos.


Textos tomados de Prosas apátridas (1992)