sábado, 8 de agosto de 2020

268. José Saramago - A 10 años de su muerte

Textos tomados de Cuadernos de Lanzarote

Narciso

   Narciso, que hoy se contempla en el agua, deshará mañana con su propia mano la imagen que lo contempla.


El otro lado de la tragedia

   Vi las imágenes del fusilamiento. Un poste clavado en el suelo, atado a él un hombre joven, vestido con unos pantalones oscuros y una camiseta, el pelo muy corto. Dos o tres oficiales norteamericanos están cerca, uno de ellos enciende un cigarrillo, después se aproxima un cura que dice no se sabe qué, mientras el condenado, con el cigarrillo sujeto por los labios, aspira y suelta una bocanada de humo. Unos segundos más y se apartan todos, no vemos a los soldados que van a disparar, se diría que la cámara de filmar está en mitad del pelotón de fusilamiento. De repente, el cuerpo es sacudido por las balas, resbala un poco a lo largo del poste, pero no está muerto: se agita débilmente. Los oficiales se aproximan, uno de ellos parece llevar la mano a la pistola, quizá va a darle el tiro de gracia, no se llegará a saber, la imagen acabó. Se dijo que el italiano no era soldado, que había sido, con otros, lanzado en paracaídas tras las líneas norteamericanas para actos de sabotaje, que las llamadas leyes de guerra parecen no perdonar. Todo esto es horrible, pero, no sé por qué, se me fija más en la memoria el ritual escénico del último cigarrillo del condenado a muerte, como si cada uno de aquellos hombres estuviese representando un papel: el cura para dar la absolución, el condenado que pide o acepta el cigarrillo, la mano que lo enciende, probablemente la misma que disparará el último tiro. El otro lado de la tragedia es muchas veces la farsa.


La muerte

   La muerte, cansada de esperar al viejo rabí, ya casi centenario, incansablemente entregado al estudio de los libros de la Ley, se disfrazó de rosa, y fue su nieta, inocente de lo que hacía, quien se la llevó al abuelo, que murió al aspirar el perfume de la flor.


Llega la coca cola a la aldea

   Cuando el camión se detuvo en la plaza para la distribución gratuita, de promoción, de la bebida, el cura nos estaba dando clase de catecismo a unos cuantos niños. Usando su autoridad de mentor de almas, nos impuso a los ansiosos niños la obligación de confesarnos antes de ceder al nuevo pecado de gula que invadía al país. Nos pusimos en fila en el confesionario; poco a poco, el cura fue despachando al grupo. Yo era el último y cuando la confesión acabó y corrí a la plaza, el camión ya se había ido. 


Riesgo o fatalidad

   Que el espejo adquiera una perturbadora autonomía, volviéndose deformante, que devuelva una imagen al mismo tiempo familiar y extraña, es ese el riesgo o la fatalidad de toda procreación ilegítima.


Café en suspenso

   En Nápoles existe la costumbre de mandar traer un café y pagar más de lo que se consumió. Por ejemplo, cuatro personas entran, se sientan, piden cuatro cafés y dicen: “Y tres más en suspenso”. Pasado un rato, aparece un pobre a la puerta y pregunta: “¿Hay algún café en suspenso?”. El empleado mira el registro de los adelantados, verificando el saldo y dice: “Sí”. El pobre entra, bebe café y se va, supongo que agradeciendo la caridad.


Divina fragilidad

   Dios creó el universo porque se sentía solo. Desde que la eternidad empezó, había estado solo, pero, como no se sentía solo, no necesitaba inventar una cosa tan complicada como es el universo. Con lo que Dios no había contado era que, incluso ante el espectáculo magnífico de las nebulosas y los agujeros negros, el tal sentimiento de soledad persistiese en atormentarlo. Pensó, pensó, y al cabo de mucho pensar hizo a la mujer, que no era a su imagen y semejanza. Después, habiéndola hecho, vio que era bueno. Más tarde, cuando comprendió que sólo se curaría definitivamente del mal de estar solo acostándose con ella, verificó que era aún mejor. Pasado algún tiempo, y sin que sea posible saber si la previsión del accidente biológico ya estaba en la mente divina, nació un niño, ése sí, a imagen y semejanza de Dios. El niño creció, se convirtió en joven y en hombre. Ahora bien, como a Dios no le pasó por la cabeza la simple idea de crear otra mujer para dar al joven, el sentimiento de soledad, que había afligido al padre, no tardó en repetirse en el hijo, y ahí entró el diablo. Como era de esperar, el primer impulso de Dios fue acabar ahí mismo con la incestuosa especie, pero le entró de repente un cansancio, un fastidio de tener que repetir la creación porque, de hecho, el universo no le parecía ya tan magnífico como antes. Se dirá que, siendo Dios, podía hacer cuantos universos quisiese, pero eso equivale a desconocer la naturaleza profunda de Dios: lógicamente había hecho éste porque era el mejor de los universos posibles, no podía hacer otro porque forzosamente tendría que ser menos bueno que éste. Además de eso, lo que Dios ahora menos deseaba era verse otra vez solo. Se contentó, por lo tanto, con expulsar a sus deshonestas y malagradecidas criaturas, jurándose a sí mismo que no las perdería de vista en el futuro, ni a la perversa descendencia, en caso de que la tuvieran. Y fue así como empezó todo. Dios tuvo, por lo tanto, dos razones para conservar la especie humana: para castigarla, como merecía; pero también, oh divina fragilidad, para que ella le hiciese compañía.