domingo, 20 de octubre de 2019

247. Filósofos minicuentistas IV


La gratitud
   Walter Benjamin

   Beppo Aquistapace era empleado de un banco en Nueva York. Hombre modesto, solo vivía para su trabajo. En cuatro años de servicio, únicamente había faltado tres veces y siempre con una sólida justificación. Tenía que sorprender, por tanto, que un día no acudiese sin previo aviso. Como tampoco al siguiente: ni él ni una excusa. El señor McCormik, jefe de personal, hizo algunas preguntas en el departamento de Aquistapace, pero nadie supo darle razón de lo ocurrido. El ausente mantenía pocas relaciones con sus colegas, andaba siempre con italianos de extracción tan modesta como él mismo.
   Precisamente ésta fue la circunstancia que alegó en un escrito en el que, una semana más tarde, informaba a Mr. McCormik sobre su paradero. El escrito en cuestión venía de la prisión. Aquistapace se dirigía a su jefe con palabras tan mesuradas como apremiantes. La causa de su detención había sido un lamentable incidente en la taberna que frecuentaba y en el que no sólo no había tenido la más mínima participación, sino que seguía sin explicarse lo que pudo haber provocado aquella pelea a cuchilladas entre sus paisanos. Desgraciadamente hubo una víctima y Aquistapace no conocía a nadie, como no fuese Mr. McCormik, que pudiese avalar su buena conducta. Éste, por su parte, no solamente tenía un evidente interés por el trabajo eficaz del detenido, sino que estaba lo suficientemente relacionado como para poder echarle una mano ante la autoridad competente. 
   Cuando Aquistapace volvió al banco sólo había pasado diez días en la cárcel. Al finalizar la jornada, se presentó ante McCormik algo turbado. 
   —Señor McCormik —comenzó— no sé cómo darle las gracias, porque a usted, y solamente a usted, debo mi libertad. Créame que nada me haría más feliz que poder demostrarle mi reconocimiento. Por desgracia, soy un hombre pobre y usted sabe muy bien —prosiguió con humilde sonrisa— que no gano gran cosa en el banco, pero señor McCormik —concluyó resueltamente—, si en alguna ocasión necesita deshacerse de alguien, acuérdese de mí. Puede usted contar conmigo. 
(Historias y relatos. Península ediciones)


Armadura ajena
   Nicolás Maquiavelo

   Ofreciendo David a Saúl ir a pelear con Goliat, provocador filisteo, Saúl, para darle alientos, lo armó con sus propias armas: David, después de habérselas puesto, las rehusó, diciendo que con ellas no podía valerse bien por sí mismo, y que prefería acometer al enemigo con su honda y su cuchillo. En fin, las armaduras de los demás, o se te caen los hombros, o te pesan, o te aprietan demasiado.
(El príncipe)


Kostas Axelos


El ser
   Kostas Axelos

   Un sabio chino se pasea con su alumno. Cruzan un puente. ¿Cuál es el ser (o la esencia) del puente?, pregunta el aprendiz de filósofo. Su maestro lo mira, y con un solo gesto lo arroja al río.
[Cuentos filo-sóficos (onto-teo-mito-gnoseo-psico-socio-tecno-escato-lógicos)]


Fe
   Voltaire

   Lucrecia, hija del Papa Alejandro VI, estaba de parto.
   —¿Quién crees que es el padre de mi nieto? —preguntó el Papa al Príncipe Picco de la Mirandola.
   En Roma no se sabía si el niño era del Santo Padre o de su hijo, el duque de Valentinois, o del marido de Lucrecia, Alfonso de Aragón, que pasaba por impotente.
   —Yo creo que es vuestro yerno.
   — Pero ¿no sabes que un impotente no puede hacerle un hijo a nadie? ¿Cómo puedes creer esa necedad?
   —Yo la creo por la fe —dijo Picco—, pues la fe consiste en creer en las cosas porque son imposibles. Además, el honor de vuestra casa exige que el hijo de Lucrecia no pase por ser el fruto de un incesto. Vos me hicisteis creer misterios aún más incomprensibles. ¿No se me exige que esté convencido de que una serpiente habló y que desde entonces todos los hombres están malditos y de que las murallas de Jericó cayeron al son de las trompetas?
   —Creo en todo eso como vos —manifestó el Papa—; me doy perfecta cuenta de que tan sólo la fe puede salvarme, ya que no mis obras.
   —¡Ah!, Santo Padre — declaró Picco—, vos no necesitáis ni de las obras ni de la fe. Eso es para los pobres profanos como nosotros, pero vos, que sois vice-Dios, podéis creer o hacer lo que os parezca. Tenéis las llaves del cielo y, sin duda, San Pedro no os dará con la puerta en las narices. Pero, por lo que a mí respecta, necesitaría de mayor protección que vos si me hubiera acostado con mi hija.
   Alejandro VI tenía respuesta para todo:
   —Hablemos seriamente: ¿qué mérito puede tener decirle a Dios que se está persuadido de cosas de las que, en realidad, no se puede estar persuadido? Decir que se cree en lo que no es posible creer es mentir.
   Picco de la Mirandola se santiguó.
   —¡Ah, Dios mío! —exclamó—, que vuestra santidad me perdone, pero vos no sois cristiano.
   —A fe mía que no —dijo el Papa.
(Diccionario filosófico)


Permiso
   Michel de Montaigne

   A un soldado de su guardia, exhausto y achacoso, que se le acercó en la calle a pedirle permiso para quitarse la vida, César, mirando su aspecto decrépito, le respondió jocosamente: “¿Crees, pues, que estás vivo?”. 
(Los ensayos)

Denis Diderot


Para mis amigos
   Denis Diderot

   —¿No me daría algo para mis amigos los pobres? —pregunta el señor Le Pelletier.
   —Hoy no —responde el señor Aubertot.
   El señor Le Pelletier insiste, insiste…
   —Dejadme en paz; cuando quiero dar, no me hago rogar.
   Y dicho esto, le vuelve la espalda, cruza la puerta y pasa a su tienda, adonde le sigue el señor Le Pelletier; le sigue desde su tienda a su trastienda, desde su trastienda hasta su apartamento; ya allá, el señor Aubertot, harto de la insistencia del señor Le Pelletier, le da una bofetada.
   El señor Le Pelletier pone una cara risueña y dice al señor Aubertot:
   —Eso es para mí; pero ¿para mis amigos los pobres?
(Jacques, el fatalista)


Fábula
   Friedrich Nietzsche

   En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer.
(Sobre verdad y mentira en sentido extramoral)