domingo, 2 de diciembre de 2018

224. El joven Italo Calvino




Italo Calvino (1923-1985) tenía 20-21 años cuando escribió los textos que aquí publicamos, tomados del libro La gran bonanza de las Antillas. Algunos se encuentran en el límite entre el cuento corto y el minicuento. No obstante,  creemos que merecen un lugar en el corpus de la minificción.  





El hombre que llamaba a Teresa

   Bajé de la acera, di unos pasos hacia atrás mirando para arriba y, al llegar a la mitad de la calzada, me llevé las manos a la boca, como un megáfono, y grité hacia los últimos pisos del edificio:
   —¡Teresa!
   Mi sombra se espantó de la luna y se acurrucó entre mis pies.
   Pasó alguien. Yo llamé otra vez:
   —¡Teresa!
   El hombre se acercó, dijo:
   —Si no grita más fuerte no le oirá. Probemos los dos. Cuento hasta tres, a la de tres atacamos juntos —y dijo—: Uno, dos, tres —y juntos gritamos—: ¡Tereeesaaa!
Pasó un grupo de amigos, que volvían del teatro o del café, y nos vieron llamando. Dijeron:
   —Ale, también nosotros ayudamos.
   Y también ellos se plantaron en mitad de la calle y el de antes decía uno, dos, tres y entonces todos en coro gritábamos:
   —¡Tereeesaaa!
   Pasó alguien más y se nos unió, al cabo de un cuarto de hora nos habíamos reunido unos cuantos, casi unos veinte. Y de vez en cuando llegaba alguien nuevo.
   Ponernos de acuerdo para gritar bien, todos juntos, no fue fácil.
   Había siempre alguien que empezaba antes del tres o que tardaba demasiado, pero al final conseguíamos algo bien hecho. Convinimos en que «Te» debía decirse bajo y largo, «re» agudo y largo, «sa» bajo y breve. Salía muy bien. Y de vez en cuando alguna discusión porque
alguien desentonaba.
   Ya empezábamos a estar bien coordinados cuando uno que, a juzgar por la voz, debía de tener la cara llena de pecas, preguntó:
   —Pero ¿está seguro de que está en casa?
   —Yo no —respondí.
   —Mal asunto —dijo otro—. Se ha olvidado la llave, ¿verdad?
   —No es ése el caso —dije—, la llave la tengo.
   —Entonces —me preguntaron—, ¿por qué no sube?
   —Pero si yo no vivo aquí —contesté—. Vivo al otro lado de la ciudad.
   —Entonces, disculpe la curiosidad —dijo circunspecto el de la voz llena de pecas—, ¿quién vive aquí?
   —No sabría decirlo —dije.
   Alrededor hubo un cierto descontento.
   —¿Se puede saber entonces —preguntó uno con la voz llena de dientes— por qué llama a Teresa desde aquí abajo?
   —Si es por mí —respondí—, podemos gritar también otro nombre,
o en otro lugar. Para lo que cuesta.
   Los otros se quedaron un poco mortificados.
   —¿Por casualidad no habrá querido gastarnos una broma? — preguntó el de las pecas, suspicaz.
   —¿Y qué? —dije resentido y me volví hacia los otros buscando una garantía de mis intenciones.
   Los otros guardaron silencio, mostrando que no habían recogido la insinuación.
   Hubo un momento de malestar.
   —Veamos —dijo uno, conciliador—. Podemos llamar a Teresa una vez más y nos vamos a casa.
   Y una vez más fue el «uno dos tres ¡Teresa!», pero no salió tan bien. Después nos separamos, unos se fueron por un lado, otros por el otro.
   Ya había doblado la esquina de la plaza, cuando me pareció escuchar una vez más una voz que gritaba:
   —¡Tee-reee-sa!
   Alguien seguía llamando, obstinado.



El relámpago

   Me ocurrió una vez, en un cruce, en medio de la multitud, de su ir y venir.
   Me detuve, parpadeé: no entendía nada. Nada de nada: no entendía las razones de las cosas, de los hombres, todo era insensato, absurdo.
   Y me eché a reír.
   Lo extraño para mí era que nunca antes lo hubiese advertido. Y que hasta ese momento lo hubiese aceptado todo: semáforos, vehículos, carteles, uniformes, monumentos, aquellas cosas tan separadas del sentido del mundo, como si hubiera una necesidad, una consecuencia que las uniese una a otra.
   Entonces la risa se me murió en la garganta, enrojecí de vergüenza.
   Gesticulé para llamar la atención de los transeúntes y «¡Deteneos un momento!», grité. «¡Hay algo que no funciona! ¡Todo está equivocado! ¡Hacemos cosas absurdas! ¡Éste no puede ser el camino
justo! ¿Dónde iremos a parar?».
   La gente se detuvo a mi alrededor, me observaba, curiosa. Yo estaba allí en medio, gesticulaba, me volvía loco por explicarme, por hacerles partícipes del relámpago que me había iluminado de golpe: y me quedaba callado. Callado porque en el momento en que alcé los brazos y abrí la boca, fue como si me tragara la gran revelación y las palabras me hubiesen salido así, en un arranque.
   —¿Y qué? —preguntó la gente—. ¿Qué quiere decir? Todo está en su sitio. Todo marcha como debe marchar. Cada cosa es consecuencia de otra. ¡Cada cosa está ordenada con las demás! ¡Nosotros no vemos nada de absurdo ni de injustificado!
   Yo me quedé allí, perdido, porque ante mi vista todo había vuelto a su lugar y todo me parecía natural, semáforos, monumentos, uniformes, rascacielos, rieles, mendigos, cortejos; y sin embargo
aquello no me daba tranquilidad sino tormento.
   —Disculpad —respondí—. Tal vez me haya equivocado. Me pareció. Pero todo está en orden. Disculpad —y me abrí paso entre miradas ásperas.
   Sin embargo, todavía hoy, cada vez que no entiendo algo (a menudo), instintivamente me asalta la esperanza de que esta vez sea la buena, y que yo vuelva a no entender nada, a adueñarme de aquella sabiduría diferente, en un instante encontrada y perdida.


Pasarlo bien

   Érase un país donde todo estaba prohibido.
   Como lo único que no estaba prohibido era el juego de la billarda, los súbditos se reunían en unos prados que quedaban detrás del pueblo y allí, jugando a la billarda, pasaban los días.
   Y como las prohibiciones habían empezado con poco, siempre por motivos justificados, no había nadie que encontrara nada que decir o no supiera adaptarse.
   Pasaron los años. Un día los condestables vieron que ya no había razón para que todo estuviera prohibido y mandaron mensajeros a anunciar a los súbditos que podían hacer lo que quisieran.
   Los mensajeros fueron a los lugares donde solían reunirse los súbditos.
   —Sabed —anunciaron— que ya no hay nada prohibido.
   Los súbditos seguían jugando a la billarda.
   —¿Habéis comprendido? —insistieron los mensajeros—. Sois libres de hacer lo que queráis.
   —Está bien —respondieron los súbditos—. Nosotros jugamos a la billarda.
   Los mensajeros se afanaron en recordarles cuántas ocupaciones bellas y útiles existían a las que se habían dedicado en el pasado y a las que podían dedicarse nuevamente de ahora en adelante. Pero los súbditos no hacían caso y seguían jugando, un golpe tras otro, casi sin respirar.
   Comprobando la inutilidad de sus intentos, los mensajeros fueron a comunicarlo a los condestables.
   —Muy sencillo —dijeron los condestables—. Prohibamos el juego de la billarda.
   Fue la vez que el pueblo hizo la revolución y los mató a todos.
   Después, sin perder tiempo, volvió a jugar a la billarda.


Conciencia

   Se declaró la guerra y un tal Luigi preguntó si podía alistarse como voluntario.
   Todos le hicieron un montón de cumplidos. Luigi fue al lugar donde entregaban los fusiles, cogió uno y dijo:
   —Ahora voy a matar a un tal Alberto.
   Le preguntaron quién era ese Alberto.
   —Un enemigo —respondió—, un enemigo mío.
   Los otros le dieron a entender que debía matar a cierto tipo de enemigos, no los que a él le gustaban.
   —¿Y qué? —dijo Luigi—. ¿Me tomáis por ignorante? El tal Alberto es justamente de ese tipo, de ese pueblo. Cuando supe que le hacíais la guerra, pensé: «Yo también voy, así puedo matar a Alberto».
   Por eso he venido. A Alberto yo lo conozco: es un sinvergüenza y por unos céntimos me hizo quedar mal con una mujer. Son viejas historias.
   Si no me creéis, os lo cuento todo con detalle.
   Los otros dijeron que sí, que de acuerdo.
   —Entonces —dijo Luigi— explicadme dónde está Alberto, así voy y peleo.
   Los otros dijeron que no lo sabían.
   —No importa —dijo Luigi—. Haré que me lo expliquen. Tarde o temprano terminaré por encontrarlo.
   Los otros le dijeron que no se podía, que él tenía que hacer la guerra donde lo pusieran y matar a quien fuese, Alberto o no Alberto, ellos no sabían nada.
   —Ya veis —insistía Luigi—, tendré que contároslo. Porque aquél es realmente un sinvergüenza y hacéis bien en declararle la guerra.
   Pero los otros no querían saber nada.
   Luigi no conseguía dar sus razones:
   —Disculpad, a vosotros que mate a un enemigo o mate a otro os da igual. A mí en cambio matar a alguien que tal vez no tenga nada que ver con Alberto no me gusta.
   Los otros perdieron la paciencia. Alguien le dio muchas razones, y le explicó cómo era la guerra y que uno no podía ir a buscar al enemigo que quería.
   Luigi se encogió de hombros.
   —Si es así —dijo—, yo no voy.
   —¡Irás ahora mismo! —le gritaron—. ¡Adelante, marchen, un-dos, un-dos! —y lo mandaron a hacer la guerra.
   Luigi no estaba contento. Mataba enemigos, así, por ver si llegaba a matar también a Alberto o a alguno de sus parientes. Le daban una medalla por cada enemigo que mataba, pero él no estaba contento. «Si no mato a Alberto», pensaba, «habré matado a mucha gente para nada». Y le remordía la conciencia.
   Entretanto le daban una medalla tras otra, de toda clase de metales.
   Luigi pensaba: «Mata que te mata, los enemigos irán disminuyendo y le llegará el turno a aquel sinvergüenza».
   Pero los enemigos se rindieron antes de que hubiese encontrado a Alberto. Tuvo remordimientos por haber matado a tanta gente por nada, y como estaban en paz, metió todas las medallas en un saco y recorrió el pueblo de los enemigos para regalárselas a los hijos y a las mujeres de los muertos.
   En una de esas veces encontró a Alberto.
   —Bueno —dijo—, más vale tarde que nunca —y lo mató.
   Fue cuando lo arrestaron, lo procesaron por homicidio y lo ahorcaron. En el proceso él se empeñaba en repetir que lo había hecho para tranquilizar su conciencia, pero nadie lo escuchaba.


Solidaridad 

   Me detuve a mirarlos.
   Trabajaban así, de noche, en aquella calle apartada, en torno a la persiana metálica de una tienda.
   Era una persiana pesada: hacían palanca con una barra de hierro, pero no se levantaba.
   Yo pasaba por allí, solo y por azar. Me puse a empujar yo también con la barra. Ellos me hicieron lugar.
   No marchábamos acompasados; yo dije «¡Ale-hop!». El compañero de la derecha me dio un codazo y en voz baja:
   —¡Calla! —me dijo—, ¿estás loco? ¿Quieres que nos oigan?
   Sacudí la cabeza como para decir que se me había escapado.
   Hicimos un esfuerzo y sudamos, pero al final la levantamos tanto que se podía pasar. Nos miramos las caras, contentos. Después entramos. A mí me dieron un saco para que lo sostuviera. Los otros traían cosas y las metían dentro.
   —¡Con tal de que no lleguen esos cabrones de la policía! —decían.
   —Cierto —respondía yo—. ¡Cabrones, eso es lo que son!
   —Calla. ¿No oyes ruido de pasos? —decían de vez en cuando. Yo paraba la oreja con un poco de miedo.
   —¡No, no son ellos! —contestaba.
   Uno me decía:
   —¡Ésos llegan siempre cuando menos se los espera!
   Yo sacudía la cabeza.
   —Matarlos a todos, eso es lo que habría que hacer —decía yo.
   Después me dijeron que saliera un momento, hasta la esquina, a ver si llegaba alguien. Salí.
   Fuera, en la esquina, había otros pegados a las paredes, escondidos en los ángulos, que se acercaban.
   Me uní a ellos.
   —Hay ruidos por allí, por aquellas tiendas —dijo el que tenía más cerca.
   Estiré el cuello.
   —Mete la cabeza, imbécil, que si nos ven, escapan otra vez — murmuró.
   —Estaba mirando... —me disculpé, y me apoyé en la pared.
   —Si conseguimos rodearlos sin que se den cuenta —dijo otro—, caerán todos en la trampa.
   Nos movíamos a saltos, de puntillas, conteniendo la respiración: a cada momento nos mirábamos con los ojos brillantes.
   —No se nos escaparán —dije.
   —Por fin conseguiremos atraparlos con las manos en la masa — dijo uno.
   —Ya era hora —dije yo.
   —¡Delincuentes, canallas, desvalijar así las tiendas! —dijo aquél.
   —¡Canallas, canallas! —repetí yo con rabia.
   Me mandaron un poco adelante, para ver. Caí dentro de la tienda.
   —Ahora —decía uno cargando un saco sobre el hombro.
   —¡Rápido —dijo otro—, cortemos camino por la trastienda! ¡Así nos escabullimos delante de sus propias narices!
   Todos teníamos una sonrisa de triunfo en los labios.
   —Se quedarán con un buen palmo de narices —dije. Y nos escurrimos por la trastienda.
   —¡Una vez más caen como chorlitos! —decían.
   En eso se oyó:
   —Alto ahí, ¿quién va? —y se encendieron las luces.
   Nosotros nos agachamos para escondernos en un trastero, pálidos, y nos tomamos de la mano. Los otros entraron también allí, no nos vieron, dieron media vuelta. Salimos pitando.
   —¡Se la dimos! —gritamos. Yo tropecé dos o tres veces y me quedé atrás. Me encontré en medio de los otros que también corrían.
   —Corre —me dijeron—, que los alcanzamos.
   Y galopábamos todos por los callejones, persiguiéndoles.
   —Corre por aquí, corta por allá —nos decíamos y los otros ya nos llevaban poca ventaja, y nos gritábamos—: ¡Corre, que no se nos escapan!
   Yo conseguí pisarle los talones a uno que me dijo:
   —Bravo, pudiste escapar. ¡Ánimo, por aquí, que les haremos perder la pista! —y me puse a su lado. Al cabo de un momento me encontré solo en un callejón. Uno se me acercó, me dijo corriendo:
   —Por aquí, los he visto, no pueden estar lejos —corrí un poco detrás de él.
   Después me detuve, sudando. No había nadie, no se oían más gritos. Metí las manos en los bolsillos y seguí paseando, solo y al azar.


La oveja negra

   Érase un país donde todos eran ladrones.
   Por la noche cada uno de los habitantes salía con una ganzúa y una linterna sorda, para ir a saquear la casa de un vecino. Al regresar, al alba, cargado, encontraba su casa desvalijada.
Y todos vivían en concordia y sin daño, porque uno robaba al otro y éste a otro y así sucesivamente, hasta llegar al último que robaba al primero. En aquel país el comercio sólo se practicaba en forma de embrollo, tanto por parte del que vendía como del que compraba. El gobierno era una asociación creada para delinquir en perjuicio de los súbditos, y por su lado los súbditos sólo pensaban en defraudar al gobierno. La vida transcurría sin tropiezos, y no había ni ricos ni
pobres.
   Pero he aquí que, no se sabe cómo, apareció en el país un hombre honrado. Por la noche, en lugar de salir con la bolsa y la linterna, se quedaba en casa fumando y leyendo novelas. Llegaban los ladrones, veían la luz encendida y no subían.
   Esto duró un tiempo; después hubo que darle a entender que si él quería vivir sin hacer nada, no era una buena razón para no dejar hacer a los demás. Cada noche que pasaba en casa era una familia que no comía al día siguiente.
   Frente a estas razones el hombre honrado no podía oponerse.
   También él empezó a salir por la noche para regresar al alba, pero no iba a robar. Era honrado, no había nada que hacer. Iba hasta el puente y se quedaba mirando pasar el agua. Volvía a casa y la encontraba saqueada.
   En menos de una semana el hombre honrado se encontró sin un céntimo, sin tener qué comer, con la casa vacía. Pero hasta ahí no había nada que decir, porque era culpa suya; lo malo era que de ese modo suyo de proceder nacía un gran desorden. Porque él se dejaba robar todo y entretanto no robaba a nadie; de modo que había siempre alguien que al regresar al alba encontraba su casa intacta: la casa que él hubiera debido desvalijar. El hecho es que al cabo de un tiempo los
que no eran robados llegaron a ser más ricos que los otros y no quisieron seguir robando. Y por otro lado, los que iban a robar a la casa del hombre honrado la encontraban siempre vacía; de modo que se volvían pobres.
   Entretanto los que se habían vuelto ricos se acostumbraron a ir también al puente por la noche, a ver correr el agua. Esto aumentó la confusión, porque hubo muchos otros que se hicieron ricos y muchos otros que se volvieron pobres.
   Pero los ricos vieron que yendo de noche al puente, al cabo de un tiempo se volverían pobres. Y pensaron: «Paguemos a los pobres para que vayan a robar por nuestra cuenta». Se firmaron contratos, se establecieron los salarios, los porcentajes: naturalmente siempre eran
ladrones y trataban de engañarse unos a otros. Pero como suele suceder, los ricos se hacían cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.
   Había ricos tan ricos que ya no tenían necesidad de robar o de hacer robar para seguir siendo ricos. Pero si dejaban de robar se volvían pobres porque los pobres les robaban. Entonces pagaron a los más pobres de los pobres para defender de los otros pobres sus propias casas, y así fue como instituyeron la policía y construyeron las cárceles.
   De esa manera, pocos años después del advenimiento del hombre honrado, ya no se hablaba de robar o de ser robados sino sólo de ricos o de pobres; y sin embargo todos seguían siendo ladrones.
   Honrado sólo había habido aquel fulano, y no tardó en morirse de hambre.