La punta de la madeja
Gustavo Masso
Cuando ella descubrió su primera cana quiso arrancarla de un tirón, pero como el odioso pelo blanco se prolongaba, jaló y jaló, mientras su cuerpo se destejía, hasta que sólo quedó una niña llorando asustada.
El pelo donde es
Martín Kohan
El reglamento prescribe la extensión del cabello. La preceptora posa dos dedos juntos en la nuca del último estudiante. La ventaja de que sea el más alto es que nadie va a tener frente a sus ojos este episodio. Tiene que levantar la mano un poco para llegar hasta la nuca. Es indispensable que, al hacerlo, su mano no tiemble, o que si tiembla él no tenga manera de enterarse. Apoya por fin dos dedos unidos en la nuca del alumno. La nuca es tibia, se siente extraña, la cubre una especie de pelusa que no llega a ser pelo, aunque a la vez no sea otra cosa que pelo, y que le confiere al roce cierta suavidad. Dos dedos suyos: el índice y el mayor, los de la mano derecha, en la nuca del más alto. El dedo índice no alcanza a tocar los hilos de pelo enrulado que el estudiante lleva como si llevara una peluca, como si no fueran suyos. La preceptora no debe apresurarse, no puede rozar apenas o despegarse pronto, como si arrimara esos dedos a un cable con electricidad o a una olla con agua hirviente. No puede evidenciar esa zozobra, debe hacer su medición con toda calma y sacar sus conclusiones sin premura. El contacto dura, entonces, como uno o dos segundos, y acaso tres. Sólo después ella retira los dedos de la nuca del estudiante más alto. Cuando lo hace, está segura de que no es pasible de sanción.
—Está bien, pero no se deje estar —le dice la preceptora y, por el resto del día, a ratos está fastidiada y a ratos afligida.
(Ciencias morales)
Beauty Parlor
Tomás Espinosa
Entró muy decidida, moviendo graciosamente las caderas. Sombrero de ala ancha y lentes oscuros. Aguardó malévolamente su turno; disimulando su ansiedad fingió leer. Al fin, la peinadora vino y la invitó a sentarse. Se quitó el sombrero con gran ostentación, su cabellera de un fascinante brillo metálico se alborotó.
—Corte de pelo a la Mía Farrow —dijo, esperando ver caer fulminadas a la peinadora y a todas esas viejas cretinas. Pero grande fue su sorpresa cuando le empezaron a cortar las serpientes. Súbitamente miró que cerca de ella, la esfinge de Tebas se daba manicure y pedicure. Ya no soportó más, se quitó los lentes lanzando imprecaciones.
Pero, oh fatalidad, el salón de belleza estaba lleno de espejos… y la pobre Medusa quedó petrificada.
(El libro de la imaginación)
Memoria en blanco
Teresa Serván
La mujer se encuentra una cana. Es la primera y le recuerda los bizcochos de naranja y los cuentos al calor del brasero de su abuela, pero se siente demasiado joven para tener el pelo blanco así que de un tirón se la arranca y ese tirón extirpa la memoria y la abuela y de pronto siente frío y no recuerda el olor de un bizcocho y es incapaz de saber quién es esa mujer que la abraza en las fotos.
(Microlocas. Pelos)
Guzel Khadiyeva |
Flora capilar
Elva Díaz Riobello
Ajena a las burlas de sus compañeras, la niña de cabellos verdes pasea cabizbaja por el parque. Su pelo boscoso huele a hierbabuena y eucalipto. En otoño amarillea y se resquebraja al entrar en contacto con el peine. Sus coletas crecen en la ducha, se estiran en dirección al sol. Ahora, en primavera, de su cabellera empiezan a brotar las primeras flores: rojizas, pegajosas, aromáticas. Las otras niñas recelan de tanta belleza. Solo una, curiosa, se acerca con sigilo a ella para aspirar su perfume. Al tocar una flor, la cabellera musgosa se abre. Y un grito se apaga entre las fauces de la melena carnívora, mientras su dueña continúa jugando abstraída en el césped.
(Microlocas. Pelos)
Mudanza
Isabel Wagermann
La mujer diminuta que se escondía en mi barba era feliz. Cuando desayunábamos, yo dejaba migas de galleta entre los pelos para ella. Le encantaban las de chocolate. Con eso y una gota de café, se daba por satisfecha. Mi esposa me llamaba cerdo y decía que cómo podía llevar mugre en la barba. Y que me afeitara. Ella no sabía que la mujer minúscula agradecía cada gesto mío con una caricia. Tampoco supo que lloró a mares el día que compré la maquinilla. Tuve que usarla. Esta mañana, mientras desayunábamos, limpié la mesa con la mano y dejé caer migas de galleta. En mi pantalón. De chocolate.
(Microlocas. Pelos)
Pérdida y recuperación del pelo
Julio Cortázar
Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros, bastará abrir un poco la canilla para que se pierda de vista. Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del pelo. La primera operación se reduce a desmontar el sifón del lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en alguna de las rugosidades del caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de desagüe principal. Es seguro que en esta parte aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja, pero esto significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años habrá que trabajar en algún ministerio o casa de comercio para reunir el dinero que permita comprar los cuatro departamentos situados debajo del de mi primo el mayor, todo ello con la desventaja extraordinaria de que mientras se trabaja durante esos ocho o diez años no se podrá evitar la penosa sensación de que el pelo ya no está en la cañería y que sólo por una remota casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada del caño. Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los departamentos, y durante meses viviremos rodeados de palanganas y otros recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los que pagaremos generosamente para que busquen, separen, clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada, porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad. Luego de comprar un traje especial, aprenderemos a deslizamos por las alcantarillas a altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y una máscara de oxígeno, y exploraremos las galerías menores y mayores, ayudados si es posible por individuos del hampa, con quienes habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte del dinero que de día ganamos en un ministerio o una casa de comercio. Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al término de la tarea, porque encontraremos (o nos traerán) pelos semejantes al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un pelo tenga un nudo en el medio sin intervención de mano humana, acabaremos casi siempre por comprobar que el nudo en cuestión es un simple engrosamiento del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de ningún caso parecido) o un depósito de algún silicato u óxido cualquiera producido por una larga permanencia contra una superficie húmeda. Es probable que avancemos así por diversos tramos de cañerías menores y mayores, hasta llegar a ese sitio donde ya nadie se decidirá a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río, la reunión torrentosa de los detritus en la que ningún dinero, ninguna barca, ningún soborno nos permitirán continuar la búsqueda. Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el pelo. Basta pensar en la alegría que eso nos produciría, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada.
(Historias de cronopios y de famas)