domingo, 3 de junio de 2018

211. Espejos IV


Espejo I
   Ambrose Bierce

   El rey de Manchuria tenía un espejo mágico: el que miraba, veía, no su imagen, sino la del rey. Cierto cortesano que durante mucho tiempo había gozado del favor real y, en consecuencia, se había enriquecido más que cualquier otro súbdito, dijo al monarca:
   —Dame, te lo ruego, tu maravilloso espejo, para que cuando me encuentre apartado de tu augusta presencia pueda, a pesar de todo, rendir homenaje ante tu sombra visible, postrándome día y noche ante la gloria de tu benigno semblante, cuyo divino esplendor nada supera, ¡oh Sol Meridiano del Universo!
   Halagado por el discurso, el rey ordenó que el espejo fuese llevado al palacio del cortesano. Pero un día en que fue a visitarlo sin anuncio previo, encontró el espejo en un cuarto lleno de basura, nublado por el polvo y cubierto de telarañas. Esto lo encolerizó tanto que golpeó el espejo con el puño, rompiendo el cristal y lastimándose cruelmente. Más enfurecido aún con esta desgracia, ordenó que el ingrato cortesano fuera arrojado a la cárcel, y que el espejo fuese reparado y conducido a su propio palacio. Y a sí se hizo. Pero cuando el rey volvió a mirarse en el espejo, no vio su imagen, como antes, sino la figura de un asno coronado, que era lo mismo que siempre habían visto los autores del artificio, y los meros espectadores, sin atreverse a comentarlo.
   Tras recibir esa lección de sabiduría y caridad, el rey puso en libertad al cortesano, hizo instalar el espejo en el respaldo del trono y reinó largos años con justicia y humildad. Y al morir, mientras dormía sentado en el trono, toda la corte vio en el espejo la luminosa figura de un ángel, que sigue allí hasta hoy.
(Diccionario del Diablo)


Poe
   William Ospina

   Edgar Poe se miró al espejo y se dijo:
   —Ese hombre del espejo no sufre, es un actor que imita mi sufrimiento.
   El hombre del espejo se dijo:
   —Ese hombre no sufre, finge sufrir para que yo sufra imitándolo.


Yayoi Kusuma  - Infinity Mirrors
Espejo
   Jesús Alfredo Motato M

   El reflejo de Dubán Merker hace todo lo contrario que él. Si levanta el brazo derecho, su ídem levanta el izquierdo y si se empina en la realidad, se agacha en el espejo. El lío es que no sólo contradice sus movimientos, sino también sus acciones, porque cuando el hombre actúa de buena fe, su reflejo también lo contradice. El caos ha llegado a niveles insospechados, porque con la firme intención de remediar las maldades de su otro yo, Dubán ha realizado actos de humanidad y generosidad a gran escala que han derivado en guerras y hambrunas. En medio de la anarquía, Dubán se ubica frente a su espejo y, con una pedrada armada de rabia, destruye el cristal en un instante. Poco a poco observa cómo, al tiempo que su reflejo se desvanece, él mismo se va multiplicando.


Oficio del aguafiestas
   Guillermo Velásquez

   El oficio de vivir lo había dejado descarado, y por eso sufría accesos de yostalgia. Y un día, empecinado en la ilusión de hallar el recuerdo de su rostro y reconocerse, se detuvo ante un aljibe, se puso en cuclillas y se inclinó sobre el abismo celeste que espejeaba en la piel del agua. 
   En ese instante, las alas de un animal invisible le zumbaron en las orejas y estallaron en el cristal de luz del pozo; el cielo saltó hecho añicos, como si los ángeles rebeldes lo hubieran volado con un carrobomba. Y los intentos de reflejo se desbarataron en un tembladeral de sombras que huyeron a morir en la orilla.
   Y al volver la vista atrás, alcanzó a ver al Aguarrostros, sigiloso y huidizo, que lo venía siguiendo, y que le acababa de meter la pedrada certera con que le volvió pedazos su improvisado espejo.
(Luna de espantos)


Reflejos
   Gustavo Arango

   De la pared del cuarto de los chécheres colgaba un espejo, o por lo menos algo con todas las características de los espejos, sólo que a pesar de estar totalmente al frente mío no se reflejaba, se abría como una ventana a un lugar silencioso y en sombras.
   De pronto, se encendió una luz en la oscuridad del espejo y pude ver algo que distaba de ser el lugar donde yo estaba. A un cuarto de baño había entrado una mujer, pero no cualquiera, como en los sueños; la mujer que había entrado era aquella por la que todo el barrio suspiraba enamorado: Valentina, la simpática muchacha a la que le cayó del cielo un cuerpo arrobador coronado con un rostro de diosa o de princesa.
   Sentí deseos de gritar, de correr hasta el parque a llamar a los muchachos para que dejaran las cometas y corrieran a ver la maravilla, pero no estaba totalmente seguro de que eso estuviera sucediendo en realidad.
   Ella se acercó al espejo, a la ventana desde donde yo la miraba, pasó los dedos por sobre el cansado maquillaje de sus ojos, abrió la boca y examino sus dientes, pude verle las nacientes cordales y hasta la rosada campanita en la puerta de entrada a la garganta. Se alejó y vi que abrió la ducha, manipulando los grifos hasta dar con la tibieza deseada. Luego volvió al espejo.
   Yo veía con delicioso asombro su rostro para nadie, su rostro abandonado en el espejo de su soledad, ignorando el otro espejo que mostraba al mundo su secreta belleza, mucho más pura e intensa que la de su cordialidad en la calle, la coquetería permanente, el saludo cariñoso y fraternal a los niños en el parque.
   Descolgué el espejo de la pared; la imagen no sufrió ninguna distorsión. Seguía, ahora en mis manos, mucho más cerca de mis ojos, la ceremonia del baño, el perezoso despojarse de las ropas de Valentina, su absoluta, inabarcable y prodigiosa desnudez. Un cuerpo de mujer por primera vez visto en mi vida; ese descomunal milagro siempre escondido, agazapado, retando la imaginación de todos bajo las ropas de Valentina, de nuestra Valentina.
   Las manos me temblaban y ellas y la frente me sudaban. Sostuve con dificultad el espejo hasta que sus saltitos locos bajo el agua y su brillo de sirena y su pelo mojado, colmaron la resistencia de mis nervios. El espejo se rompió en mil pedazos. Al tomar uno de los trozos más grandes, para ver si era posible rescatar alguna cosa, descubrí las familiares sombras del cuarto de los chécheres, las tablas, las cajas polvorientas y el rostro de un niño desencantado.
   Tardé unos minutos en reponerme y luego, recordando que se hacía tarde y que con la noche caerían las cometas, abrí presuroso la maleta, tomé un vestido de mamá que no recordaba haberle visto puesto y corrí a pedirle las tijeras, a jurarle que no me cortaría con ellas, a sacar las tiras necesarias para que mi cometa volara más alta e imponente que todas las demás.
(Bajas pasiones)


Yayoi Kusuma - Infinity Mirrors
La dama frente al espejo
   Álvaro Menén Desleal

   Al entrar al Salón de los Espejos, la bonita señora no pudo resistir el impulso de mirarse. Por lo demás, es un impulso natural, y su comisión no conlleva nada delictivo ni pecaminoso. Había entrado al Salón de los Espejos para esperar a la Marquesa, con quien bebería el té en el coqueto jardín inglés del flanco izquierdo del castillo.
   Puso, pues, su carterita sobre una silla, quedándose con la polvorera. Al ver su imagen reflejada en el azogue, respingó un poco la nariz para empolvarse. Luego puso en su sitio, con un gesto regañón, a dos o tres cabellos rebeldes, y se ajustó el traje sastre. Fue ése el momento en que percibió el fenómeno: atrás suyo, otra dama se ajustaba el vestido sastre frente a otro espejo de pared. Atrás de esta nueva mujer, otra más, igual también a ella, se ajustaba el traje sastre. Y más atrás, otra, y otra, y otra…
   Dio ella un paso, retirándose alarmada del espejo. Simultáneamente, una infinita sucesión de imágenes de mujeres en un todo iguales a ella, dieron también un paso para retirarse de sus espejos. Abrió los ojos desmesuradamente, y aquel millón de mujeres abrieron dos millones de ojos desmesuradamente, formadas en una línea recta en perspectiva que llegaba al infinito.
   Palideció. Diez millones de mujeres palidecieron con ella. Entonces dio el grito, llevándose la mano a los ojos. Cien millones de mujeres corearon su grito y repitieron su gesto. Cayó al suelo. Mil millones de mujeres cayeron al suelo gimiendo. Ella se arrastró sobre la gruesa alfombra árabe, y un incontable número de mujeres, como soldados sobre el terreno, calcaron uno a uno, sus movimientos felinos. No logró salir del Salón de los Espejos; al acudir los sirvientes, encontraron muerta Media Humanidad…
(Cuentos breves y maravillosos)


252
   Édgar Allan García

   Era tal su soledad que cuando se asomaba al espejo, no veía a nadie.
(333 micro_bios)