domingo, 2 de agosto de 2015

137. Gustavo Arango - Premio International Book Award 2015



Gustavo Arango acaba de ganar el International Book Award 2015, por su novela Santa María del Diablo. Mayor galardón de los latinos en Estados Unidos. Enseña español y literatura latinoamericana en la Universidad del Estado de Nueva York, en Oneonta. Ganador del Premio Internacional de Novela Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), con La risa del muerto (publicada en 2003). Novelas: El país de los árboles locos (2005), Criatura perdida (2000); libros de cuentos: Bajas pasiones (1990) y Su última palabra fue silencio (1993); libros periodísticos: Un tal Cortázar (1987), Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal (1995), Retratos (1996) y La voz de las manos: crónicas sobre escritores latinoamericanos (2001). Fue editor del suplemento literario del diario El Universal, de Cartagena (1992-1998) y ganó el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1992.




   Volar

   El muchacho que reparte el correo le dejó un sobre blanco en su escritorio.
   Él lo miró sorprendido. No decía nada por fuera. Sacó una hoja que desdobló, leyó, volvió a doblar y volvió a desdoblar y volvió a leer.
   Luego alzó la mirada, buscó nuestros ojos y dijo:
   —Estoy despedido.
   Sonrió.
   Rió.
   Volvió a decir: "Estoy despedido" y azorado y alegre pasó por los escritorios mostrándonos la carta. 
   Se veía contento cuando dijo "soy libre" y salió por la ventana.
(Segunda antología del cuento corto colombiano. Bogotá: UPN, 2011)


El contratiempo

   La primera vez que ocurrió aquello, fue después de un fin de semana en el que Gregorevich se olvidó por completo de sus obligaciones, incluida la de darle cuerda a su reloj.
   Cerca de las cinco de la tarde de ese lunes, todo se detuvo con el segundero.
Gregorevich tardó en encontrar la relación entre ese mundo estancado en un perpetuo fin de tarde y el segundero inmóvil. Pero finalmente la encontró y le dio cuerda al reloj y el mundo volvió a marchar.
   Desde entonces, sólo da pocas vueltas a la cuerda y disfruta y recorre largamente las quietudes cada vez más prolongadas.


Calamidad doméstica

   Daladier e Ifigenia se encargan siempre del decorado y de restablecer las cosas averiadas durante el último encuentro. Hildebrando y yo conseguimos la gente, trabajo que no resulta nada fácil.
   El primer paso a seguir es ganarse la confianza de la persona elegida, preferiblemente alguien de temperamento reposado. Se sondea su vida familiar y, si percibimos alguna pizca de resentimiento con su cónyuge, sabemos que hemos dado con la persona indicada.
   Entonces, uno de nosotros se gana la amistad del esposo o la esposa y sigue la dispendiosa labor de cultivar el odio entre ambos. No nos pregunten qué recursos empleamos para alimentar los odios; son tantos y tan variados que enumerarlos requeriría de una lista que con el tiempo llegaría a hacerse tediosa. Baste saber que somos muy recursivos y que, cuando presentimos que la situación está a punto de estallar, disponemos horarios, citas y encuentros aparentemente fortuitos para que el enfrentamiento tenga lugar en nuestra casa. Luego, con diversas excusas, nos retiramos y les hacemos creer que se han quedado solos. Ignoran que los vemos.
   Al comienzo se limitan a lanzarse miradas despectivas. Luego tratan de hablarse de manera reposada; pero al notar en el otro los gestos y comportamientos que les molestan, los ánimos empiezan a caldearse.
   Uno de los dos inicia la agresión física con un empujón o una cachetada y en ese momento empieza la diversión. Algunos matrimonios son un fiasco y se reprimen hasta salir a la calle, por temor a hacer daños en la casa, y allí se insultan con apasionamiento pero sin golpes.
   Otros, los que nos gustan, dejan salir toda la ira contenida y pierden deliciosamente el sentido de las proporciones. Se dan patadas, se escupen, se arrojan jarrones o lámparas conseguidos especialmente para la ocasión por Daladier e Ifigenia, y a veces, en el fragor del combate, llegan hasta la cocina y se proveen de cuchillos o de cualquier otro objeto susceptible de ser arma.
   Los resultados son muy variados. Ha habido casos en los que el enfrentamiento conduce hasta el perdón y a una pasión renovada. Salen de la casa felices, recomponiéndose los peinados y las ropas, rumbo a un restaurante en el que piden perdices. Pero la mayoría de las veces no es así. A veces uno de los contrincantes fallece a causa de las heridas recibidas durante la pelea. Pero lo que más ansiamos es que los pleitos lleguen hasta la muerte general, hasta ese momento supremo en el que los contendientes son a la vez víctimas y victimarios, momento supremo que sólo una vez se ha visto en esta casa: la noche inolvidable en que papá y mamá dispararon a la vez, en una clara muestra del grado de telepatía al que llegan ciertos matrimonios.
(Bajas pasiones. Cartagena: El Guarro, 1990)


Alas

   A pesar de todo, me siento un niño normal. Asisto a la escuela como todos, saco calificaciones que me vuelven invisible, ni elogios ni reproches, me intereso en los asuntos que a su debido tiempo deben interesarme, río cuando estoy contento y lloro de dolor y de tristeza.
   Sólo me podrían reprochar mi incorregible tendencia a buscar la soledad, pero es algo que no me resulta extraordinario. Esa soledad me ha dado tiempo para pensar y concluir que mi leve diferencia es la causa y consecuencia de las prolongadas charlas que tengo conmigo mismo. ¿Con quién más podría hablar sin escándalo de las cosas que rodean mi vida?
   Confieso que al principio las risas de los compañeros me hacían mucho daño. Derramé muchas lágrimas contándole a mamá las burlas que me hacían por las extrañas formaciones que día a día crecían en mis pies.
   Llegué a sentir odio por esas partes de mi cuerpo que el médico llamó deformidades. Sufría lo indecible cuando debía ir donde el zapatero encargado de fabricar mi peculiar calzado; me sentía un ser ridículo cuando en la calle la gente se percataba, se sorprendía y luego se burlaba de la forma de mis pies y mis zapatos.
   Pero el tiempo me reconcilió conmigo mismo. Obligado a cargar para siempre con mi diferencia, aprendí a aceptar hasta con cierto orgullo las, a los doce años, ya muy bien formadas alitas que adornaban los talones de mis pies. Las burlas eran ya un tributo de temor y de respeto de aquellos que con su crueldad querían amilanar a alguien que veían diferente.
   Fue entonces cuando se intensificó mi soledad. Dediqué miles de horas a cuidar y contemplar mis alitas, a coquetear con sus plumitas, a meditar sobre sus posibilidades.
   Y ahora, cuando los tiempos difíciles han pasado, cuando todos empiezan a admitir algo que yo tuve que aceptar primero y más dolorosamente, siento que a pesar de todo soy un niño normal, que nada me hace diferente a esos compañeros que veo jugar al fútbol mientras vuelo trazando círculos lánguidos sobre la ciudad y sueño con el día en que también ellos podrán estar conmigo después de la escuela, cuando lleguemos a nuestras casas y almorcemos y hagamos las tareas y salgamos luego a reunirnos contentos para alzar el vuelo en la cancha de fútbol desde la que me dirigen miradas furtivas, ya no llenas de miedo y de rencor, colmadas ahora de impaciencia, de una ansiedad que les hago menos dura con las formas que dibujo en el aire para que se diviertan, para que sientan que la promesa de que ellos también tendrán alas sigue con vida en sus corazones.
(Bajas pasiones. Cartagena: El Guarro, 1990)


Insucesos

   En realidad no fue nada importante pero, si insisten, les contaré.
   Resulta que yo estaba un domingo muy tranquilo, haciendo reparaciones caseras. Era mi día de descanso y como sabía que no podía suspender mi activo ritmo de la semana, si no quería ver a la pereza parada junto a mi cama el lunes temprano, me dediqué a hacer unos cuantos arreglos que tenía pendientes en mi casa.
   El desagüe del lavamanos no volvió a dejar caer ni una gota. La pata de la mesa se curó de su renguera y el candado del patio recibió una refrescante aceitada de sus mecanismos.
   Como a las cinco, sin nada de interés para mí en la televisión, y con el coche reluciente, decidí enfrentar la reparación del ventilador, que a media tarde había pospuesto para el próximo domingo.
   Funcionaba, pero no giraba, no movía como antes su cabeza de extraterrestre rizado, lanzaba su soplo en una sola dirección.
   Fui a buscarlo a la salita del televisor. Pedí permiso a mi hipnotizada familia, que a esa hora se abstenía de parpadear para no perderse una sola imagen de Bajas Pasiones, su serie preferida —no me explico qué le ven—, y entonces cometí la imprudencia que me causó esta molestia.
   Sin desconectar ni apagar el ventilador, lo tomé por la rejilla protectora, pero con tan mala suerte que mi dedo índice resbaló hasta el centro de la tormenta y recibió un contundente golpe de las aspas.
   Después del susto inicial suspiré con alivio, apenas había sido un leve roce. Observé con alegría que mi dedo seguía en su sitio, pero pronto percibí que algo andaba mal por los lados de la uña. Presentaba una enorme fisura y, luego de un instante de palidez, empezó a dejar salir sangre en pequeñas cantidades, pero sangre al fin y al cabo. 
   Mi mujer me lavó muy bien la herida con alcohol y agua hervida. Me reconvino porque ya me había pronosticado algo parecido —ante mi temeraria forma de tomar el ventilador para trasladarlo— y me puso esta vendita.
   El dedo está ya casi curado por completo. En realidad no fue nada grave. Como les decía, no se trataba de nada importante. Pero como ustedes insistieron.
(Bajas pasiones. Cartagena: El Guarro, 1990)



Anecdotario

   ¡Ah!, fue una anécdota francamente inolvidable. Resulta que yo estaba... ¿dónde era que yo estaba?... Bueno, en el momento no lo recuerdo. Lo cierto del caso es que era un salón grande... o ni tan grande, no sabría decirlo con plena seguridad y, ahora que lo pienso, tampoco podría jurar que se trataba de un salón. Lo cierto es que yo estaba allí... ¿o no? Bueno, debía estar allí porque si no me sería imposible recordar lo sucedido, a menos que la anécdota no fuera completamente mía y alguien me la hubiera contado, pero no estoy muy seguro respecto a eso.
   De lo que sí puedo estar seguro es de que allí estaban... ¿o estaba? No recuerdo con seguridad cuántas personas había allí... si es que había alguien allí. Bueno, pero lo cierto es que —sea como sea— en ese momento —no recuerdo exactamente cuándo, todo hay que decirlo— sucedió la anécdota inolvidable que les estoy refiriendo... ¿a quienes?... Bueno, sucedió y eso es lo que importa.
   La memoria no me ayuda a traer los detalles exactos de lo sucedido, ni siquiera los aspectos generales. Pero de algo sí estoy por completo seguro: fue algo realmente inolvidable.
   Aunque no puedo evitar, de vez en cuando, abrigar ciertas dudas respecto a esto último.
(Bajas pasiones. Cartagena: El Guarro, 1990)


Saludo cordial

   Precisamente a usted le estoy dirigiendo la palabra digo un poco escéptico e irritado. Espero que por lo menos usted no sea como los demás. ¿Me entiende? Vamos, no se haga el tonto. Usted puede ser lo que sea, menos un tonto. La calidad de los libros que lee dice mucho de su inteligencia. No me siga mirando en esa forma. Sin pestañear siquiera. Si viera lo ridículo que se ve con esa mirada y esa lagaña impertinente en su ojo izquierdo.
   No se asombre tanto. ¿Quien le dijo que yo no podía saludarlo? No tiene nada de malo que yo quiera saludarlo y hablar un poco. Al fin y al cabo hemos pasado algún tiempo viéndonos.
   Pero me parece que usted aún no se ha dado por aludido. Le hablo a usted, a U-S-T-E-D. ¿No tiene nada que decir? Cuénteme al menos cómo le ha ido esta semana.
   No. Parece que usted tampoco.
   ¿Se le comieron la lengua los ratones? Su silencio me da a entender que puedo seguir hablando y nunca se dará por aludido. Está decidido a hacerse el tonto hoy. Si es así, es mejor que se olvide. Conmigo no se juega así. A uno no se le trata en esa forma. Mucho menos cuando se digna saludar. ¡Diga alguna cosa! No se quede callado. Su estúpida cara ya empieza a cansarme.
   Entienda que no todos somos iguales. Al menos yo no soy igual a los demás, no me resigno a ser un objeto que le da información y lo asusta o lo recrea sin decir más que lo justo. Soy diferente, por eso quiero saludarlo, por eso me digno hablarle y no me limito a darle las frívolas historias de este autor. Soy un libro necesitado de palabras.
   ¿No se le ocurre nada para decir? ¡Bah!... Es inútil. Con usted no se puede hablar. Mejor cambie de página y siga leyendo como si nada.
(Bajas pasiones. Cartagena: El Guarro, 1990)